La acracia se ha instalado en el poder

Autor: Diego Quiñones Estévez 

 

 

La acracia se ha instalado en una de las naciones más antiguas de Europa, que, por ahora, y esperemos que para siempre, se llama España. La acracia ha llegado a nosotros, no desde un país lejano o cercano del planeta Tierra o de alguna galaxia o de algún planeta del espacio interestelar. Ha llegado cogida de la mano de la intolerancia, la inmoralidad, los nacionalismos herrumbrosos, el relativismo, el laicismo, la incultura y el poder, sobre todo de la mano del poder que la exhibe como la futura gobernanta, la futura pareja de hecho que algún día reemplazará a la democracia, si no lo evitamos.
Mientras tanto, nuestra joven y dubitativa democracia, está ahí, viéndolas venir, a la espera de que el poder la abandoné algún día por la acracia, pues no se quiere dar cuenta de los errores que está cometiendo por ir con una compañía nada aconsejable.
Sin embargo, mientras llega ese día, aquí la tenemos, paseándose por las ciudades de la mano de los poderosos, que se la disputan para cualquier ocasión propicia que los mantenga en el poder y en las nubes de la fama efímera. 
Así, la acracia la vemos entrar y salir por las casas del poder ejecutivo, del poder legislativo y del poder judicial, fomentando el consenso del igualitarismo y la claudicación de las partitocracias contra el consenso social de la democracia participativa y en libertad. Entra y sale, como si no pasara nada. El poder todo se lo consiente a la acracia, en especial todo aquello que menoscaba el principio de autoridad y el bien común. Sus apetencias son de lo más disparatado, pero al tener el beneplácito del poder, no lo parece: si los terroristas y asesinos entran y salen de la cárcel, como si nada, no importa: su comportamiento inmoral se justifica porque hay que reconducirlos con buenas y permisivas leyes y sentencias, contando con el apoyo de la propaganda mediática y política, para así encauzarlos hacia un mismo sitio: el crimen. 
La acracia de este modo promueve la simpatía hacia los violadores de la ley y el sentido moral, es decir, las víctimas han de tener la capacidad de ponerse en lugar de ellos, condenando a nuestra conciencia a una absurda y cobarde imparcialidad que menosprecia los juicios humanos y los sentimientos morales.
Del ayuntamiento de la acracia y el poder, han venido al mundo, los ácratas, que endiosados por los poderes fácticos, tienen como oficio y beneficio atentar contra Dios, la Iglesia Católica y la cultura del pensamiento sabio. Todo se lo permite su progenitora acracia: la astracanada de ciertos políticos intolerantes de mofarse de la pasión y muerte de Cristo, colocándose, de forma burlesca, una corona de espinas delante de la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén; la blasfemia cobarde de cocinar a Cristo crucificado en un horno o de insultar a Dios en mala obra de teatro decadente o en un cartel publicitario para promocionar el promiscuo preservativo y las aberraciones carnavalescas: son cosas de los envejecidos niños terribles de la posmodernidad, la revolución sexual y la política sin ideas. Es como algo normal, pues, ello entra dentro de su actividad favorita: descarrilar el tren de la Historia porque les estorba el pasado, el presente y el futuro de todos. La acracia se lo permite y justifica porque es disoluta, irreverente, blasfema y promiscuo-laicista, y muy simpática.
La acracia, dicen las máximas autoridades y los más grandes pensadores de las democracias más antiguas de la Tierra, que es una conjura de los necios del poder contra el sentido moral de la democracia: ¡Avisados estamos del porvenir que nos espera!