El Dios de la Revelación

Autor: Padre Juan Carlos Navarro

Sitio Web: www.elescoliasta.org



3. El Dios de Jesús

 

Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo". Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios; Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado, a los hombres", "habla palabras de Dios" y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.

La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6,14; Tit., 2,13).

DV 4

En su revelación definitiva por medio de Jesús, Dios no rompe la estructura fundamental de la historia veterotestamentaria, sino que la lleva a plenitud. El acontecimiento de Jesús está enmarcado por las muchas veces que Dios habló por los profetas (Heb 1,1-2). Jesús manifiesta la verdad de Dios llevando a cabo la obra de la salvación de la humanidad, él no nos da un conocimiento puramente teórico de Dios, Jesús no es únicamente un maestro de teología, no son solo sus enseñanzas, sino la totalidad de su vida, muerte y resurrección lo que da rostro a Dios Padre y lo manifiesta a él como Hijo de Dios en un sentido único. Siguiendo esa misma dinámica, no es sólo la aceptación teórica de Jesús, sino la inclusión en su vida por la recepción del Espíritu, la respuesta adecuada por parte del creyente a la revelación de Dios.

La predicación y la vida de Jesús

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9), y el Padre: "Este es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho para cumplir la voluntad del Padre (cf. Hb 10,5-7), nos "manifestó el amor que nos tiene" (1 Jn 4,9) con los menores rasgos de sus misterios.

CIC 516

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre, este es un primer dato que debemos tener muy en cuenta: El núcleo fundamental de todo lo que Jesús hizo y dijo no es él mismo, sino el anuncio de Dios como Padre y la cercanía de su Reino. Son dos temas íntimamente ligados: Dios es Padre haciendo presente su Reino en el mundo. El Reino es la garantía de la paternidad de Dios y la paternidad de Dios es la fuente del Reino. No es casual que estos sean los temas nucleares de la oración cristiana: el Padre Nuestro. Como en el Antiguo Testamento, para Jesús Dios se revela actuando. La acción principal de Dios es realizar su Reino en el mundo.

Jesús anuncia el Reino de Dios como una realidad inminente. También Juan el Bautista anunció la cercana llegada del Reino de Dios como juicio definitivo sobre la humanidad. Jesús retoma esa idea y le da un contenido nuevo: la llegada del Reino de Dios es sobre todo una buena noticia para los pobres.

Fue a Nazaret, donde se había criado; entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”.

Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles:

-Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.

Lc 4,16-21

Para Jesús, el Reino de Dios es una realidad ya presente en el mundo, que despunta a través de sus obras y de su predicación. Su anuncio es el cumplimiento, a través de su persona, de la esperanza alimentada por Dios en el Antiguo Testamento. Este mensaje, tal y como ocurría en la revelación de Dios a Israel, exige una reorientación de la vida del hombre, una conversión.

Quizá sería más apropiado hablar de Reinado que de Reino de Dios cuando nos referimos a la predicación de Jesús. El Reino de Dios no es una realidad estática, un lugar o un país determinado, sino una realidad dinámica, es Dios mismo que entra en el mundo y actúa en él. Reino de Dios significa que Dios comienza a reinar en la realidad de cada día para hacerla lugar de salvación para los hombres. Es Dios mismo quien está actuando como poder salvador entre los hombres, por eso los milagros son signos del Reino, sacan a la luz la realidad oculta de Dios que se opone a todo aquello que oprime y destruye a la humanidad. Reino es el cumplimiento final de la Promesa que alentó toda la historia de Israel como pueblo de Dios.

Esta entrada del Reino en el mundo se realiza a través de Jesús, él es la inauguración de la plenitud de la obra de Dios en el mundo. Como vemos en el texto de la predicación en la sinagoga de Nazaret, el Reino sucede aquí y ahora, en la persona de Jesús, sus milagros son signos de la presencia de este Reino en el mundo (Mt 11,2-6; Lc 11,20), su predicación es la certificación de esa forma de ser de Dios que se manifiesta en sus actos (Lc 10, 21-24 pp.). Por tanto podemos decir que la vida de Jesús es explícitamente teológica e implícitamente cristológica. Es explícitamente teológica porque el centro de su predicación y su vida no es él mismo, sino Dios Padre y su Reino. Es implícitamente cristológica porque la realidad del Reino de Dios en el mundo es inseparable de la persona de su heraldo: Jesús (cf. CIC 535-560).

El Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo ... para hacer, oh Dios, tu voluntad ... En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14, 31).

CIC 606

Jesús hace de “Padre” el nombre propio de Dios, el que mejor resume lo que Dios es. Esta relación con Dios como Padre es un elemento tan fundamental del mensaje de Jesús que lleva a su denominación como Hijo (de nuevo lo teológico implica lo cristológico: lo que Jesús dice de Dios está en la base de lo que podemos decir de Jesús). En la apelación “Padre”, Jesús recoge lo que de absoluto hay en Dios como origen de la vida y del Reino y lo que hay de amor en ese origen como fundamento último de toda realidad. Reconociendo a Dios Padre como creador, soberano, providente e incomprehensible (Mt 19,26), Jesús se somete a él como a su Dios, en total obediencia, pero al mismo tiempo deja claro que a Dios no se le puede entender más que como el Padre por él predicado. No queda lugar para otra comprensión mayor de Dios porque en él mismo está irrumpiendo en el mundo su Reino definitivo. Son dos formas correlativas de entender la paternidad y la divinidad: Dios es Padre (y si no lo fuera sería un Dios desentendido del mundo) y el Padre es Dios (y si no lo fuera sería un Padre impotente en el mundo). Jesús es el Hijo porque a Dios se le reconoce como Padre en su mensaje de la cercanía del Reino, en su sumisión a su voluntad y en su misión como revelador de su amor.

Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, "¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?" (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26).

CIC 589

Jesús basa su visión de Dios en la fe judía que comparte. Fundamenta sus argumentos sobre Dios en las mismas Escrituras Sagradas que sus adversarios también consideran inspiradas. Su novedad tiene un cariz eminentemente práctico, él invoca la autoridad del Dios de Israel para actuar de forma nueva y sorprendente, recurre a Dios como Padre haciéndole desempeñar una función inaceptable para sus adversarios. Es Dios Padre quien, para Jesús, motiva las curaciones en sábado, la cercanía a los leprosos, el perdón de los pecadores. No es llamar a Dios Padre simplemente la originalidad de Jesús, sino hacerlo en condiciones en las que rompe unas leyes consideradas como divinas. Jesús no enseña una doctrina sobre la paternidad de Dios distinta en sus principios del judaísmo, sino que sitúa esa paternidad de Dios en el contexto de una forma de salvación del hombre inaceptable para sus contemporáneos.

De este modo es la persona misma de Jesús la que se sitúa en primer plano, en su predicación y en sus hechos, y se une indisolublemente a la realización de la Alianza y al cumplimiento de la Promesa de Dios. La existencia misma de Jesús es una provocación que incita a cambiar la forma de relación del hombre con Dios. Todo esto lleva a una crisis final, a una puesta en cuestión de su propia persona por parte de las autoridades, tanto religiosas como políticas, que desembocará en el misterio de su cruz y su resurrección (cf. CIC 571-591).

La cruz y la resurrección

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

CIC 599

Jesús había vinculado el Reino de Dios con su propia persona y su forma de actuar. Esta práctica resultó finalmente inaceptable y llegó el momento de la confrontación definitiva. En los relatos evangélicos de la pasión vemos como el conflicto entre Jesús y las autoridades, tanto religiosas como políticas, llega al límite: o bien, ante el rechazo de las autoridades, Dios intervendrá en favor de Jesús y esto mostrará que tiene razón en su forma de vivir, o bien es un falsario y esto quedará demostrado si Dios no lo defiende.

La muerte en cruz aparece en primer lugar como la suprema desautorización de Jesús: es un falso profeta y un falso mesías, puesto que Dios no lo ha librado de la muerte. Esta desautorización de Jesús conlleva otra aún mas profunda, la de Dios mismo tal como Jesús lo vivió y lo enseñó: si el portador del Reino queda muerto en la cruz, toda esa dinámica de salvación se ha acabado. Dios no es tal y como Jesús lo había presentado.

Este sería el juicio definitivo si todo hubiera acabado con la cruz, pero no acabó ahí. Jesús resucitó y este acontecimiento provoca una revisión radical del sentido de los acontecimientos que llevaron a su muerte. Los cuatro Evangelios nos dan versiones distintas de la pasión y muerte de Jesús. No pretenden ser, ni son, un elenco objetivo y distanciado de datos en torno a un proceso judicial y su desenlace, sino Evangelios, “buenas noticias”. Esto significa que pretender procurarnos el marco adecuado para interpretar estos hechos como noticia salvadora. Los Evangelios son relatos de acontecimientos reales interpretados a partir de otro acontecimiento real, la resurrección, pero este ya sólo accesible a la fe.

Porque son relatos de acontecimientos reales y a ellos se remiten, podemos encontrar una matriz común en los cuatro Evangelios, un esquema básico de los acontecimientos en el que cada evangelista incorporará y resaltará los motivos fundamentales que nos lleven no sólo al reconocimiento de unos hechos, sino a una interpretación de esos hechos desde la fe en la resurrección. La existencia de este esquema común es una prueba de la historicidad de los acontecimientos de la cruz que nos guía para comprender cómo cada evangelista ha querido mostrarnos su sentido.

En los cuatro Evangelios se nos presenta en primer lugar el arresto de Jesús, que no es una pura sorpresa, sino que es anunciado por Jesús, que es consciente de lo que va a ocurrir. En segundo lugar tenemos un doble juicio: religioso ante las autoridades judías y político ante Poncio Pilato. Finalmente se narra la escena de la crucifixión donde resalta la dignidad de Jesús ante el suplicio. Con esto podemos llegar a un resumen básico fundamentalmente aceptable por cualquier historiador, de la pasión y muerte de Jesús: Él sabía que contaba con una oposición radical, especialmente por parte de las autoridades religiosas, por lo que tenía conciencia de que no huir era ponerse en peligro de muerte. Esta situación tenía que conducir tarde o temprano a su detención y juicio, y así ocurrió. Finalmente, a pesar de la tortura y de la crucifixión, Jesús no se echó atrás, sino que mantuvo el testimonio que había dado sentido a su vida.

A partir de este esquema común los autores del Nuevo Testamento dan un paso más: el testimonio de Jesús, que había dado sentido a su vida, es también capaz de dar sentido a su muerte, y un sentido verdadero, puesto de manifiesto por su resurrección. Para esto adoptarán distintas estrategias narrativas.

Marcos y Mateo acuden a la imagen del justo perseguido y mártir para hacer comprender el sentido de los acontecimientos. Jesús entendió su muerte como un don de sí por sus hermanos, es lo que anuncia en la última cena. Es consciente de estar cumpliendo la voluntad de Dios en bien de sus hermanos. Cuando ese cumplimiento llega al extremo en la cruz, muere como un mártir, un testigo de Dios, a quien se dirige en su último grito de desamparo, es la oración final de Jesús, sólo respondida por el silencio. Jesús se ha entregado a la muerte por su confianza en Dios, ante ese acontecimiento la única respuesta que queda es la fe que ejemplarmente expresa el Centurión junto a la cruz.

Marcos resalta la soledad y el sufrimiento de Jesús, que se entrega a la muerte abandonado por todos y sometiendo su voluntad a la del Padre. Jesús lleva al extremo la imagen del justo sufriente (Sl 22) en quien confluyen la historia del sufrimiento humano y la de la salvación. Los relatos de la Pasión y de la Resurrección tienen una estructura paralela, con lo que se muestra que no se puede comprender la muerte sin la resurrección, ni la resurrección sin la muerte. Ambos acontecimientos están marcados por rupturas que deshacen las divisiones entre lo sagrado y lo profano (velo) y entre lo muerto y lo vivo (piedra). Con la resurrección Jesús hace irrupción en la vida de Dios y la vida de Dios hace irrupción en el mundo.

Respecto al relato de Marcos, al que está muy unido, Mateo resalta el sometimiento voluntario de Jesús al Padre. Un tema propio de Mateo es el de la sangre del inocente de la que no quieren hacerse responsables ni Judas, ni el sanedrín (Mt 27,3-10), ni Pilato (Mt 27,24). Estas escenas contrastan con Jesús, dispuesto a derramar su sangre como sangre de la alianza (Mt 26,28), y con el pueblo en general, que la acepta (Mt 27,25). Esta última expresión, aparte de ser una fórmula estereotipada de ratificación de la que no se puede deducir una responsabilidad colectiva de los judíos en la muerte de Jesús (cf. CIC 597-598), recuerda el ritual de la alianza del Sinaí (Ex 24). La sangre de Jesús sella la Alianza definitiva que comienza a manifestar su poder de vida a partir del momento mismo de su muerte, con la que se inicia la resurrección de los santos (Mt 27,52-53)

Lucas insiste en el poder de conversión del acontecimiento: Pedro (Lc 22,61-62), Simón de Cirene (Lc 23,26), el buen ladrón (Lc 23,40-43), la multitud que se lamenta a la muerte de Jesús (Lc 23,48-49), todos son interpelados por lo que ocurre con Jesús esta interpelación los lleva a una conversión efectiva. El grito final ya no sólo es expresión de desamparo, sino una palabra de entrega a Dios (Lc 23,46). Este relato de la pasión y muerte quiere hacernos caer en la cuenta de quiénes son sus destinatarios, Jesús en su muerte no se dirige al vacío sino al corazón de los que la presencian y a Dios Padre a quien se entrega.

Para Pablo la cruz y la resurrección son el corazón del kerigma, de la predicación cristiana. Esto produce el rechazo de judíos y paganos, pero para Pablo este núcleo es tan fundamental que, precisamente motivado por el rechazo, centra aún más su predicación en Cristo crucificado (1Co 1,18-25). La cruz es acontecimiento de salvación, victoria de Jesús sobre las fuerzas del mal. Se hizo maldito para librarnos de la maldición de la ley (Gal 3,13-14). A través de este intercambio la cruz expresa y realiza el perdón de Dios, la reconciliación con Dios y entre los hombres, tanto judíos como gentiles.

Juan cierra el círculo de todo este proceso de reflexión. En su relato la cruz de Jesús es también la manifestación de su gloria. Todo lo que pasa es cumplimiento de las Escrituras. Los cristianos de la comunidad joánica han conseguido encuadrar los acontecimientos del viernes santo en el contexto de la voluntad salvadora de Dios. El trato cruel toma simbólicamente el valor de una entronización (Jn 19, 1-16), incluso del costado de Jesús muerto mana la vida (Jn 19, 34-37). El sentido profundo de la cruz es ahora el que se pone de manifiesto, no es ya una ejecución ignominiosa, sino el cumplimiento de un amor inaudito.

Resumiendo, en los sinópticos Jesús en la cruz es descrito como abandonado, pero ese abandono tiene dos matices bien distintos, como un abandono de Jesús por parte de sus seguidores y de Dios (Mateo y Marcos) o como un abandono de Jesús en Dios (Lucas). Se muestra la idea de una ruptura real tanto entre los hombres y Jesús como entre Jesús y el Padre, pero también hay una superación real de esa ruptura. Esta superación de la distancia entre Jesús y Dios Padre, que ya está apuntada en Marcos, es la idea más resaltada por el Evangelio de Juan, donde la cruz aparece ya en su significado profundo como manifestación de gloria: tanto la gloria de Jesús como Hijo de Dios cuanto la gloria de Dios como Padre de Jesús marcan totalmente este cuarto relato de la Pasión. Para concluir en Pablo encontramos sobre todo una concentración en el sentido y finalidad de todo este acontecer: la salvación. A través de la cruz de Jesús nos llega una nueva vida en él (cf. CIC 599-618).

Todas estas ideas nos conducen a hacer un proceso inverso en la interpretación: La resurrección modifica la comprensión de la cruz al mostrarla como revelación definitiva de la acción salvadora de Dios, y la cruz modifica la comprensión de Jesús al manifestarlo como revelador definitivo de Dios en el mundo.

Si, teniendo en cuenta todo esto, tomamos ahora la cruz y la resurrección como el lugar desde donde podemos conocer la realidad de Dios, podemos decir que, en ellas, Dios se muestra al mismo tiempo como ruptura y como unión. La ruptura en Dios es causa y consecuencia de la radicalización de la Alianza: Dios entrega y pierde su propio ser en el Hijo para darlo al mundo. Jesús, el Hijo perfecto obediente al Padre, revela en la cruz el intercambio eterno en el que el Hijo devuelve todo su ser al Padre que lo engendró, el Padre sostiene ese entregarse de Jesús acogiendo misteriosamente su entrega en el Espíritu Santo. Esta unión siempre renovada por el Espíritu entre el Hijo (y con el de toda la humanidad asumida en su ser humano) y el Padre produce la realización de la Promesa: Dios da su vida en el Espíritu a Jesús y, a través de él a todos los hombres (cf. CIC 648-650).

La reflexión y la vivencia de esta realidad será la motivación y la fuente de toda la teología trinitaria. La base de la afirmación de la Trinidad es la diferenciación que el Hijo hace de sí mismo respecto del Padre y del Espíritu, que culmina en la cruz. La historia de Jesús es el punto de partida para la fundamentación de las distinciones trinitarias. Todo el pensamiento cristiano posterior será un intento de mantener al mismo tiempo la fe en la unidad de Dios y en la realidad de su manifestación en Jesús crucificado y resucitado.

  1. Busca alguna controversia entre Jesús y los judíos en los Evangelios y analiza en qué cosas están de acuerdo Jesús y sus adversarios y en qué cosas no.

  2. Haz un comentario sobre la relación de Jesús con el Padre en el relato de la Pasión de uno de los cuatro Evangelios.

  3. Busca las citas del Antiguo Testamento que aparecen en uno de los relatos de la Pasión (aparecen en las notas de la Biblia) y, a partir del contexto en el que están en el Antiguo Testamento intenta mostrar qué enseñanza intentan transmitir sobre el sentido de la muerte de Jesús.