«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»
Primera palabra de Cristo en la Cruz

Autor: Jorge Enrique Mújica 

 

 

¡Qué sencillo y doloroso es explicar la dificultad que existe en perdonar! No perdonar es igual a miles de soldados británicos y estadounidenses asesinados en Iraq; no perdonar es igual a dos aviones precipitados contra dos edificios en Nueva York. No perdonar es igual a unos trenes volados en Madrid, igual a dos millones de muertos y otro tanto de desalojados a punto de perecer de hambre en Darfur. No perdonar es semejante a un conflicto en Tierra Santa que se remonta a los tiempos de David y Goliat. No perdonar es igual a una masacre de niños en Beslám, igual al alzamiento de muchedumbres musulmanas acechando a cristianos inocentes a causa de unas caricaturas... Y sirviendo de colchón de este inmenso funeral, el siniestro y rojizo resplandor de decenas de ciudades destruidas por el odio de la guerra. ¡Que costoso es perdonar!

La necesidad de perdón no es algo nuevo. Ya las tragedias griegas abordan este tema desde sus comienzos; la palabra es tan antigua que nos podemos remontar al latín mismo para conocer su significado: perdonar, nace de la preposición «per», que le da un matiz de intensidad; más «donare», que es igual a dar. Del perdonar, por tanto, nace el exculpar la ofensa, la deuda, el delito. Perdonar es sinónimo de absolver, de eximir, de indultar; perdonar es antónimo, contrario a condenar.

Pero no necesitamos ir a los grandes desastres para probar la falta de perdón. Podemos quedarnos en las injurias de hombre a hombre y probarlo instintivamente. ¿Tienes algún vecino, algún conocido que te haya hecho daño, que te haya faltado al respeto? ¿Aceptarías tú, el ofendido, acercártele como si no hubiese sucedido nada y ayudarle en un momento de especial necesidad? Es difícil, ¿no?

En este momento podríamos decir que Jesucristo perdonó, pero qué diríamos con eso; lo mismo se podría añadir de un elefante que perdonó a un ratón que le pisó, pero coincidiremos en que no es lo mismo el perdón que el ratón le dio al elefante que le pisó después. Somos capaces de juzgar las humillaciones y afrentas de Nuestro Señor comparándolas con las nuestras, pero jamás podremos olvidar que al padecerlas Jesucristo, quedan elevadas al infinito.

Imaginemos que un día vemos al vecino que siempre había pasado por persona honrada, piadosa y caritativa, ser llevado esposado entre una pareja de policías por la calle principal en un día muy concurrido. ¡Qué espectáculo! Cuchicheos, conversaciones que se interrumpen, ojos que se disparan impactados ante la escena, todos estacionados viéndolo pasar. Y el pobre vecino, con la mirada baja, pálido, sintiendo en su faz como trallazos los ojos fijos de sus conocidos y, lejano, algún eco: «Pues, ¿qué habrá hecho?...» Para una persona tenida por honrada, qué vergüenza! ¿No quisiera ese hombre haber sido tragado por la tierra en aquel instante?

Del mismo modo, con un rostro lleno de vergüenza, quemado por las miradas de los curiosos que se agrupaban a su paso, escoltado por los soldados de lanzas, armaduras y garrotes, fue paseado Jesús por la calles de aquella Jerusalén abarrotada de gente por la Pascua. Lo común en estos casos es ver gente corriendo para ganar sitio, chiquillos que van tras el preso, y un silencio fúnebre que se extiende por las calles al paso del reo. Van naciendo, casi por consecuencia, los comentarios obligados; comentarios que nacen de lo que es, para los simplistas, evidente, pues lo que convence a los ojos es lo que están viendo; y lo que les había entrado era que aquel hombre que había resucitado muertos y multiplicaba los panes ahora era presidiario... y lógico, quien tiene tales poderes no se deja llevar preso... por consiguiente, todo lo que aquel hombre había hecho era una farsa, una estafa en grado superlativo.

¿Podemos vislumbrar la vergüenza de un maniatado que pasa entre una pareja de policías en medio de una calle totalmente poblada? Jesucristo era la sensación del día en Palestina; primera página del New York times, del Washington post, del Le Figaro, del Le Monde, del País o La stampa de aquella época. Hacía cinco días que por aquellas mismas calles había pasado arropado por el triunfo entre ovaciones ensordecedoras; pero ahora era un estafador... 

«¡Jesús, no eres digno de alternar con caballeros, tu vida está en un presidio, tu muerte en un patíbulo! ¿Se te podía hundir más?», ¿se le podía hundir más?, ¡preguntémonos! Sí, se le hundió más todavía, porque un estafador será todo lo infame que se quiera, todo lo sin vergüenza que se desee, pero no se le puede negar talento. A un estafador se le odia y el odio es un homenaje de la debilidad a la fuerza, pero a un idiota se le desprecia. ¡Pobre de nuestro Jesús! Tras estafador, ¡idiota! E idiota de esos que hacen reír: Jesús, el gran bufón de Herodes; allí, en medio de la corte de Herodes; allí donde no se respeta nada, ni la sagrada memoria de la madre del pobre hombre...

Y Jesús callaba. Callarse está bien cuando en realidad se es un idiota, eso resulta casi natural; pero guardar silencio cuando se es consciente de lo que sucede, de que a raíz del silencio se contribuye a seguir el infame juego, ¡eso, eso está por encima de las fuerzas humanas!; callarse cuando sería más fácil demostrar lo contrario... Pudo haber desarrollado los teoremas más sublimes del más complicado análisis astronómico y matemático; pudo haber desenmascarado los secretos de cada uno de los presentes y haber revelado los más ocultos inventos que nosotros los hombres a fuerza de talento y de siglos hemos logrado descubrir... ¡El secreto de la cura contra el SIDA que en la mente de aquel «idiota» ya estaba diseñada en total estructura y que seguimos sin vislumbrar hoy! En sus oídos resonaban acordes que nunca imaginó Mozart, Chopin o Beethoven, y en su divina mente recursos literarios que no oteó Cevantes, Shakespeare o Víctor Hugo. Aquel hombre que podía haber hecho lo que quisiese, que llevaba remansada en su cerebro la cultura de todos los tiempos, premio Nóbel de todas las ciencias y artes, ¡un idiota!... Y callaba. ¡Callaba cuando es difícil, cuando era imposible callar!

Y caminó «Como manso cordero llevado al matadero» por las calles de Jerusalén, por las calles abarrotas de curiosos envuelto en un disfraz de sangre... y ese «gusano» era Dios. ¡Dios! ¡El que mide los inmensos mares y pesa el universo entero en la palma de su mano! Sí, ese era Dios, ese al que jaloneaban, azotaban y empujaban era Dios; Dios con vestiduras de risa, en actitud de apocamiento total: la nada. Dios haciendo el esperpento para regocijo de sus enemigos.

Y aquella bofetada no fue una bofetada, fue un bastonazo; un bastonazo dado a sangre fría ante la más egregia asamblea del pueblo judío, dado a un pobre hombre que responde con certeza al que presidía el tribunal, sin protesta ni indignación de nadie. Quien tiene la experiencia de una riña con golpes sabe que los golpes calientan, que los golpes animan al gallo, al león que llevamos dentro. Jesús probó la rudeza de un bastón que le destrozó, que quedó impreso en su cara. ¡Injusticia!, duelen los golpes, sí, pero duele más la injusticia. La injusticia es uno de los agravios que más duelen al hombre. Que a uno le peguen, porque se lo merece, cuesta, pero vale, me lo merecía; pero que a uno le peguen sin mecerlo, es algo muy distinto.

Pero lo duro de la injusticia es lo irremediable. Imaginemos a un hombre que, siendo inocente, es condenado a la silla eléctrica. A sabiendas de su inocencia desgarra su alma en gritos mientras es llevado al cadalso del s. XXI: «¡Soy inocente, lo juro por mi esposa y mis hijos a los que voy a dejar huérfanos!», pero nadie le cree. Y al final una descarga acaba con su vida por una equivocación. ¡Qué momento tan desesperante! Pero qué hace si le dieron la oportunidad de defenderse y no probó su inocencia.

Un día, en un tribunal romano, ante una muchedumbre numerosa se leyó: «Jesús el Nazareno es inocente mas ha de pagar su inocencia con unas tandas de azotes y luego será ajusticiado en el suplicio». «No encuentro en él ninguna culpa», resolvió Pilato. Entonces, ¿por qué le azotan? ¿Para que se enmiende?, pero de qué se va a enmendar. Cinismo, «Ese hombre es inocente pero debe ser ajusticiado...» «Tomadlo vosotros y crucificarlo; yo no encuentro en él ninguna causa.» ¿En qué constitución del mundo se castiga la inocencia con la silla eléctrica? Qué hubiésemos hecho nosotros si estuviésemos en el lugar del divino galileo. Tendríamos las manos atadas pero la lengua libre para regalarle una buena letanía de epítetos vulgares al inicuo juez.

En la antigua Grecia un hombre acusó de traición a la patria, ante el tribunal de toda Atenas, a su enemigo político; y toda la ciudad se despobló para presenciar el mano a mano oratorio entre aquellos dos colosos de la elocuencia de todos los tiempos. Y aquel hombre acusado ante su propia patria, habló; y se pronunció el «Pro Corona»; y fue absuelto. Y cuando hoy día se cita la cumbre de la oratoria humana, ¡ni dudar!, la elección es natural...

Sin embargo, existió un momento en la historia en que aquella pieza cima de la retórica humana fue superada; la situación también era un juicio y la ocasión, de igual modo, solemne. Presentes estaban todos los habitantes de aquella tierra que llegaban a congregarse en números de dos millones en la ciudad Santa; y esos eran los mismos que habían seguido la trayectoria, el duelo a muerte entre Nuestro Señor y sus enemigos. Durante aquel momento estuvieron presentes los ufanos adversarios paseando su victoria ante la multitud expectante. Para Jesús el no defenderse era igual a confesar que sus enemigos tenían razón, que había engañado al pueblo; y el hablar era hundir para siempre en el polvo a sus enemigos con la fuerza de su razón arrolladora. ¡Y no habló! Afortunadamente, para Demóstenes, Esquines y aun para Cicerón, no habló; le costó la vida pero no habló. Si hubiera hablado... 

¡Aquel silencio valió por todos los «Pro coronas» y «pro milones» del mundo. ¿Hay algo más sublime que en estas circunstancias ese silencio? Sí, lo hay: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Jesús oyó lo que eran injurias, ahora ellos escuchan lo que es perdón. «Padre, perdónales...»: ¿qué matiz de mansedumbre, de caridad pudo añadirse a esta oración? 

Hoy las injurias continúan una tras otra contra Nuestro Señor. Hay quienes han declarado que la Iglesia de Cristo ha perdido el norte de una manera bochornosa. Pero millones de jóvenes en torno al Papa caen en esos «bochornos» denunciados por quienes aparecieron ayer en la historia y sólo son capaces de convocar centenares de personas que son las que absolutistamente tienen la razón. Es sectarismo el de algunos con relación a la Iglesia cuyo pensamiento sobre lo que está bien y lo que está mal, tanto en el mundo heterosexual como en el homosexual, está claro y es coherente en una doctrina que supera los veinte siglos de existencia. 

Hoy en que sólo por fastidiar se denueda la verdad, se juega con el lenguaje, se imponen ideologías falaces y reaccionarias inspiradas en el relativismo y se llama matrimonio a la unión homosexual resulta una ridícula incongruencia contra la que será estéril luchar. 

¿Quiénes atienden a los homosexuales y heterosexuales enfermos de sida en los hospitales y centros especializados en la mayor parte del mundo? ¿No son acaso los profesionales contratados, las monjas y religiosos de esa Iglesia denigrada por tantos?; ¿no son las religiosas y sacerdotes católicos? Los que se acarrean contra la Iglesia católica pueden estar seguros de que si un día cayeran enfermos, no lo quiera Dios, no tendrían a su lado a los centenares de «incondicionales», a sus amigos de la progresía, sino a alguna dulce y mínima Teresa de Calcuta de la Iglesia a la que escupen y zarandean. 

Uno de cada cuatro enfermos de sida en el mundo es atendido por la Iglesia: más de nueve millones y medio de personas reciben asistencia sanitaria de alguna congregación religiosa u ONG católica. Existen 38 millones de enfermos en el mundo y es la Iglesia la institución más útil y activa en la lucha contra el VIH. Son los más pobres de los pobres y por eso la Iglesia siempre va estar con ellos. Más del ochenta por ciento de los enfermos terminales mueren amparados por el amor y el servicio desinteresado de miles de almas calladas de corazones generosos, de caracteres fuertes, de consagrados convencidos de su llamado a evidenciar el rostro amante de Dios. Es la dádiva generosa de hombres y mujeres, religiosos y seglares, que un día decidieron inmolarse en la salvación de otras vidas que se abatían en los suburbios paupérrimos de las grandes ciudades y en el olvido aberrante de los países abandonados, en aquellos lugares donde la guerra y la miseria son el pan diario. Hombres y mujeres que, como cualquier ser humano, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida más o menos estable, pero que respondieron sin contestar a su vocación de centinelas de la vida del prójimo.

Es así como Cristo ha prolongado su amor en el servicio desinteresado de miles de almas calladas que alivian la derrota en la lucha de los moribundos con el amor del silencio Más del sesenta por ciento de los desheredados del mundo viven ayudados por el amor del silencio, un silencio al que quieren callar. 

También dicen que detrás de la Iglesia se esconde la inquisición, la tortura, la quema de libros, la aberrante enseñanza moral en materia sexual, democracia y derechos humanos; dicen que Dios mismo es un converso reciente, que antes había estado acomodado, durante siglos, a la esclavitud. Por eso quieren controlar la actividad de culto aunque apoyan a otras confesiones cuya normativa se opone a la ley natural y a los derechos humanos. ¡Qué importa! Quieren desaparecer el rastro religioso cristiano de las instituciones educativas cuando quien suscitó la misma educación fue la Iglesia.

Y hemos llegado al límite de lo aberrante: creen haberse burlado de Él de la mejor manera: emitiendo series donde se nos enseña cómo cocinar un crucifijo, escenificando obras teatrales donde la mofa y el sarcasmo ofenden gratuitamente los sentimientos ajenos, ridiculizando y escarneciéndose con imágenes tan sagradas para el creyente como lo son María, Madre de Dios, y la persona misma del vicario de Cristo, el Papa... Pero Él, como siempre, callado y paciente; «poniendo la otra mejilla» «hasta setenta veces siete».

Cada día la agresión anticristiana perpetrada por la «ingeniosidad» de algunos «eruditos» es más repulsiva y porrácea. Es, como lo definió alguno, infamia, miserable sectarismo antirreligioso, procacidad agresiva, podredumbre intelectual, arcada y miasma, basca y hámago, herrín: atropello. 

¿El mundo? A Europa le han redactado una constitución que desprecia sus orígenes, su alimento espiritual, su razón de ser por haber sido: el cristianismo. De nada sirve el testimonio de los muros antiguos, de los muros románicos, de los amaneceres góticos, de la cruz y las paredes que guardan los misterios de la mística, de las puertas que voluntariamente encierran el horizonte sin límite de los rezos, de las manos y las almas que se mueren por dar la vida a los destruidos.

Europa es un continente que lo definen laico cuando sin el cristianismo ni sería Europa ni sería nada. Se desprecia el cristianismo mandando la historia a la hoguera. Las agujas góticas de Europa, las piedras románicas, las cruces dolorosas que sosiegan los paisajes han sido condenadas. ¡Han hecho renunciar a Europa a ser Europa!

Así, han hecho caminar inconscientemente al mundo hacia el abismo, a la triste condena de sí mismo. Le han hecho renunciar al amor y ha procesado así, otra vez, con alevosía, al Dios del silencio. Lo hace cuando olvida el dolor de los millones de desheredados del planeta que se debaten diariamente entre la vida y la muerte a causa de la falta de alimentos. En ellos Dios llora siempre e implora perdón por las omisiones de tantos. Y agoniza nuevamente cuando se juega con la vida de los hombres a los que redimió. Soporta el flagelo ensordecedor que se abate en su cuerpo bendito cuando se despoja al embrión de su dignidad humana. Revive el dolor de los clavos que taladran sus manos y sus pies cuando a la luz del relativismo se impone totalitariamente a las conciencias modelos errados en materia moral, ética y filosófica. 

Dios llora diariamente por los que en su nombre, enarbolando la bandera de la religión, despojan de la vida a otros seres humanos inocentes. Dios está llorando siempre en cada ser humano que padece la guerra, el terrorismo, la discriminación, la pobreza, la injusticia y el olvido. Dios sufre pero algunas personas saben verlo tomándolo en sus brazos, dándole un pedazo de pan, curándoles las heridas y cantándole para que duerma. Son sus misioneros, sus embajadores de la paz, los pastores que conducen las grandes masas de rebaños que buscan dónde pastar. Son los centinelas cuya misión es el eco en el tiempo de aquel «…Perdónalos porque no saben lo que hacen».

Por eso, a pesar de asistir diariamente a tan grande espectáculo de odio y dolor, podemos declararle a Cristo: «¡Aquí estamos tus amigos, tus hermanos! En nosotros Tú sostienes el amor y lo ofreces. Estamos aquí, no odiamos, sólo queremos amar como tú. Miramos la cruz y seguimos, seguimos en silencio. ¡Qué más da! El mundo no puede morir sofocado pues, en el fondo, sabe que si Dios no existe, la vida no es nada».

Jesús nos ha enseñado a decir «No quiero la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva». Somos hijos de una fe de perdón: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», sorprendente petición. Lo temible es que este desbordamiento de misericordia de su parte, no puede penetrar en nuestros corazones mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. Por eso roguémosle que nos enseñe a perdonar, a ser misericordiosos «Como vuestro Padre es misericordioso», a amar «Como yo os he amado». Imposible tratar de imitar fuera del modelo divino. Y es que el que perdona imita a Dios.

Si nuestro corazón es el de un desesperado preguntémosle a Cristo si todavía le sobra un poco de corazón para perdonarnos. Seguramente nos responderá con comprensión y ternura: «Padre, perdónale porque no saben lo que hace» y remate con un «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. AMEN.»