Impía sed de oro

Autor: Padre José Manuel Otaolaurruchi, L.C.

 

 

Virgilio nos cuenta en la Eneida la suerte del desgraciado Polidoro, aquél troyano que se acercó al rey de Tracia en busca de auxilio y protección de sus riquezas cuando los griegos los estaban devastando. El rey, lejos de ser fiel a la amistad que le profesaba, mutó de inmediato de parecer su corazón y traicionando su conciencia degolló a Polidoro para apoderarse, por la fuerza, de su caudal. ¡A qué no arrastras a los mortales corazones, impía sed del oro! Los mismos crímenes se suceden hoy en día en formas tal vez más cotidianas, como las divisiones y enfrentamientos entre hermanos a la hora de repartirse una herencia; las luchas a muerte entre socios cuando alguno de ellos no mantiene la palabra dada; las triquiñuelas, trampas, presiones y malabarismos para robar al indefenso o al necesitado; el frenesí con el cual consagran algunos sus vidas en acumular riquezas que otros terminarán disfrutando a la hora de su muerte. Cuadros todos ellos llenos de miseria y de avaricia. No es el oro la fuente de la felicidad de los hombres, ni mucho menos. No es malo que el hombre posea riquezas, sino que las riquezas posean el corazón de los hombres. La cuestión viene a ser ¿quién posee a quién?