La enfermedad: arma de doble filo

Autor: Padre Eduardo Barrios, S.J.

 

 

“Pauci ex infirmitate meliorantur”: “Pocos se

se perfeccionan con la enfermedad” (Kempis I, 23). 

          Quien no muera de infarto al miocardio o víctima de accidente, debe contar con una enfermedad que lo lleve inexorablemente hacia la muerte.

          La opción no es entre enfermarse o no, sino entre crecerse con ocasión de ese trance o disminuirse.

          Según Kempis, pocos se mejoran con la enfermedad. El enfermo sucumbe fácilmente a la auto-compasión. “¡Pobrecito yo! ¿Por qué a mí?”

          Frecuentemente los enfermos hasta cambian de voz, adoptando un tono ñoño que suena a regresión hacia la infancia.

Típico de la inmadurez infantil es la impaciencia. Muchos “pacientes” se impacientan. Nada les acoteja: Que si la almohada está baja; que ahora muy alta. Que si la sopa está fría; ahora demasiado caliente. Y quieren satisfacción inmediata a todos sus deseos.

Abundan los enfermos que sacan de quicio a sus cuidadores. Quizás eso explique, no justifique, tentaciones de eutanasiar a impacientes (!)

Tales enfermos se desinteresan totalmente de los demás para centrarse exclusivamente en sí como centros del Universo. Se hacen exigentes. No se les puede negar nada. Se sienten exonerados de toda abnegación, como diciendo, “ya bastante tengo con lo que padezco”.

Todo enfermo grave se encuentra en la pendiente hacia el peor morbo espiritual, el egoísmo. Algunos entran en crisis de fe, pensando que Dios los ha abandonado. El error consiste en creer que Dios sólo sabe bendecir con salud y bienestar.

Afortunadamente, también existen enfermos que se perfeccionan con ocasión de la gravedad.

San Ignacio de Loyola exigía que médicos y enfermeros tratasen con caridad y competencia a los jesuitas enfermos. Pero también era exigente con éstos últimos: “En las enfermedades procuren sacar fruto espiritual no sólo para sí, sino para la edificación de los demás; no siendo impacientes, ni difíciles de contentar, antes mostrando mucha paciencia y obediencia al médico y enfermero, usando palabras buenas y edificativas, que muestren que se acepta la enfermedad como gracia de la mano del Señor, pues no es menor gracia que la salud” (Const. #272). Impresiona que para él la enfermedad sea gracia de Dios.

Un jesuita, San Claudio de la Colombiere, murió de tuberculosis a los 42 años. Parece que era de naturaleza pasional vehemente. Con la enfermedad le sobrevino gran calma interior, y decía que Dios le había hecho un gran favor al permitir que se enfermase.

Aunque quizás haya enfermos serenos en virtud de un forzado estoicismo, nada ayuda tanto a comportarse con altura como una sólida espiritualidad cristiana.

Con la enfermedad llega el momento de tener presente que Cristo crucificado confirió valor salvífico al sufrimiento humano. Él invita a todo doliente a asociarse a su cruz redentora.

Hay enfermos que en vez de absorberse totalmente en el proceso médico, se preparan también para el probable desenlace.

 Esta clase de enfermo se siente comprendido por Jesucristo, que sintió repugnancia ante la muerte: “¡Padre, aparta de mí este cáliz!” (Mc. 14, 36), aunque añadiendo, “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (ibid).

Al moribundo le llega el momento de decir con Jesús: “Padre, ha llegado la hora” (Jn. 17, 1), la hora del grano de trigo, que “si no muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto” (Jn 12, 24).

Es el momento de buscar aumento de fe en que, “la vida no termina, se trasforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Pref. Difuntos).

 

El autor es un sacerdote jesuita.

Ebarriossj@aol.com