Un mal consejero

Autor: Claudio De Castro

 

 

Recuerdo que hace algunos años entré a laborar en una empresa con un cargo de jefatura. Una tarde, uno de los colaboradores, visiblemente disgustado, se me acercó para exigir un aumento salarial.

“Como sabe, no tengo ni tres días en esta empresa”, le explique, “Si me da una semana con mucho gusto podremos revisar su petición y conversar al respecto”.

“En ese caso”, advirtió amenazante, “me marcho”. Me miró altivo: “Ya verán que hacen sin mí”. Y salió de mi oficina dejándome sorprendido, sin saber qué pensar.

Al día siguiente trajo la renuncia a su cargo.

Me la entregó con aire triunfante.

“¿Por qué no lo piensa mejor?, le dije, tratando que recapacitara. “Ya sabe que los trabajos no son fáciles de obtener”.

Me respondió con las mismas palabras del día anterior: “Veremos qué hacen sin mí”.

La verdad es que me costó, pero a las semanas pudimos conseguir un reemplazo igual de eficiente o más.

Los días transcurrieron y olvide el asunto.

Meses después recibí una visita inesperada. Lo miré de frente y me sorprendí al reconocerlo.

“¿Cómo le ha ido?”, le pregunté.

“Usted tenía razón”, me dijo, “Los trabajos no abundan y la verdad, no la estoy pasando tan bien”. “¿Cree que mi trabajo, estará disponible?”

Muy apenado le respondí:

“Tuvimos que buscar un reemplazo”.

“¿Y no habrá alguna posición, aunque la paga sea menor?”.

“No, por el momento no lo hay. Lo lamento”.

Y se marchó cabizbajo, desilusionado, triste. Seguramente, arrepentido, por esa súbita decisión.

Esa mañana concluí: “El orgullo, es un mal consejero”.

Desde entonces, cada vez que veo una persona que va a caer en este pecado tan sutil, le cuento la historia. Y le recuerdo lo sabroso que es andar en la presencia de Dios, sin ese orgullo que carcome y que nada bueno nos trae.