Antígona y el martirio

Autor: Jorge Enrique Mújica  

«Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios»

(Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea)


Aún se pueden respirar con un deje de añoranza aquellas palabras de la virgen griega: «No he nacido para compartir el odio, sino el amor». ¡Qué bien suenan al oído del cristiano! Se confunden con la sublimidad de aquellas otras de santa Cecilia: «Ninguna mano profana puede tocarme, porque un ángel me protege. Si tú me respetas, él te amará, como me ama a mí», o con el elogio que a santa Inés hizo san Ambrosio: «¿En un cuerpo tan pequeño había lugar para más heridas? Las niñas de su edad no resisten la mirada airada de sus padres, y las hace llorar el piquete de una aguja: pero Inés ofrece todo su cuerpo al golpe de la espada que el verdugo descarga sobre ella».

Antígona acoge en su personalidad aquellos rastros, aquellos vestigios de verdad que precedieron a la llegada del cristianismo. Su disposición al martirio, su sacrificio por unas realidades invisibles, el acatamiento ante el bien que le dictaba su conciencia, el respeto a las leyes atávicas de los dioses olímpicos; Antígona, hija fiel que acompaña al padre hasta el ocaso, no conoció la superioridad, la excelsitud, la alegría del martirio cristiano.

En los “Siete contra Tebas”, Esquilo narra el origen del mito: tras la muerte de Edipo, Eteocles y Polinices deberían turnarse en el trono tebano periódicamente. En un momento, Eteocles decide permanecer indefinidamente. Polinices, ofendido, arma un ejército con la ayuda de una ciudad vecina para retornar a hacer la guerra. Cada uno morirá a manos del otro. Se entroniza entonces a Creonte como rey de Tebas. Su primer dictamen será dejar sin sepultura, y a expensas de los perros y cuervos, el cuerpo de Polinices por haber traicionado la patria.

En “Antígona”, Sófocles nos describe con soltura el modo como la protagonista, la hermana de Eteocles y Polinices, la hija huérfana, decide hacer los ritos correspondientes y enterrar al pariente aunque esto suponga un acto rebelde. Creonte, su tío y suegro –pues estaba comprometida con Hemón– la condena a ser enterrada viva mas ella evitará el suplicio ahorcándose. Hemón, al encontrarla muerta, se atraviesa la espada y Eurídices, su madre, se suicida al tener noticia de esto. Al final Creonte se da cuenta del error al tratar de imponerse a los valores religiosos y familiares.

Antígona, sus actitudes, la aparente serenidad externa con que camina al Hades, son un grito desesperado de un hondo existencialismo que no quiere resignarse: semejante acción, la nobleza de aquel gesto audaz y pío por el hermano, ¿no pueden tener otro coronamiento? Esta reafirmación del propio ser no puede desembocar en el «no ser» irreversible de la muerte. Sin embargo, alrededor de la imagen de pureza y constancia, permanece firme aquella afirmación del obispo de Hipona: «Donde quiera que haya una virgen, allí hay un templo de Dios»; y como tal, aunque no fuese el templo de verdad más acabado, de su fecundidad virginal emana el coraje, la confianza y el arrojo para cantar la aceptación triunfal, para dar su sí no a una mera legalidad externa sino a la coherencia de la religiosidad de la que forma parte. Antígona conmueve a cualquier alma con un mínimo de sensibilidad. Su lamento delicado y desquiciador es el último suspiro de anuencia resignada: «Mirad, jefes tebanos, en qué manos y por qué sufre la última hija de vuestros reyes sólo por haber practicado la piedad».

Si Antígona hubiese conocido el cristianismo el recuerdo de expresiones tan altas bañaría la patrología y un sin fin de escritos eclesiásticos; pero su figura queda restringida a las alabanzas académicas a un Esquilo o a un Sófocles que supieron plasmar una historia mítica con el plus de un excelente manejo psicológico de los personajes. En el ámbito de la fe, sin embargo, Antígona no tuvo los dioses que merecía, unos dioses que premiaran su acto de donación, su fidelidad, su amor, su ser; jamás será venerada como ejemplo, jamás transmigrará la frontera de virgen prudente y heroica, jamás será santa Antígona.