Magnanimidad, el optimismo posible

Autor: Jaime Nubiola

 


Ser optimista requiere de un ánimo magno, dadivoso, dispuesto a sonreír al otro y compartir lo poco o mucho que tengamos. La vía más rápida y segura para conseguirlo es la confianza en el propio conocimiento y la certeza de que a pesar de ella podemos equivocarnos. Se trata de un equilibrio que nos permitirá enfrentar la vida con la mejor cara posible y los pies en la tierra. 

Cuando en la conversación corriente se dice de una persona que es optimista, suele considerarse esa cualidad como algo temperamental o innato, algo que a uno le pasa de forma del todo independiente de su voluntad personal. Se es optimista de la misma manera que se es rubio o moreno. Se trata de un talante, de una actitud que hace ver la cara positiva de la vida, la botella de vino medio llena.

Muy a menudo esto de ser optimista es considerado por las personas «responsables», sean banqueros, economistas u otras personas «serias», casi como ser un iluso o no tener «los pies en la tierra». A veces dicen incluso, con cierto cinismo, que ellos parecen pesimistas, pero que no lo son, que realmente son optimistas bien informados: saben que la botella está ya medio vacía.

El filósofo y psicólogo norteamericano William James, a principios del siglo pasado, trató de clasificar las diversas posiciones filosóficas a partir de estas opuestas disposiciones psicológicas de las personas. Mientras entre los optimistas se encontraban los racionalistas (los que se guían por principios), los intelectualistas, los idealistas, los teístas y los defensores de la libertad personal, entre los pesimistas estaban los empiristas (los que se guían por hechos), los sensualistas, los materialistas, los ateos y los fatalistas. 

James denominaba al primer grupo filósofos de mente «tierna» (tender-mind) y a los segundos, filósofos de mente «dura» (tough-mind). Pero lo que me interesa destacar es que James concibe su propia posición filosófica, el pragmatismo o mente pragmática, como una tercera vía, una opción intermedia que opera siempre sin extremismos.

Cuando Jorge Luis Borges escribió en 1945 su prólogo a la traducción argentina de Pragmatismo, calificó a James de «escritor admirable», porque había sido capaz de hacer atrayente un modo tan razonable de pensar como era el pragmatismo de las dos primeras décadas de nuestro siglo, con «soluciones medias» e «hipótesis tranquilas».

En estas líneas quiero destacar dos actitudes vitales relacionadas con el optimismo, típicas de la mentalidad pragmatista clásica, que por supuesto nada tienen que ver con el pragmatismo rastrero del interés: se trata del meliorismo y de la magnanimidad.


CONFIAR Y ERRAR

Algazel de Bagdad dejó escrito en el siglo VIII que la raíz del conocimiento es la confianza: radix cognitionis fides. En última instancia, el conocimiento humano —afirmaba el padre de la filosofía catalana, Xavier Llorens, hacia 1860— se apoya en una confianza innata, primitiva, ingénita, de la que uno no debe desposeerse. Esa confianza se asienta en la experiencia real de nuestra razón, en la comprobación de que a menudo nos equivocamos, pero también en la gozosa experiencia de que la mayor parte de las veces acertamos. 

Una vida afirmativa requiere esa confianza en las propias fuerzas, el reconocimiento cierto de la potencia y el valor del propio esfuerzo. Esta actitud consiste en una peculiar articulación de confianza en la fuerza de la razón (meliorismo) y de humildad (falibilismo), que se traduce en un permanente deseo de aprender y, por tanto, de rectificar una y otra vez.

El meliorismo es la actitud vital de quien está convencido de que la acción libre e inteligente del hombre puede mejorar la calidad de la vida de los demás y la propia. No promete el éxito, pero invita a hacer el esfuerzo por progresar en la comprensión y solución de los problemas, que es en realidad lo más atractivo para los seres humanos.

Precisamente, la intuición central del filósofo y educador John Dewey es que las cuestiones éticas y sociales no se han de sustraer a la razón humana para transferirlas a instancias religiosas o a otras autoridades. «La aplicación de la inteligencia a los problemas morales —ha escrito Hilary Putnam— es en sí misma una obligación moral». La razón humana que con tanto éxito se ha aplicado en las más diversas ramas científicas se ha de aplicar también a arrojar luz sobre los problemas morales y sobre la mejor manera de organizar la convivencia social.

De la misma manera que el trabajo cooperativo de los científicos a lo largo de sucesivas generaciones ha logrado un formidable dominio de las fuerzas de la naturaleza, un descubrimiento de sus leyes básicas y un prodigioso desarrollo tecnológico, cabe esperar que la aplicación de la razón humana a las cuestiones éticas y sociales producirá resultados semejantes. A fin de cuentas, nuestras creencias morales y nuestras creencias científicas son «artefactos» creados por los seres humanos para habérnoslas con nuestros problemas y necesidades vitales.

El anverso del meliorismo es el falibilismo, esto es, reconocer que la condición falible es una característica irreductible del conocimiento humano: errare hominum est, equivocarse es propio de seres humanos, pero lo más propio es reconocer las equivocaciones y rectificar. Todo el progreso del conocimiento humano se ha hecho a base de intento, error y rectificación. La búsqueda de certezas incorregibles, característica de la modernidad, la búsqueda de fundamentos inconmovibles para el saber humano, ha de ser sustituida por una aproximación multidisciplinar, multidireccional, que puede parecer más modesta, pero que a la larga será probablemente mucho más eficaz. 

No se trata de renunciar a la verdad, sino —al contrario— de descubrirla, de forjarla con esfuerzo, sometiendo el parecer propio al contraste empírico y a la discusión con los iguales. El conocimiento, la ciencia, es una actividad humana, llevada a cabo por seres humanos, que siempre puede ser corregida, mejorada y aumentada. El conocimiento es valioso porque nos perfecciona, porque nos hace mejores, y si no nos hiciera mejores no valdría en absoluto la pena.


LA MAGNANIMIDAD DEL OPTIMISTA

Me han contado hace poco que la tozudez atribuida en España a los aragoneses es causa de la denominación tradicional de los naturales de Aragón como «maños», pues tal término deriva del «magnos» latino: grandes, magnos. La grandeza de ánimo en que consiste la magnanimidad tiene mucho que ver con la fortaleza, con la tenacidad, con la capacidad de acometer grandes empresas.

La magnanimidad —escribió Millán Puelles— «constituye la cifra máxima de la dignidad de la persona humana». La magnanimidad es forma suprema de libertad, es estar sobre sí, llevar las riendas de sí, en sintonía con el bien común, con los intereses generales. Se trata de una particular forma de fortaleza que se opone a la pusilanimidad, a la timidez y al apocamiento, al miedo a tomar la iniciativa de la propia vida y a pensar por cuenta propia. 

Pertenece a la magnanimidad —señala Tomás de Aquino— la confianza en sí mismo para todas aquellas cosas que uno es capaz de hacer por sí. Por tanto, la magnanimidad excluye siempre cualquier equívoca manifestación de paciencia, resignación o modestia, cuando son formas enmascaradoras de encogimiento de ánimo y de mezquindad.

La magnanimidad es siempre optimista y tiene una singular relación con la imaginación, con la capacidad de concebirse uno a sí mismo con la responsabilidad de aportar algo, si no a la historia de la humanidad, al menos a los que están cerca, y en consecuencia, capaz de organizar su vida en torno a esa tarea.

La magnanimidad no está reñida con el realismo, antes al contrario. Por eso, para su desarrollo se precisa una peculiar mezcla de imaginación y tenacidad que no es fácil de lograr en la proporción acertada. Se trata de la tenacidad de la persona que hace lo que ama y ama lo que hace, persuadida de que su tarea es lo que la humanidad necesita y los que le rodean esperan de él.

El optimismo del magnánimo está sólidamente basado en su experiencia personal y en la de tantas otras personas. El magnánimo no se engaña acerca de las dificultades ni sobre sus flaquezas, pero tiene experiencia de sus capacidades, de su potencia, y de cuantas veces con anterioridad se ha crecido ante los obstáculos y los ha superado felizmente. El magnánimo acierta cuando piensa que ser optimista es ser realista.


APRENDER A SONREÍR

Para el fundador del pragmatismo, C.S. Peirce —y para mí—, la espontaneidad es la esencia de una vida plenamente humana. Aunque parezca contradictorio, la espontaneidad requiere búsqueda, esfuerzo por vivir, pensar y expresarse con autenticidad. Es más cómodo transferir la propia responsabilidad del vivir y el pensar a otros, sean éstos la tradición o la autoridad, sean simplemente las modas o los medios de comunicación que difunden pautas de vida, pensamiento o expresión mayoritarias. Pero nada más opuesto a una vida lograda que transferir a otros las riendas del vivir, del pensar, del expresarse.

Quizá la afirmación más conocida de William James es aquella de que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Resulta muy acertada esta observación y puede ser extendida de una peculiar manera al optimismo a través de la experiencia de la sonrisa: no sonreímos porque somos optimistas, sino que más bien somos optimistas porque sonreímos.

Para llegar a ser optimista hace falta aprender a sonreír siempre, aunque a veces el sonreír cueste mucho. A base de esforzarse por sonreír se recuperan la alegría y la paz, ya que al prestar atención a quienes nos rodean ponemos en su justo lugar aquello que ocasionalmente apesadumbra. El pesimista vive centrado en sí mismo, el optimista volcado hacia los demás: por eso ve la botella medio llena y desea compartirla.


RECUADRO:

Sin confianza no hay optimismo

Confiada es la persona que puede tener por ciertos los valores positivos de otras personas, por lo cual se alegra de la capacidad ajena para resolver problemas y de su buena disposición, pues de ese modo le gustaría que ellas por su parte también le reconociesen a sí misma.

Al contrario que el suspicaz, que ve más fácilmente lo malo que lo bueno, el confiado tiene seguridad y mira con fe los aspectos valiosos de las otras personas, y por lo tanto espera de ellas una conducta favorable hacia él o hacia los demás.

Confiar es tener la certeza de que las promesas serán cumplidas; es adoptar una actitud positiva ante la vida, ante los demás; no es verles como un obstáculo en mi camino, sino como una ocasión para celebrar la fiesta de la vida; es descansar en ti, sin agobiarme en mí, propiciando un nosotros.

La vida es buena. Esta convicción es necesaria para pensar que cabe una posible felicidad, sea cual fuere su intensidad.

Confiar es «abandonarse al amor, dejarse amar y no preocuparse si uno no llega a amar tal como es amado; es aceptar la fragilidad y limitación propia, aquello que no nos gusta sin detenernos en ello, pues detenerse en las propias sombras es abatir la propia confianza»1.