Pentecostés

Autor: Eduardo Rivas

 

 

Para lograr mi carrera militar, tuve que hacer los 5 duros años de estudio en el Colegio Militar. Como dicen en México, “no había de otra”.  Ingresé a ese instituto, a la edad de 15 años, siendo un adolescente como cualquier otro.  

Durante mi primer año de cadete, el esfuerzo por alcanzar las exigencias de la vida militar se me hizo especialmente duro, porque fue el inicio de todo lo demás. Tuve que aprender a hacer gimnasia de todo tipo, largas caminatas, campamentos, ejercicios de combate, marchas, marchas, marchas, y también… marchas. Además de todo ello, y para hacerlo más pesado, estaba mi hermano Carlos…  

Me explico: Carlos, por entonces tenía 11 años. Le encantaba la vida militar. Minuto que podía, se escapaba al Colegio Militar, hasta que se convirtió en una especie de mascota o ahijado de nuestra compañía. Los oficiales lo adoraban, y él se sentía tan contento, que no era nada raro verlo a la cola de la columna, marchando con más garbo y prestancia que los “verdaderos” cadetes, y cuando teníamos que hacer algún ejercicio particularmente atemorizante, difícil o molestoso, nuestro capitán nos refregaba nuestra inutilidad, y para mostrarnos cómo se deben hacer las cosas, llamaba  a “Chinito” (ese era el apodo cariñoso con que llamábamos a Carlos), y le pedía que él lo haga.  

Huelga decir la felicidad de Carlos, su orgullo, y cómo se pavoneaba frente a nosotros, y también huelga decir cómo me enfurecía todo eso que él hacía por puro placer, mientras a mí me costaba tanto lograrlo a medias, empujándome a esforzarme con más empeño del que hubiera creído tener, para por lo menos no sentirme un inútil frente a mi hermano menor.  

Lógicamente, Chinito fue mi pesadilla todo ese año, y cuando lo veía aparecer en el campo de entrenamiento, ya sabía yo que ese día terminaría totalmente agotado. Me ponía de mal humor, y odiaba verlo aparecer con su gorrita sobre los ojos. Él, por supuesto, feliz y dispuesto a lo que sea… Para mi alivio, mis padres lo mandaron a estudiar al Liceo Militar de Argentina, donde estuvo tres años… lejos de mi batallón.  

Pasados los años, estando yo en el último curso antes de recibirme como oficial del Ejército de mi Patria, “Chinito” ingresó al Colegio Militar como cadete regular. Fue impresionante para mí.  

Quizá uno de los momentos que más marcó mi vida, se dio cuando al retornar de mis vacaciones, lo vi correr hacia mí, con el uniforme de combate, con el pelo recortado casi a cero, con el rostro todo quemado por las horas al sol, y con unos zapatos que estaban escandalosamente desgastados luego de dos meses de instrucción militar. Respondí su saludo con mi mano en la visera, lo llevé a un lugar oculto dentro de un cerco, y allí lo abracé muy fuerte, le di un beso, y le pedí que se cambie los zapatos.  

Lo miré largo rato en silencio, mientras un inmenso orgullo ocupaba todo mi corazón, y mi mente asimilaba la nueva situación con una frase sencilla: “Chinito” ya no juega a ser militar. Ahora ES un militar. Había una diferencia muy grande en el antes y el después.  

También hubo una enorme diferencia entre los apóstoles, antes y después de la noche de Pentecostés, Una cosa fueron los discípulos, acostumbrados sólo a seguir al Maestro, a dejarle las decisiones, a encontrar las respuestas y los significados, y otra cosa fueron los que salieron a predicar haciendo que todos los escucharan, y entendieran el mensaje, cada uno en su lengua nativa. Ya no jugaban a ser discípulos, ya ERAN el cimiento sobre el cual descansaría la Iglesia de Cristo.  

Y fue la presencia del Espíritu Santo, la que los transformó en un instante, la que los confirmó, los convirtió y los promovió a construir la Iglesia , con la misma sencilla y contundente verdad con que Carlos se había hecho militar a mis ojos al ingresar al Colegio Militar.  

La venida del Espíritu Santo sobre ellos, hizo que se convirtieran en los gigantes de la fe que hoy recordamos en los altares. Atrás quedó la incredulidad de Tomás, la falta de educación de Pedro, las peleas de los hijos de Zebedeo… La efusión del Espíritu Santo, transformó a los seguidores “light”, en los pilares sobre los que esa noche ya empezó a organizarse la iglesia de Cristo.  

No podríamos hablar de conversión, sin partir del Espíritu Santo como motor principal, como motivador, orientador y luz que rasga las tinieblas de la duda y la incertidumbre. No podríamos pensar en amar, si no estuviera en nosotros la infusión del Espíritu de Cristo iluminándonos con el amor del Padre.  

De allí sacamos la conclusión de que nuestra esperanza no es convertirnos hacia Cristo, sino convertirnos en Cristo. Transformarnos, cambiar completamente, hasta con Pablo poder decir “No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mi”  

La presencia del Espíritu Santo no es, entonces, la de un mero inspirador, no es la del murmullo lejano que más o menos nos inclina a tomar determinada ruta en el camino de la vida. El Espíritu Santo no es, entonces, solamente el “dador de dones”, sino el don mismo. Es Él, al proceder del Amor del Padre y del Hijo, el que convierte (en sentido literal) no solamente los objetivos o las metas a alcanzar en la vida, sino que la transforma enteramente En Cristo.  

Cuando los Apóstoles recibieron la efusión del Espíritu Santo, nunca más volvieron a ser los mismos. Transformaron su vida totalmente por la nueva luz bajo la cual comenzaron a ver las cosas, y fue impensable para ellos la posibilidad de sacar a Cristo de su corazón. En otras palabras, quedaron transformados ó, ¿podríamos decir más propiamente, convertidos?  

Dios es Amor, y la manifestación visible para el hombre es Jesucristo, que al morir en la cruz en una muerte voluntariamente aceptada por Amor, se hace tangible en la efusión del Espíritu Santo, esencia misma del Amor.  

Expresado de otra manera, Dios Padre, crea al hombre a su imagen y semejanza, y entrega a su creatura el gobierno de la tierra, para que la gobierne en el amor, que es donde radica su semejanza con el Padre. O sea que podemos decir que la capacidad de amar que tenemos los hombres, es donde radica nuestra semejanza con el Padre creador.  

Y decimos que nuestra semejanza es esa, porque únicamente el que ama se dona a si mismo, y al donarse totalmente, va desapareciendo como “Yo”, hasta transformarse en una expresión del Amor del Padre, en un hijo del Padre, semejante a Cristo, quién al habernos legado su Espíritu Santo, nos asemeja a Si mismo, llamándonos amigos en lugar de siervos.  

Entonces, la efusión del Espíritu Santo en la noche de Pentecostés, inicia para el mundo la acción transformadora del hombre. Es ese Espíritu, traspasado en forma ininterrumpida de generación en generación, partiendo de los once hasta llegar a los obispos de nuestros días, el que forma la Iglesia , repartiendo sus dones y sus carismas, llamando sin cesar al corazón de cada bautizado.  

Es el Espíritu Santo el que mueve tu corazón y el mío, el que nos invita a las acciones más elevadas, a las expresiones más dulces del amor, y contra las que el mundo con toda su artillería de cinismo y tecnología de hoy combate.  

El amor no se dice ni se demuestra, únicamente se vive. De ello podemos concluir que así, toma sentido aquello de que “la mejor evangelización es la del testimonio de vida”. La presencia del Espíritu Santo en mi vida, debería manifestarse entonces, en una vida dedicada al amor en todas las facetas que se me presentan en cada instante de mi día. Si llegamos a amar como Cristo, nos resultará sencillo dejar a nuestro Yo junto a la cruz en el Calvario, y resucitar (léase “volver a nacer”), en Cristo, quien deberá vivir en nuestro ser.  

Con estas reflexiones vistas desde el corazón humano sediento de amor, ya no resulta tan trivial ni tan pasajera la necesidad de esperar la noche de Pentecostés, aunque sea en el cenáculo íntimo del propio corazón, y pedirle a Dios con sincero deseo, que nos envíe a su Espíritu Santo para que queme a nuestro viejo Yo en la llama del Amor que el Padre nos expresó con Cristo.  

Pidamos al Padre, que el Espíritu Santo nos otorgue sus dones, pero no en la forma visible e inmediatista de expresiones pasajeras, sino en la tranquila y serena paz que llena el corazón de aquellos que ya se entregaron por amor. Ese y no otro, debería ser nuestro verdadero Pentecostés.