El arco que une la tierra con el cielo. En memoria del beato Juan XXIII, il Papa Buono, cuya fiesta se conmemora cada 11 de octubre

Autor: Emilio de Armas

 

 

Viendo a la muchedumbre, Jesucristo subió a un monte y proclamó las Bienaventuranzas, definidas por el Magisterio de la Iglesia como “las actitudes fundamentales de todo cristiano que, mediante la gracia, le hacen digno de ser recibido en el Reino de los Cielos”. San Mateo enumera ocho categorías de bienaventurados: los pobres de espíritu; los mansos; los que lloran; los que tienen hambre y sed de justicia; los misericordiosos; los limpios de corazón; los pacíficos, y los que padecen persecución por causa de la justicia (Mt. 5: 3-10).

Cabe preguntarse: ¿cuántas personas, en el mundo moderno, desean sinceramente asumir estas ocho Bienaventuranzas hasta sus radicales consecuencias?: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mi causa” (Mt. 5: 11). En realidad, hace dos mil años que el mensaje cristiano se opone y se propone valientemente a lo que Jesucristo llamó el mundo, y hoy, como hace dos mil años, el Sermón de la Montaña sigue siendo tan evidentemente verdadero, como dolorosamente desoído –al menos en el contexto de la historia. No es preciso asumir una visión apocalíptica de la postmodernidad para aceptar que, en octubre del año 2004, son muy pocos y muy débiles los signos de que alguna de las ocho Bienaventuranzas presida las “grandes decisiones” que marcan la política y la economía mundiales. ¿Cómo se escucharía hoy, en un foro parlamentario o en una reunión ministerial o ejecutiva, este mensaje: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian”? (Lc. 6: 27-29).

Pues éste es el único Mensaje verdaderamente revolucionario (es decir, radicalmente transformador) que ha escuchado la humanidad. Y ha encontrado eco, siglo tras siglo, en sus espíritus más nobles y valerosos, desde un San Francisco de Asís hasta un monje o un prisionero anónimos en la soledad de sus celdas, reunidos todos en un coro universal de “bienaventurados” que ha trasmitido el mensaje con tonos cada vez más urgentes y proféticos.

De entre estos “bienaventurados”, Angelo Giuseppe Roncalli llegó al trono de San Pedro como si acabara de escuchar el Sermón de la Montaña. Vivo lo traía en su alma: no lectura, sino Palabra original, la del Principio, la que estaba con Dios. Sus breves e intensos años como Juan XXIII (1958-1963) son un ejemplo de fidelidad práctica y total al Mensaje, vivido y predicado con la humildad de quien ha optado irreversiblemente por el bien: “El deber sacrosanto del humilde Papa”, escribió en su diario en referencia a sí mismo, es “purificar todas sus intenciones, y vivir en conformidad de doctrina y de gracia, de modo que merezca el más excelso honor de asemejarse en perfección a Cristo”. Y añadió en seguida: “A Cristo crucificado y redentor del mundo con el precio de su Sangre, único y verdadero maestro de los siglos y los pueblos”. (Con amor de padre, 435)

La gran obra de su pontificado fue asumir la catolicidad en su sentido literal, es decir, como universalidad. El 2 de febrero de 1962 anunció la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II, que se inició el 11 de octubre de aquel año, y cuyas resonancias han marcado la historia posterior de la Iglesia. “Mientras en Roma se había inaugurado hacía pocos días el Concilio”, recuerda el Papa Juan Pablo II, “el mundo, debido a la crisis de los misiles en Cuba, se encontró al borde de una guerra nuclear. Parecía bloqueado el camino hacia un mundo de paz, de justicia y de libertad”.

El anciano Roncalli, elegido para cubrir un lapso de transición en la milenaria serie de los papas, inició realmente la transición de la Iglesia hacia un nuevo siglo y un nuevo milenio –y ello no tanto porque haya promovido un complejo proceso de cambios que pareció conmover, en su momento, los cimientos tradicionales de la institución eclesiástica, sino porque asumió con valentía profética la continuidad evangélica de la Iglesia, enfrentándose a las potencias de la destrucción con la fuerza de la Palabra viva y desnuda, la misma que se escuchó y aún se escucha en el Sermón de la Montaña.

En su carta encíclica Pacem in Terris, promulgada el 11 de abril de 1963, “Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz”, ha dicho Juan Pablo II, “en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. La verdad, anunció, “será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros”. La justicia “edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás”. El amor “será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu”. Por último, la libertad “alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones”.

Sólo dos meses después de hacer aquel llamado, “Paz en la Tierra”, il Papa Buono –como dio en llamarlo el pueblo romano– murió serenamente, a pesar del intenso dolor físico de su enfermedad.

“La paz es una casa; la casa de todos”, había dicho. “Es el arco que une la tierra con el cielo”. Hoy que ese arco parece roto más allá de toda esperanza, la apelación de Juan XXIII “a todos los hombres de buena voluntad” para construir “la casa de todos” no es el inútil plañido de “los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los pacíficos y los perseguidos”, sino un severo y generoso recordatorio de que sólo ellos “heredarán la Tierra”.

Emilio de Armas es director de la Voz Católica, Periódico de la Arquidiócesis de Miami