Dios nos da su nombre

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

 

 

Cuando nacemos se nos da un nombre como identidad. El apellido nos identifica con una historia de familia, nos enseña nuestras raíces. Por el nombre nos reconocemos y nos llamamos. Ese nombre, a través de la vida, se va llenando con una historia propia. Ya no es sólo una identificación, sino una presencia en la que se han ido integrando las  experiencias de los años y que, a través de varias etapas, han ido transformando un mero nombre en una persona completa: ¡fascinante aventura!
 
Sin embargo, vivimos en el desafiante misterio de nuestra existencia. ¿Por qué y para qué vivimos?... Y tratando de contestarse esas preguntas todas las civilizaciones se han encontrado con el misterio de los dioses: dioses del bien y dioses del mal, dioses de miedo, dioses injustos… Sólo una civilización trajo a la historia un dios desconocido con una visión positiva de la vida. Ese Dios era omnipotente, creador del sol, la luna, las estrellas, elementos misteriosos a los que las otras civilizaciones llamaban dioses. El Dios del pueblo judío era además amigo de los seres humanos a quienes promovía a un puesto de honor en la creación y hasta los hacía sus colaboradores.
 
De ahí en adelante todos los conceptos de los dioses quedaron como obsoletos. Muchas de las otras civilizaciones preveían esta revelación universal que llevaba una nueva dimensión a toda la humanidad. El pueblo judío había descubierto a ese Dios poco a poco en su historia en un proceso de crecimiento en conciencia. Ese Dios, al mismo tiempo, se había estado descubriendo a los judíos y les daba la misión de llevar esa revelación a todos los pueblos del mundo a través del Mesías prometido.
 
Moisés liberó al pueblo judío de la esclavitud de Egipto y lo formó como nación a través del desierto. Es él quien recibe la mayor revelación: Dios se le aparece en una zarza ardiente que no se consumía. Allí le entrega la misión de guiar al pueblo de Israel. En un diálogo sin precedente, Moisés le pide que le diga su nombre para no llamarlo más “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.” Y, por primera vez en la historia, Dios le da su nombre: “Yo soy el que soy”.
 
En el lenguaje bíblico ese “Soy” contiene los dos sentidos del verbo ser y el verbo estar. Por lo tanto, Dios se define también como presencia, el Dios único que está presente. Más todavía, el “soy” de su definición aparece en presente, pasado y futuro: Él ha estado, está y estará siempre presente en el mundo. Esa aserción se repetirá de ahora en adelante a todos los personajes de la Biblia , Antiguo y Nuevo Testamento: “Yo estoy y estaré contigo, con ustedes, todos los días hasta el final de los tiempos…”. ¡Que maravillosa revelación de Dios al decirnos su nombre y al definírsenos como presencia entre nosotros!            
 
Hoy que los seres humanos nos sentimos agobiados con los problemas políticos, económicos y sociales del mundo, necesitamos invocar el nombre de Dios desde nuestra angustiosa soledad. Con una juventud confundida, sin dirección y vacía, “como ovejas sin pastor”, necesitamos seguir anunciando a ese Dios cuyo nombre significa presencia del único amor que llena todos los vacíos.
 
Benedicto XVI, en el capítulo sobre el Padre Nuestro de su libro Jesús de Nazaret, nos invita a invocar el nombre de Dios. Esa invocación es ya la llamada a establecer una relación viva con Él. Aquello que empezó con la zarza ardiendo en el desierto, nos escribe el Santo Padre, se cumple con el leño ardiente de la Cruz. Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros ¡Padre Nuestro que estás en los cielos con nosotros, santificado sea tu nombre!