¡Que vivan los niños anormales!
Autor: Padre Eduardo Barrios, S.J.

 

 

 “¿No ha convertido Dios en locura la sabiduría del

mundo?” (1Cor. 1, 20). 

          A pesar de la baja natalidad en los países occidentales, todavía en los EE.UU. hay señoras concibiendo y dando a luz hijos. Con frecuencia las embarazadas se asoman por iglesias en penumbra para arrodillarse y suplicarle a Dios que su bebé nazca sano.

          Hay furor con la salud. A nadie se le oculta que en nuestra sociedad actual Salud y Belleza son como los nuevos nombres de la Divinidad. Por supuesto que las preocupaciones de las futuras madres merecen comprensión, pues es legítimo desear hijos saludables. De hecho la mayoría de los bebés nacen normales. Los anormales son la excepción. De ahí que la palabra “políticamente correcta” para designar a los niños con problemas no sea la palabra “anormales”, sino “excepcionales”.

          Pero a pesar de todas las precauciones pre-natales, hay niños que nacerán retardados mentales, o mongólicos (síndrome de Down), o con deformaciones y discapacidades gravísimas.

          A veces la anormalidad se le descubre al bebé cuando todavía se encuentra en gestación. Una vez hecho ese descubrimiento, no faltará quien aconseje: “Hay que matarlo”.  Por supuesto que usarán una expresión eufemística: “Hay que interrumpir el embarazo”, que significa exactamente lo mismo.

          Entonces, ante esa encrucijada se pondrá de manifiesto si los padres de la criatura tienen el espíritu de Cristo o no.

          En cristiano se valora al ser humano por el mero hecho de ser, no por parecer ni por tener. Así como los pobres y feos tienen igual dignidad que los ricos y bien parecidos, también los indigentes en salud conservan su dignidad de hijos de Dios y son sujetos de inalienables derechos, comenzando por el más fundamental, el derecho a la vida y a la muerte natural.

          Observemos a un matrimonio verdaderamente cristiano con varios hijos, uno de los cuales nació anormal. A esa pareja no se le ve amargada ni deseándole la muerte al desafortunado, sino que se les ve felices y se nota que al discapacitado lo tratan con más cariño que a los hijos sanos, pues lo ven más necesitado de amor.

          No se trata de teorizar, sino de vivir una situación especial. La presencia de un niño subnormal en un hogar se convierte en un evangelio viviente. El niño vulnerable y frágil trae la misión de predicar sin palabras el evangelio de Jesucristo.

          Los hermanos saludables, al ver a su hermano enfermo, valorarán más el don de la propia salud y darán gracias a Dios por ella. También los que se llaman “sanos” descubrirán tener muchas deficiencias, aunque no sean tan visibles como las del hermano baldado, y se harán humildes.

          En ese tipo de hogar se impone una actitud permanente de abnegación y servicialidad, valores muy cristianos, y por ende, muy humanizadores. Al niño inválido hay que ayudarlo en todo. Los sanos de la casa se identificarán con Jesús, que dijo: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mc 10,45).

El niño enfermo no puede corresponder a sus servidores con favores. De ahí que la familia deba vivir el amor al pequeño al estilo divino, dando sin esperar nada a cambio. Dios nos ama y no podemos corresponderle a Él acrecentándole sus atributos divinos; lo único que le podemos dar a Dios son las gracias. Hay minusválidos tan disminuidos que ni siquiera pueden dar las gracias.

Donde hay un niño permanentemente enfermo, sus familiares se contentarán con experimentar el gozo del que habló también Jesús: “Hay más felicidad en dar que en recibir” (Hech 20,35).

Además, ese infante postrado recuerda a todos algo que procuramos olvidar, nuestra mortalidad. Él predica que, antes de morir, todos nos veremos discapacitados, excepto los que perezcan en accidentes fatales o mueran de infarto fulminante. En el niño desvalido se anticipa la decrepitud de la ancianidad extrema. Si a ese menor se le desprecia y se le desea la muerte por inútil, habría que hacer lo mismo con los jubilados achacosos, por considerarlos parásitos del Estado y de la familia.

La sociedad en general y la familia en particular deben sacar fuerzas morales para cargar con los niños-problemas. Si una madre cristiana se encuentra ante el dilema de abortar, porque un galeno le dijo que el bebé viene anormal, que entre en el santuario de su conciencia donde Dios le habla: “Hija mía, déjalo nacer. Yo lo amo, y tú llegarás a quererlo mucho. Confía en mí. Vivirás sacrificada a su servicio, pero yo ensancharé tu capacidad de amar y crearé un paraíso en tu corazón. Recuerda que él tiene vocación a la vida eterna. Acá en el cielo no hay enfermos. Será eternamente feliz y tú también. Tú tendrás la recompensa de los santos, el premio de quienes con mi gracia vencieron el egoismo e hicieron del amor desinteresado su programa de vida”.

El autor es un sacerdote jesuita.

Ebarriossj@aol.com