… y habitó entre nosotros.

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

 

 

Pero, ¿cómo habitó entre nosotros? Los antiguos imaginaban a sus dioses allá en las alturas, inaccesibles y remotos. Los griegos concebían a sus dioses con pasiones y egoísmos humanos. Sin embargo, eran siempre víctimas de los caprichos arbitrarios de esos dioses con defectos demasiado humanos. Otros dioses orientales permanecen tan alto que casi ignoran o niegan todo lo humano. Mahoma, por otra parte, concibe a un Dios único que exige adoración y obediencia, pero que parece impasible ante las necesidades de los humanos.
 
Sólo el pueblo judío aportó a la humanidad la idea de un Dios Viviente, protector y justo, cuyo amor por la humanidad, por cada uno de los seres humanos, requería el amor correspondido. Los profetas de antaño se cansaban de repetir que Dios “necesitaba” el amor de los humanos, con un corazón de carne, y no de piedra.
 
Para demostrarles su amor, Dios puso su tienda entre ellos en el desierto. Les dio una ley para educarlos y hacerlos nación respetándose unos a otros. Pero la mayor prueba la demostró su propio hijo que de manera insólita vino al mundo a enseñarnos a amar. No lo hizo con arbitrariedades ni imposiciones, sino como un simple ser humano. Dios se hizo carne y habitó entre nosotros.
 
Teniendo tantas alternativas, Dios escogió la más propicia, la más simple, para que todos los humanos pudiéramos entenderlo en todos los tiempos. Al nacer humilde y necesitado en un pesebre, dependiente de su madre María y parte de una familia, elevaba la condición humana y daba valor a todo lo humano de nuestras vidas. Desde entonces entendemos la riqueza de vivir, de crecer en familia, aprender, trabajar, ser útiles en la vida. Ese Dios viviente vivió en nuestra propia carne las necesidades, angustias y alegrías, lo rutinario y lo heroico de todo lo humano. No que Dios necesitaba de aquello para conocernos, Él ya lo conocía pues nos había creado. Pero éramos nosotros los que necesitábamos saber que Él conocía verdaderamente nuestro proceso de vida.
 
Las celebraciones de Navidad, aunque disfrazadas tanto por demasiadas luces, regalos y distracciones, nos vuelven a hacer reflexionar en este misterio del amor de Dios.
 
Hoy que podemos repasar nuestra historia y hasta compararla con las diversas creencias que hay en el mundo, no debemos dejar pasar superficialmente esta fiesta. Aprendiendo de tantas culturas que creen en Cristo y que adaptan su fe a sus propias costumbres, debemos reflexionar en la universalidad de este misterio de fe. Todos en el mundo podemos profundizar en este misterio. Más todavía, tenemos que aprender de las creencias orientales, que no aunque no creen en Cristo “teóricamente”, nos podrían enseñar mucho, con su profundo respeto a la interiorización, cómo encontrar a nuestro Dios de amor más profundamente. Podríamos superar ese materialismo y superficialidad en que vivimos. Los cristianos podríamos enseñarle al mundo con humildad, pero con convicción, el misterio de Dios que vino al mundo para salvarnos.
 
Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, en toda la humanidad, para toda la humanidad, y no exclusivamente para un grupo apartado de los demás y sin respeto a otras culturas.
 
Llevemos vivamente ese mensaje de paz con alegría, concordia y amor a todo el mundo en estas Navidades, como Jesús mismo nos enseño ya desde su pesebre.