El suicido de un adolescente

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

Eran las ocho de la noche cuando Esteban se dejaba caer del último piso del edificio. Me parece estremecedor haberme enterado de la noticia mientras conversaba con los amigos. Uno de ellos relató el hecho como si de un partido de fútbol se tratara. Esteban vivía en Estados Unidos con su mamá, pero cansada ésta de las travesuras del muchacho lo mandó de regreso a casa de la abuela porque ella simplemente no lo soportaba. ¿Qué habrá pensado la mamá cuando se enteró? Arrancaría de la memoria lo que pudo haber empujado a su hijo a quitarse la vida. Y su padre, ¿dónde estaba? Hace tiempo que abandonó la casa en busca de nuevas aventuras. El chico se sentía solo, solo en la vida. No le hacía falta a nadie. Nunca tuvo un amigo, por eso simplemente se quitó la vida como lo puede hacer un adolescente, con la certeza de que si no hay Dios, todo habría llegado a su fin: ya no estorbaría los planes de mamá, ya no mortificaría a la abuela. Pero con la seguridad de que si Dios existe, forzosamente tenía que ser bueno y quererle. No se preguntó cómo ibas a recibirle, porque a Ti, Dios, no te tenía miedo. Tú no ibas a decirle: ¡Niño, ya no te aguanto! cuando tratara de explicarte toda su soledad.