Eufemismos: Cosmética verbal

Autor: Padre Eduardo Barrios, S.J.

 

 

            Lo que la cirugía plástica y el maquillaje logran sobre el rostro de las damas (y de ciertos caballeros), los eufemismos lo hacen en la comunicación oral y escrita: Embellecer la dura realidad.

          Siempre ha habido tendencia a dorar la píldora al hablar y escribir, pero en nuestros tiempos el hábito de no llamar las cosas por su nombre ha alcanzado elevadas cotas de artificio.

          Sin pretensiones de ser exhaustivos, pasemos revista a los eufemismos más comunes del momento.

          Algunos son muy dolorosos, pues disfrazan la inaceptable violencia. A las guerras le dicen “conflictos armados”. A los soldados destrozados y convertidos en cadáveres, se les designa como “bajas” o “caidos”; en inglés suena a simples fatalidades o casualidades (“fatalities”, “casualties”).

          Si un hambriento se lleva un pollo o unas frutas de patio ajeno, se le acusa de ladrón. Los que se apoderan de bienes en cantidades millonarias, pero visten de cuello y corbata, reciben mejor tratamiento. Se habla de fraudes, desfalcos, desvío de fondos. Si los sorprenden con las manos en la maza, los llamarán “sospechosos”, mientras el juez no falle en su contra.

          Con frecuencia al dictador y tirano que esclaviza a todo un pueblo se le llamará “hombre fuerte” o quizás “autócrata”.

          Con la salud hay que andar con pie de plomo para no herir susceptibilidades. El canceroso no tiene cáncer, sino “algo malo”. Si está desahuciado se le llama “paciente terminal”. Al loco nunca jamás se le podrá llamar así, y los términos psiquiátricos, como neurasténico, paranoico, esquizofrénico, bipolar, maníacodepresivo y otros, tampoco suenan bien. Sólo se admite decir, “padece de los nervios”.

Al que suma muchos calendarios nunca se le llame “viejo”; simplemente pertenece a la tercera edad o edad ascendente o edad dorada. Y si el veterano chochea, de ningún modo se use el término senil o decrépito; para eso está el “mal de Alzheimer”. Si el doliente es un niño incurable, de ninguna manera se le debe colgar el sambenito de anormal, cuando se le puede llamar “excepcional” o “especial”. Y si el chiquillo simplemente es intranquilo o malcriadito, mejor decirle “hiperactivo”.

          También se busca prestigiar los trabajos con palabrejas escogidas, como si hubiese empleos deshonrosos. Los que limpian la ciudad ya no son barrenderos ni basureros, sino que trabajan en el manejo de desperdicios (“waste management”). “Policía” a secas sabe a poco; mejor enriquecerle la profesión como “agente que hace cumplir la ley” (“law enforcement officer”). A quien cocina bien dos o tres platicos hay que llamarlo “chef”, no simple cocinero. La que se defiende con el hilo y la aguja no es costurera, sino “modista”.

          Con la moralidad se extreman los afeites. A los novios que se pasan de raya, no se les mira como fornicadores ni concubinos; simplemente cohabitan, viven juntos o tienen relaciones prematrimoniales. Si al casado lo ven con otra, no se le puede designar a ella con términos como amante o querida, sino su acompañante. El casado ya no comete adulterio; tiene deslices y asunticos (en inglés “affairs”). Si a alguien le nace un hijo fuera del matrimonio, por nada del mundo llamarlo “bastardo”; es un hijo natural.

          Si una mujer embarazada asesina a su bebé nonato, mejor no calificar el crimen con la palabra “aborto”. Suena mejor “interrupción del embarazo”.

          Y así nos pasamos la vida enmascarando o disfrazando la realidad, como engañando a los demás o enganándonos a nosotros mismos.

El autor es un sacerdote jesuita

Ebarriossj@aol.com