El Papa Inocencio X, en la firma de la Constitución Europea.

Autor: Diego Quiñones Estévez

 

 

   El día 29 de octubre de 2004, cuando se firmaba en Italia la futura Carta Magna Europea, también estaba presente Inocencio X, Papa entre 1644-1655, presidiendo, majestuoso, la Sala de los Orazi y Curiazi del Capitolio en Roma. Aquí fue donde los padres fundadores de la Unión Europea, los católicos Adenauer, De Gasperi, Schuman y Monnet, el 25 de Marzo de 1957 empezaron la andadura de la Comunidad Económica Europea, firmándose el Tratado de Roma.
La firma del Tratado Constitucional de la Unión Europea, tuvo como preludio el “Himno de la alegría” de Beethoven. La grandiosa estatua sedente, en bronce, de Inocencio X, último Papa de la Contrarreforma que condenó las doctrinas político-religiosas del jansenismo, observaba el protocolo desde lo alto y detrás de la mesa de las firmas. El Papa Inocencio X, con su semblante en alerta, vio cómo pasaban bajo su pedestal, 64 representantes políticos; jefes de estado, jefes de gobierno y ministros de asuntos exteriores. Por fuerza, todos ellos tuvieron que observar en él, la presencia del Cristianismo, aunque se hayan empeñado en no hacerlo explícito en la Constitución Europea.
Sin embargo, la realidad histórica del acto es que no repararon ni en su rostro admonitorio y ni mucho menos en el gesto del brazo derecho levantado con la mano abierta hacia la tierra, extendida de forma firme y en advertencia profética, ya que ninguno de ellos dio un paso hacia atrás, y no se les encogió la mano cuando estampaban las firmas para la futura ratificación popular de la Constitución Europea. El escultor barroco, Alessandro Algardi (1595-1654), se habría sentido decepcionado, ante tanta indiferencia frente a su obra. Y hasta el mismísimo Miguel Ángel Buonarroti(1475-1564), el maestro eterno de la escultura renacentista, a quien magistralmente imita en la grandiosidad y fortaleza escultórica, se hubiera sentido igual: ¡La Nueva Europa no reconoce la belleza espiritual de la Vieja Europa!
Pero tal vez la actitud de indiferencia de los europolíticos, se debiera a que conocían la parte negativa de la historia del papado de Giovanni Battista Pamphilis: su nepotismo y que la costase tanto admitir que la Paz de Westfalia reconociese el derecho a practicar una religión distinta de la oficial; o tal vez se debiera a que en su memoria colectiva tenían muy presente el funesto y violento retrato que de él hizo el pintor expresionista del Siglo XX, el británico Francis Bacon, destrozando, el retrato original tan realista que en 1650 pintó Velásquez, donde se nos muestra un semblante de mirada inquisitiva y en sus labios se dibuja una sonrisa de desconfianza y socarronería. Tal vez, por ello ni lo miraron y firmaron sin ningún reparo, mientras sonaba de fondo una música de la corte del máximo baluarte de la monarquía absolutista y del galicanismo en Europa: el vicediós Luis XIV de Francia (1638-1715), el Rey Sol, quien identificó el Estado con su persona.
¿No tendrá esta misma pretensión los europolíticos firmantes?: dicen los que conocen el texto constitucional europeo, que éste no garantiza de forma explícita, los derechos de la familia, de la persona, de la libertad de educación y del derecho a la vida, ¿Será posible que no se defiendan con claridad los derechos humanos fundamentales?
La nueva Constitución Europea, ha de servirnos a todos los ciudadanos de Europa (que desconocemos aún en qué consiste nuestra futura Constitución) para que tomemos conciencia que una democracia supranacional no es el capricho de las ideologías del laicismo anticristiano y de los intereses económicos. Los grandes proyectos históricos parten de unos cimientos históricos sólidos entre los que destacan los valores culturales y religiosos del Cristianismo. Sin ellos de poco vale hablar de convertir a Europa en una gran potencia de la paz, la libertad, la justicia y los derechos humanos, que tanto ha defendido y puesto en práctica el papado de Juan Pablo II.
Para empezar, los políticos europeos podrían seguir la estela de tantos pensadores y políticos cristianos como Santo Tomás Moro (1478-1535), Erasmo de Rótterdam (1446-1536) o la de sus fundadores arriba mencionados. Que aprendan de ellos y apliquen sus ideas para construir un humanismo de la persona, de la verdad y de la transcendencia que nos haga olvidar para siempre la deshumanización económica e irracional en la que vivimos.