La noche de Dios

Autor:  H. Francisco Javier Carrión, L.C.,

 

 

Todas las estrellas saben que cuando se consume su luz van a enterrarse en el sol donde descansan para siempre. Por eso todas se esfuerzan por permanecer seguras en la bóveda celeste hasta que les llegue el momento de su consumación. Algunas, sin embargo, pierden el equilibrio y se desvanecen en una estrella fugaz, deshaciéndose en la oscura tierra. 

Pulvus, la menor de las estrellas, estaba inquieta. Una tarde había oído decir a un grupo de estrellas más grandes que Dios iba a bajar a la tierra. Eso no era de extrañar pues ya lo había hecho en otras ocasiones. Al principio Dios bajaba al Edén para hablar con los primeros padres de los hombres. Dios había bajado muchas veces y se había hecho presente en la tierra por medio de sus mensajeros. Pero la conversación que escuchó  aquella tarde fue inquietante. 

Luminaria, una de las estrellas de más edad hablaba con Fulgor una estrella noble y curiosa: 

- Has oído, Fulgor, Dios va a bajar a la tierra.

-¿Y qué?, eso ya lo hacía cuando Adán y Eva estaban en el jardín del Edén.

-Sí, pero esta vez va a bajar para quedarse allí más tiempo, quizás para siempre. Esta vez va a comer el pan de los hombres.

-No querrás decir que...

-Sí, justo eso, se va a hacer uno de ellos. Para tal fin había elegido hacía tiempo a una hermosa doncella, mucho más blanca que tú y que yo. 

Pulvus había oído este diálogo y se quedó pensativa. ¿Dios va a bajar a la tierra y para siempre? Esto era algo que no se podía imaginar. ¿Iba Dios a quedarse sólo en esa tierra oscura? «Dios -se decía-  se hará niño, se hará noche, se hará sueño y se hará frío. Porque todo eso es el hombre. ¿Es que no le gusta el cielo?» La conversación de Luminaria le había dado la respuesta: 

-Dios va a rescatar al hombre de la oscuridad en la que vive. 

Pulvus miraba a su alrededor, miraba a sus hermanas las estrellas. ¡Qué brillos no gritaban para darle gloria a Dios! Y pensaba: «¿A Dios ya no le gusta nuestro brillo?» Luego miraba abajo, a la tierra que estaba oscura y se decía: «¿Qué hará Dios allá? Los hombres no lucen con el brillo que aquí tiene, están tristes, apagados. Allí hace frío. ¿De dónde sacará luz? ¿Quién le dará calor? Muchas preguntas le pasaban por su luciente cabecita. 

Buscó a Miguel.

-Señor Miguel -le dijo- ¿es cierto que Dios se va?

-Dios va a hacer un largo viaje, ciertamente.

-¿Y por cuánto tiempo?

-¿Ves aquel hormiguero de gente? Dios se va a hacer uno de ellos y por lo visto piensa quedarse allí. Pero no te preocupes, Él sabe cómo estar en todas partes. 

La conversación con el arcángel Miguel no le tranquilizó. El problema que encontraba es que Dios iba a estar también allí. Ella seguía pensando en el Dios que se iba a hacer hombre, que iba a pasar frío, que iba a sentir la soledad, que iba a pasar su primera noche a oscuras. 

***

l día que Dios eligió para nacer había un revuelo en toda la comarca celeste. Desde la tierra cualquier observador curiosos podía ver a las estrellas brillar con más fuerza y con menos intermitencia. Algunas se movían con presteza de un lugar a otro dejando tras de sí un reguero de blanca luz. Pulvus miraba todo desde lejos. Vio a Gabriel con un Niño entre los brazos y se arrodilló ante Él aunque no vio la majestad que estaba acostumbrada a ver en Dios, aquel anciano de barbas venerables. Todos los ángeles, las estrellas y las demás criaturas que habitan los cielos adoraron al Dios Niño con una admiración increíble. Lo que veían era inaudito. Gabriel había desaparecido. El Niño en un momento estaría en la tierra y con él el frío, la oscuridad... 

Pulvus amaba a Dios. Y su amor sería capaz de llevarle a una locura. «Yo le daré la poca luz que soy, pero se la daré toda. Para que por lo menos tenga unos segundos de luz en su nueva casa». Quería iluminar su noche, la noche de Dios. 

Pulvus levantó dos puntas de su cuerpo despegándose del cielo. Un temblor recorrió su blanco corazón. Pulvus se desprendió del éter. Sintió un fuego vivo que le devoraba poco a poco. Caía. A su paso la tierra se hacía más grande, el cielo se perdía a lo lejos. Una cola de amor sobrecogió la noche. Pulvus se había desecho. Tres reyes que venían del lejano Oriente la vieron. Un pastor que estaba en vela la observó. Un portal arropado por la noche la acogió en su seno. 

¡Qué poco duró tu fulgor, pero cuánto tu recuerdo!