Los Tesoros de la Iglesia

Autor: Claudio De Castro

 

 

He pasado inquieto Señor. Eres tan maravilloso, superas todas nuestras expectativas, nos llamas a cada uno por nuestro nombre y nos pides que te amemos y vivamos el Evangelio. Eres el buen Pastor, tus ovejas escuchan tu voz, pero a veces nos perdemos en el camino. Ven a nuestro encuentro Jesús.

Una muchacha me dijo hoy, por la tarde: “Soy católica”. 
Me alegré mucho y le pregunté inocentemente:
-¿Vas a misa?
-No.
La miré sin comprender. 
-Asisto a un culto protestante –me explicó.
Le pregunté con amabilidad:
-¿Cómo es eso?
Luego de un silencio prolongado y de mirarme inquieta, me confió:
-Es que allí tuve un encuentro con Jesús.
-¿Sabías que puedes tener un verdadero encuentro con Jesús en la Eucaristía? –le pregunté.
Y continué diciéndole:
-Cuando recibes la comunión, recibes a Jesús, como un pedacito de pan, pareciera, pero... ¡es Jesús! ¡Está vivo! y te espera con ilusión, con ternura, con el amor infinito que le hizo dar su vida por ti... No es un Jesús que creas haber sentido o recibido. Lo puedes tocar, comer, tenerlo en tu corazón, vivir con él, vivir para él. Él mismo te lo asegura:“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre”. (Jn 6,51)
Cuando terminamos de hablar, me prometió que reflexionaría y seguramente me haría una llamada telefónica, para darme una buena noticia.

He recordado las palabras de este buen sacerdote en su homilía: “Los católicos somos ricos, pero vivimos como pobres”. “Dios nos ha dado riquezas espirituales de las que podemos hacer uso, todas para nuestra salvación. Están en la Santa Madre Iglesia. Y no nos acercamos a esas fuentes de gracia”.

Recuerdo haber leído sobre un obispo al que detuvieron con acusaciones falsas. Le dijeron para engañarlo: “Te perdonaremos tu vida si nos traes las riquezas de la iglesia”. 
El obispo accedió y al día siguiente se presentó acompañado de pobres y enfermos.
Los señaló a todos y dijo en voz alta: “Este es el tesoro de nuestra santa Iglesia”. 
Sonreí admirado por esta ocurrencia suya. Supo interpretar correctamente el sentido de la palabra “Tesoro”, “lo que es más valioso”.

No comprendo cómo muchos abandonan la Iglesia de Jesús sin detenerse a meditar en lo que hacen. Se dejan llevar por un sentimiento de alegría pasajera al sentir que han encontrado su camino en otro lado, donde los reciben con alegría y les dan esperanzas humanas. Otros se perturban, dudan de su fe y se alejan, cuando leen en los diarios los ataques que lanzan contra la Iglesia santa. Los llamamos: “hermanos separados”.

Un sacerdote ha caído, se dejó llevar por su humanidad y muchos que tienen una fe vacilante caen con él. Los juzgan, por uno que ha sido débil. Duele, es verdad, pero no es el fin... Conozco muchos santos sacerdotes y sé de miles más que viven su fe, dan testimonio y son hijos fieles nos muestran el rostro de Jesús. Entre los mártires de Barbastro que murieron al grito de ¡Viva Cristo Rey!, había seminaristas y sacerdotes. El Beato Miguel Pro, mártir mexicano, murió por ser sacerdote, el padre Damián quien se aisló del mundo para dedicar su vida a los leprosos, y falleció con esta terrible enfermedad, era sacerdote católico...

.¿Tiene algo especial la Iglesia Católica? Oh sí, muchísimo. Eres miembro de una Iglesia que ha visto florecer santos por doquier, en todas las épocas: San Francisco de Asís, San Bernardo, Santa Margarita María de Alacoque, San Basilio, Santa Genoveva, San Hilario, San Josemaría Escrivá de Balaguer, San Clemente, San Antonio María Claret, San Macario, San Juan de Dios, y muchos más. La lista es interminable. 

Nuestra Iglesia es Una (Cristo fundo una sola Iglesia), y santa (por su fundador, Jesús, que es santo), Católica (porque está dirigida a la salvación de todas las personas y es Universal), Apostólica (porque tiene sucesión apostólica desde Pedro hasta nuestros días), y Romana (porque su sede está en Roma). Y hay más aún: en ella encuentras a Jesús Sacramentado, que te espera en el sagrario; escuchas y meditas la Palabra de Dios escrita (la Biblia) y no escrita (la Tradición apostólica), recibes los sacramentos que son fuentes inagotables de gracia; tienes un encuentro con tus hermanos mayores, los santos; y con María santísima, nuestra madre del cielo.

¿Conoces tu fe? ¿Vives el Evangelio? ¿Confías en Dios? ¿Das testimonio con tu vida? Son muchas preguntas para un breve momento. No te desanimes si no has podido responder. Jesús te ama como eres. Tal cual, con tus defectos y virtudes. Sabe de qué estamos hechos. Por eso ha dejado tesoros inmensos a nuestro alcance, en su Iglesia, la que Él fundó, la católica. Yo he dejado de buscar, porque encontré en ella todas mis respuestas.

Iremos juntos (tú y yo) a una capilla y nos detendremos en la puerta. Parece una simple construcción, pero recuerda: hay cosas que no puedes ver. La fe. La esperanza. El amor fraternal. La búsqueda de la paz. La verdad. El encuentro. La amistad. La solidaridad. La gracia santificante.

Dicen algunos santos que si pudiésemos abrir los ojos del alma, veríamos miles de ángeles, cada cual más glorioso que el otro, adorando día y noche a Jesús Sacramentado, depositado en los Sagrarios del mundo entero. Nosotros lo dejamos solo. Ellos no.

Al pertenecer a la Iglesia de Jesús, entras a formar parte de su cuerpo místico. Por lo tanto las gracias que se guardan como un tesoro están a tu disposición cada vez que las necesites en tu camino de la vida. Dios te ha facilitado el camino al Paraíso.

Tal vez, al estar cerca de Jesús, podamos valorar un poco más nuestra fe, tal vez podamos conocerla, amarla más. Así podrás declarar con gozo, frente a todos, con naturalidad, como aquél santo varón: “Mi nombre es Cristiano, mi apellido, Católico”.

¿Qué ves desde la puerta de la capilla? Un altar frente a ti. A los costados un confesionario. Bancas para los fieles. Unos abanicos. Una señora que arregla las flores. El sacerdote ha salido y se para frente al altar. ¿Es este tu tesoro? Amigo, mira nuevamente y te diré lo que yo veo y reconozco:

El sacerdote está celebrando el santo sacrificio de la misa. Dicen que una sola misa vivida con fervor nos daría tantas gracias que con ellas podríamos ser santos. Es la oración perfecta, la que más agrada a Dios. 

Cuando eleva la Hostia consagrada, sé que en sus manos tiene a Jesús. No dejo de mirarlo con amor, y le pido su amor infinito. Sientes y sabes verdaderamente, que él está presente. 

Veo también el confesionario, donde tantas almas salen libres de culpas y pecados por la absolución del buen sacerdote que los escucha y los absuelve, no en su nombre sino en el nombre de Jesús, al que ellos representan y sirven. 

Sí, hay santos sacerdotes y laicos que se esfuerzan por vivir la santidad. Muchos.

Un amigo de Argentina, Horacio Mantilla, quien es Ministro de la Comunión, me escribió sobre esta vivencia tan íntima y profunda: “Hoy sentí nuevamente la caricia de las manos de Dios en mí, y todo porque le tuve en mis manos. ¿Cómo describirlo? ¿Es posible, acaso, describir el amanecer en sus más fugaces momentos? ¿O el atardecer, con sus dorados, rojizos y demás colores? Le tuve en mis manos y mi corazón saltó de gozo porque me hizo sentir hijo, hermano, siervo y amigo, todo junto en una explosión multicolor del alma.
El estremecimiento que sigo teniendo en la Consagración es el mismo, la pasión que surge de mi corazón al recibirle, es el mismo. Me afirma que no importa el lugar en donde estés, cerca del altar y a sus pies, el haberlo encontrado en la Eucaristía transformó mi vida y me compromete a ser mejor persona.
Al recibir la Eucaristía soy consciente de que me visita Jesús y que mi casa aún no está totalmente arreglada, que tiene rincones para limpiar, salas desordenadas, dormitorios con las camas aún deshechas. Pero Jesús no las ve tal como está hoy, sino como estará mañana, limpia, ordenada y brillante. Tengo la convicción que Jesús permite que le veamos para alentarnos a que nos esforcemos a llegar cuanto antes, a tener el alma así”. 

Nos falta esto: la pureza de corazón. Un corazón puro para recibir a Nuestro Señor. Convertirnos en un Sagrario Vivo, donde haga su morada. Revestirnos de Cristo. Ser uno con Él.

“Nunca se me olvidará lo que me inculcaron antes de ordenarme sacerdote – me escribió el Padre Miguel Rivilla - “Celebra tu misa con la misma devoción que la primera y con el mismo fervor y amor como si fuera la última de tu vida”. 
Tras cuarenta y cinco años celebrando cada día el santo sacrificio de la misa, he procurado que la rutina no se instalase en mi vida de sacerdote. Puedo decir con verdad que el centro de mi jornada, el acto más importante de cada día, es, ha sido y será, la santa misa diaria”.

“Señor, delante de ti, el mundo entero es como un grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero, que cae sobre la tierra.
Te compadeces de todos, y aunque puedes destruirlo todo, aparentas no ver los pecados de los hombres, para darles ocasión de arrepentirse. Porque tú amas todo cuanto existe y no aborreces nada de lo que has hecho; pues si hubieses aborrecido alguna cosa no la habrías creado.
¿Y cómo podrían seguir existiendo las cosas, si tú no lo quisieras? ¿Cómo habría podido conservarse algo hasta ahora, si tú no lo hubieras llamado a la existencia?
Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos, Señor, que amas la vida, porque tu espíritu inmortal, está en todos los seres.
Por eso a los que caen, los vas corrigiendo poco a poco, los reprendes y les traes a la memoria sus pecados, para que se arrepientan y crean en ti, Señor”. (Sb 11,22-12,2)

Conocí a una persona que llevaba años sin confesarse. Sentía la necesidad de estar cerca del Padre. De volver a vivir en la gracia santificante. Y se confesó. Luego me contó emocionado:
¡Fue algo maravilloso! ¡Te sientes renovado, con una alegría y un gozo que no sabes de dónde te vienen!

Desde el Sagrario, Jesús nos mira compasivo y nos sonríe bondadoso, como un hermano, como un amigo entrañable y bueno. Sabe que no hay motivos para temer. Si las almas le conocieran, no dudarían en abandonarse a su Misericordia. Correrían a buscar al Padre sabiéndose ciudadanos del cielo, hijos de un Rey.

¿Te ha ocurrido alguna vez? Te das cuenta que Jesús te llama porque su voz te llega como una dulce inspiración. De repente algo ocurre en tu interior. Sientes el deseo de hacer el bien. Pasas frente a la casa de Dios y una voz interior te dice: “Deten el auto, ven a visitarme”. O sencillamente te pregunta: ¿Vendrás a verme hoy?

Luego participas de la Santa Misa, recibes a nuestro Señor y se despierta en tu alma un “no sé qué” de tanta ternura desconocida para ti. 

Con Jesús somos capaces de vivir intensamente, aquella vida que siempre hemos deseado, y la santidad anhelada, que guardamos tan dentro de nosotros desde niños, cuando recibimos por primera vez a Nuestro Señor en la Santa Comunión. ¿Recuerdas aquél día? Tenías la felicidad a flor de piel, todo te parecía maravilloso. Un solo pensamiento llenaba tu vida y tu corazón: “el Amor de Jesús”.

Los años han transcurrido y ahora sientes que nada es igual. Los golpes de la vida te han llevado por otro camino. Yo he aprendido que con Jesús todo cambia. Nadie permanece igual en su presencia.

Tienes la oportunidad de enmendar tus errores. De salvar tu alma para la Eternidad. Sí, este es el mejor momento de tu vida. Cuando puedes decirle a Jesús: “quiero ser tuyo, que mi vida te pertenezca”. Y por su gracia y su amor lo serás.

Uno de los grandes tesoros que nos dejó Jesús es su madre santísima. ¿Amas a Jesús? Pues con mayor razón debes amar mucho a su madre, María, la Virgen, quien también es madre nuestra. 

Recuerdo cierto día en un almacén por departamentos haber visto algo curioso. El encargado de jardinería estaba acomodando unas latas. Entonces se detuvo y lo vi mascullando algunas palabras con los ojos cerrados. Otro vendedor me vio mientras lo observaba y se me acercó:
-Está rezando –me dijo en voz baja-. Lo hace cada hora. 
Me acerqué con curiosidad y le pregunté:
-¿Qué haces? 
-Rezo un Avemaría –me dijo con humildad –Así saludo a nuestra madre, la Virgen Santísima.