Un regalo de Dios al pueblo de Cuba. Mons. Pedro Meurice Estíu cumple 50 años de servicio pastoral

Autor: Emilio de Armas

 

 

El sábado 25 de junio, a las 10 de la mañana, el pueblo católico de Santiago de Cuba festejó los 50 años de servicio sacerdotal de su Arzobispo, Mons. Pedro Meurice Estíu, con una Eucaristía concelebrada por todos los obispos cubanos en la Catedral de dicha ciudad.

La historia de estos 50 años de servicio personal de Mons. Meurice recorre, en gran medida, la historia de Cuba durante el mismo período: posiblemente, el medio siglo más dramático y convulso en el desarrollo de un país que pocas veces ha conocido la estabilidad. Mons. Meurice ha sido el Arzobispo de Santiago de Cuba desde 1970, y en este prolongado lapso ha sabido merecer el afecto y la admiración no sólo de sus feligreses, sino de los cubanos de la isla y de la diáspora, ejerciendo un magisterio pastoral que lo hace digno heredero de figuras como el P. Félix Varela y el presbítero José Agustín Caballero, cuya ejemplar eticidad cristiana está entre los fundamentos de la nacionalidad cubana.

Este magisterio pastoral de Mons. Meurice Estíu alcanzó uno de sus momentos más altos el 24 de enero de 1998, durante la visita de Su Santidad Juan Pablo II a Cuba. Ese día, en la homilía que pronunció ante el Papa y decenas de miles de cubanos –entre los que se encontraban encumbradas figuras del gobierno–Mons Meurice, dirigiéndose al Santo Padre, dijo:

“Quiero presentarle, Santo Padre, a este pueblo que me ha sido confiado”. Y, casi a renglón seguido, añadió: “Santidad: éste es un pueblo noble y es también un pueblo que sufre. Éste es un pueblo que tiene la riqueza de la alegría y la pobreza material que lo entristece y agobia, casi hasta no dejarlo ver más allá de la inmediata subsistencia. Éste es un pueblo que tiene vocación de universalidad y es hacedor de puentes de vecindad y afecto, pero cada vez está más bloqueado por intereses foráneos y padece una cultura del egoísmo debido a la dura crisis económica y moral que sufrimos”.

Desde la Plaza Antonio Maceo, de Santiago de Cuba, los cubanos de la isla y el mundo pudieron escuchar un discurso radicalmente distinto del oficial, el único que se había oído en Cuba durante casi 40 años: “Nuestro pueblo es respetuoso de la autoridad y le gusta el orden, pero necesita aprender a desmitificar los falsos mesianismos. Éste es un pueblo que ha luchado largos siglos por la justicia social y ahora se encuentra, al final de una de esas etapas, buscando otra vez cómo superar las desigualdades y la falta de participación”.

En un breve párrafo de su homilía, Mons Meurice expresó la contradicción que ha marcado el camino de sucesivas frustraciones recorrido por el país, desde la colonia hasta hoy: “Santo Padre: Cuba es un pueblo que tiene una entrañable vocación a la solidaridad, pero a lo largo de su historia, ha visto desarticulados o encallados los espacios de asociación y participación de la sociedad civil, de modo que le presento el alma de una nación que anhela reconstruir la fraternidad a base de libertad y solidaridad”.

Hablando en nombre de los que no tienen voz, el arzobispo de Santiago prosiguió: “Deseo presentar en esta Eucaristía a todos aquellos cubanos y santiagueros que no encuentran sentido a sus vidas, que no han podido optar y desarrollar un proyecto de vida por causa de un camino de despersonalización que es fruto del paternalismo”.

Y asumiendo un tono de lúcida crítica, fue a lo hondo de la cuestión al añadir: “Le presento, además, a unos cubanos que han confundido la Patria con un partido, la Nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología”.

Para quienes no conocían al arzobispo de Santiago de Cuba, estas palabras fueron una revelación. Para quienes lo conocían, fueron la mejor confirmación de su valentía cívica.

Un año después, al responder a las palabras que el rector de la Universidad Georgetown le dirigió al conferirle el título de Doctor Honoris Causa en Humanidades de dicha institución, Mons. Meurice tuvo la oportunidad de exponer su visión sobre el presente y el futuro de la Iglesia en Cuba, en un discurso académico que constituye una profunda reflexión sobre la historia del país. En esa oportunidad, señaló que el camino de la Iglesia en Cuba ha sido “un camino de cruz y resurrección, de dolor y esperanza”.

“Durante décadas”, explicó, “la Iglesia en Cuba creció hacia adentro, se purificó hasta quedarse en lo esencial, asumió la cruz silenciosa y aprendió a creer en la fuerza de lo pequeño, en la eficacia de la pobreza, en la libertad de vivir despojada de todo poder. Con un solo poder contamos, el de Cristo crucificado y resucitado”.

“Mientras el pueblo sufra alguna injusticia o limitación, por pequeña que sea”, precisó Mons. Meurice con amplio criterio pastoral,” la Iglesia debe hacer de esas necesidades y dolores de su pueblo un punto cardinal del contenido de sus relaciones con el Estado. De lo contrario, la Iglesia solo reclamaría lo que pudiera ser considerado como sus derechos institucionales o concernientes a su vida interna, pero, para los seguidores de Jesucristo, estas demandas nunca pueden estar separadas de los derechos de las gentes”.

Hablando desde lo que podríamos calificar como un acentuado civismo cristiano, el arzobispo de Santiago de Cuba señaló: “Cuando el Estado o las iglesias u otras instituciones intentan invadir, manipular, o restringir el sagrario de la conciencia humana dictándole, desde afuera, un dogma y una moral absolutamente heterónoma e impuesta, no solamente se violan los derechos de la persona humana, sino que se provoca un deterioro ético y cívico que puede llevar a las personas al vacío existencial, a la despersonalización y a todo el tejido social a un proceso de desintegración por corrupción interna”.

Para quienes han alimentado su conciencia de ser cubanos en el discurso de figuras éticamente fundadoras como Varela y Martí, las palabras del Arzobispo Meurice representan la continuidad de ese discurso, y el restablecimiento de un pensamiento que es tan nacional como universal, al señalar el daño y proponer al mismo tiempo –como postulaba Martí–, el remedio: “La renovación es apremiante, porque la ‘pobreza material y moral’ provoca una angustia existencial que conduce por un lado a la emigración imparable y, por otro, a un exilio interior que enajena a muchos […] La situación de Cuba”, indicó Mons. Meurice, “no puede reducirse a un problema económico o de justicia distributiva. Más al fondo del problema se encuentran ‘las limitaciones de las libertades fundamentales’ que, como todos sabemos, son la causa profunda de todo lo demás”.

Ante esta limitación de las libertades fundamentales, prosiguió el arzobispo, sólo queda preguntarse “qué le impide a este pueblo alcanzar mayores grados de desarrollo, sobre todo en aspectos que no tienen una relación directa con ‘las medidas económicas restrictivas venidas de afuera. El colectivismo, estatalmente impuesto”, respondió, “ha provocado una lesión antropológica en buen número de cubanos: se trata de la ‘despersonalización y el desaliento’. Es la razón que nos permite comprender por qué muchos de nosotros hacemos dejación de nuestras libertades y no asumimos el protagonismo de nuestras vidas y de nuestra historia nacional”.

Asumir este “protagonismo de nuestras vidas y de nuestra historia nacional”, tal como el Papa Juan Pablo II les pidió a los cubanos en 1998, es no sólo un derecho, sino un señalado deber, sobre todo para un país que se ha visto progresivamente enajenado de su conciencia cívica.

Entre los expositores y defensores más cabales de esta conciencia, sin duda alguna, se destaca el noble arzobispo santiaguero Mons. Pedro Meurice Estíu, cuyos 50 años de servicio pastoral han sido un regalo de Dios al pueblo de Cuba.

Emilio de Armas es director de la Voz Católica, Periódico de la Arquidiócesis de Miami