El Dios de la Revelación

Autor: Padre Juan Carlos Navarro

Sitio Web: www.elescoliasta.org



5. La elaboración de la teología trinitaria - A

 

Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

CIC 250

Son dos los impulsos que recibe la Iglesia de los primeros siglos para conducirla al desarrollo de la teología trinitaria. Por una parte está el movimiento, ya comenzado en el Nuevo Testamento, hacia el interior de la fe, para comprenderla y precisarla con mayor claridad. El otro impulso vendrá de los errores que deforman la fe, que harán necesaria una labor de clarificación de sus contenidos para discernir lo verdadero de lo falso en la comprensión de la revelación. A través de muchas vicisitudes que veremos en sus principales representantes, se va desplegando y clarificando la semilla fundamental que ya estaba en el Nuevo Testamento. No debemos olvidar que toda la doctrina eclesial pretende ser, no una ampliación, sino una profundización y mejor comprensión de lo dado en la Revelación de Dios en Jesús testimoniada en la Sagrada Escritura.

Toda esta ingente tarea de discernimiento tiene como contexto el contacto con el pensamiento filosófico griego, inevitable a partir de la extensión de la Iglesia por todo el Imperio Romano. Los cristianos, para defender su fe tendrán que coordinar la idea de la unidad de Dios, presente tanto en el Antiguo Testamento como en el pensamiento filosófico griego, con el valor definitivo de Jesucristo como revelador de la verdad de Dios Padre y salvador de los hombres por medio de la acción del Espíritu Santo, y tendrán que hacerlo en un lenguaje que, siendo asequible a sus destinatarios, no traicione el origen bíblico de la fe.

Dios y la historia de la salvación: El pensamiento gnóstico, San Ireneo

La primera gran corriente de pensamiento a la que se enfrentará la Iglesia de los primeros siglos es el gnosticismo. Con este nombre designamos a una amplia serie de escuelas de pensamiento que buscan la salvación por medio del conocimiento (gnosis). El pensamiento gnóstico es poco conocido, porque quedan pocos testimonios y porque existen dentro del gnosticismo una gran diversidad de pareceres poco cohesionados, es decir, no hay una doctrina gnóstica común a todos los representantes de estas ideas. Sin embargo, aún a sabiendas de la inexactitud de una generalización así, podemos intentar ver los contenidos que generalmente son aceptados como pertenecientes al pensamiento gnóstico.

Los gnósticos intentan plantear racionalmente el valor de Jesús como revelador, la cuestión del mal del mundo y la posibilidad real del hombre de acceso a Dios en relación con su trascendencia. Estos son los problemas teológicos que se plantean, sus respuestas irán sobre todo por la vía de una salvación por el conocimiento. Jesús, para los gnósticos, es el maestro de la verdad de Dios, lo que le distingue es la novedad de su doctrina. El Dios que él predica, por tanto, es distinto del Dios del Antiguo Testamento, con lo que se establece una separación entre un Dios malo (El del Antiguo Testamento), responsable del mal del mundo desde la creación, y un Dios bueno, predicado por Jesús. En consecuencia el mal del hombre tiene su origen en su propia naturaleza mala, no en su libertad. Por eso el camino de la salvación no pasa por la conversión, imposible por ser la naturaleza humana malvada, sino por el conocimiento que ayudaría a salir de este mundo a través de la doctrina de Cristo.

Frente al gnosticismo, el pensador más representativo de la ortodoxia cristiana es San Ireneo de Lyon (+ca. 202). Su respuesta a la doctrina gnóstica se basa en una profunda comprensión de la obra salvadora de Dios a la que el llama economía (originalmente “oikonomia” significa la administración de una casa, San Ireneo toma el término entendiendo que la casa de Dios es el universo y su economía es la forma en la que Dios administra la salvación, no tiene nada que ver, por tanto, con lo que normalmente entendemos por economía).

Para San Ireneo la economía de la salvación es tanto el plan de Dios sobre el hombre como la actuación de ese plan a lo largo de la historia. Esta economía es unitaria, hay un sólo proyecto de salvación nacido del Dios único, por tanto no se puede separar el Antiguo del Nuevo Testamento. El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, sólo puede encontrar la plenitud de su ser en la realización de ese ser imagen y semejanza de Dios, cosa que sólo Dios puede realizar. Toda la historia está abarcada por el designio salvador de Dios que llega a su culminación en Jesucristo. Lo que se muestra en esa economía de salvación es que el ser mismo de Dios es salvífico, es el contacto con Dios lo que produce en el hombre la inmortalidad, no sólo el conocimiento.

Los Padres de la Iglesia distinguen entre la "Theologia" y la "Oikonomia", designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la "Oikonomia" nos es revelada la "Theologia"; pero inversamente, es la "Theologia", quien esclarece toda la "Oikonomia". Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

CIC 236

Seguramente la gran idea que San Ireneo legó a la posteridad cristiana es que en la economía de la salvación se manifiesta la teología (el ser de Dios en sí mismo). San Ireneo afirma que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En tanto que Padre actúa en el mundo por medio de sus dos manos, el Verbo y el Espíritu, y es el origen y meta de toda la creación (cf. CIC 292). Como Hijo revela al Padre, en la encarnación se produce el encuentro entre Dios y el hombre que diviniza al ser humano, y en ella se manifiesta la realidad profunda de Dios como donación de sí mismo. El Espíritu Santo es la sabiduría del Padre que continúa la obra del Hijo realizando en cada uno la apropiación personal de la economía de la salvación, de este modo vivifica, renueva y da vida a todo.

Encontramos en San Ireneo algunas fórmulas trinitarias que, a pesar de ser todavía un desarrollo balbuciente, merecen ser mencionadas como ejemplos de su pensamiento: “Aquel que ha ungido es el Padre, aquel que ha sido ungido es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu Santo que es la unción”; “El Padre decide y manda, el Hijo ejecuta y modela, el Espíritu alimenta y da crecimiento, y el hombre progresa poco a poco hacia la perfección”.

Tenemos, por tanto, dos ideas fundamentales que conducen a profundizar en la visión trinitaria de Dios: hay una sola economía de salvación y la salvación sólo puede ser Dios mismo. La conjunción de esas dos ideas le lleva a afirmar la manifestación de la teología en la economía que es la fuente de la teología trinitaria de San Ireneo.

Primeras controversias en torno al Hijo: Modalismo, Tertuliano

En la confrontación tanto con los judíos como con los paganos se plantea una fuerte acusación contra los cristianos: adoran a dos dioses, el Padre y Cristo. El modalismo intenta solventar el problema afirmando que Padre, Hijo y Espíritu Santo son el mismo Dios que ha venido en distintos modos. De esta forma se niega la existencia de tres personas en Dios, son tres modos de entrar Dios en relación con el mundo, por lo que no pertenecen al ser mismo de Dios, sino a su manifestación mundana. Una de las formulaciones radicales del modalismo es el patripasianismo, que afirmaba que fue Dios Padre quien nació, sufrió y murió en la cruz, ya que el Hijo es sólo un modo de mostrarse de Dios Padre. El punto de partida filosófico de esta posición es un cierto agnosticismo teológico, es decir, se niega todo valor al lenguaje humano sobre Dios, puesto que Dios está más allá de lo que podemos expresar. Cuando esta idea, que de por sí es cierta, se radicaliza, llegamos a la conclusión de que Dios no puede revelarse a sí mismo en la creación, por lo que toda manifestación de Dios (incluido Jesús) sería un modo en que Dios se muestra, pero no Dios mismo. Lo que tenemos como resultado es una ruptura entre Theología y Oikonomía, entre la auténtica realidad de Dios y su manifestación al mundo.

Frente a estas opiniones es Tertuliano (+ ca. 220) el que responde creando toda una terminología, con lo que aparecen palabras que posteriormente se convertirán en claves para la teología: Trinidad (aunque había sido usado anteriormente por Teófilo de Antioquía es Tertuliano el que lo usa sistemáticamente para calificar la comprensión cristiana de Dios), substancia y persona.

Para Tertuliano la substancia designa el fondo permanente constitutivo de las cosas particulares. La substancia de Dios, constitutiva del ser divino, es espiritual (aunque a veces le da también cierto sentido corporal-material). Por contra la persona es un sujeto parlante con autodominio que subsiste en una substancia. Aplicando esto a Dios Tertuliano afirma que las tres personas divinas subsisten en la misma substancia, pero tienen tareas distintas: al Padre corresponde la creación, al Hijo la encarnación y al Espíritu la santificación. Las personas son los sujetos o titulares de la única naturaleza divina individual.

El propósito de Tertuliano es responder a los problemas que genera la confesión de fe, y para eso tiene que echar mano de un nuevo lenguaje, el idioma abstracto de la filosofía. Esto es una necesidad porque las cuestiones que se plantean vienen desde comprensiones que tienen una fuerte base filosófica. La respuesta de Tertuliano abre nuevos caminos para la posterior evolución de la teología, pero todavía no llega a una visión clara del contenido de la fe, a veces parece como si el autodesarrollo de Dios en varias personas estuviera completamente constituido por la historia de su revelación, de modo que podemos acercarnos a pensar que esas personas no pertenecen al ser mismo de Dios, sino al modo de su acción en el mundo. No hay todavía una maduración suficiente del lenguaje que permita comprender la conjunción de unidad y diversidad en Dios.

Con todo, el avance no es pequeño, se ha planteado la necesidad de articular un lenguaje filosófico para responder a las cuestiones nacidas de la confesión de fe, y se comienza a ver que en ese lenguaje será necesario distinguir, sin separar, la unidad de Dios y la Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La clarificación del ser divino del Hijo: Arrio, el concilio de Nicea

Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: "substancia", "persona" o "hipóstasis", "relación", etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, "infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana" (Pablo VI, SPF 2).

CIC 251

Arrio (256-336), sacerdote de Constantinopla, tiene una firme convicción en la unidad de Dios, y busca la forma de coordinar esta certeza con lo que la Escritura dice del Verbo. Una característica fundamental de Dios, en la filosofía griega, es la eternidad, pero del Verbo se dice en la Escritura que ha sido engendrado, luego no puede ser eterno, y si no es eterno no puede ser Dios. El Verbo es una criatura, engendrada antes de todos los tiempos, pero no eterna, muy superior al hombre, pero no divina. Dios, por contra, no tiene la paternidad como una característica esencial, Dios era Dios antes de ser Padre. Toda esta comprensión tiene su base en la preeminencia de una cierta visión filosófica de Dios (que postula el ser inengendrado como necesario para ser eterno) sobre la visión bíblica, en la que cualquier reflexión racional sobre lo divino es secundaria respecto a su acción salvadora, y lo que en ella muestra Dios de su ser.

Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es "consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre" (DS 150).

CIC 242

Frente a Arrio el concilio de Nicea (325) opta por ir más allá de la terminología bíblica, se trata del primer caso en que la Iglesia toma esta opción de forma oficial y provoca no pocas discusiones. Pero es necesario responder a Arrio desde su mismo campo. El término clave de Nicea respecto a la relación del Hijo con el Padre es omoousios (consustancial, de la misma naturaleza). Las discusiones conciliares dudaron entre tres términos muy parecidos (Omoios = Semejante; Omoiousios = De semejante naturaleza y Omoousios = De la misma naturaleza), se impuso la opinión de la igualdad de naturaleza del Hijo con respecto al Padre, porque cualquier otra significaría desvalorizar la revelación de Dios en Cristo como revelación de Dios mismo. Aunque pueda parecer lo contrario, el propósito de Nicea es precisamente el de evitar una racionalización filosófica del cristianismo, no se trata tanto de definir positivamente cuanto negativamente el campo externo a la fe cristiana: cualquier afirmación de fe tiene que pasar por la aceptación del hecho de que Dios se haya dado a sí mismo en Cristo.

La respuesta arriana a la fórmula de Nicea será el rechazo del término omoousios por considerarlo ajeno a la Escritura. Los arrianos pretenden mantenerse en las formas de expresión de la Escritura, pero las interpretan en el sentido de Arrio, es decir, pretenden negar la introducción de un lenguaje filosófico en la comprensión de Dios, pero hacen una interpretación filosófica del lenguaje de la Escritura que es extraña a su sentido propio.

Este es un debate que pone de manifiesto las dificultades que tiene la comprensión de la revelación de Dios, no se trata de decir las mismas palabras simplemente, sino de transmitir el mismo contenido, y eso, en circunstancias distintas, conlleva el explicar los contenidos de forma nueva. El defensor de esta idea será San Atanasio (295-373). Para él las palabras nuevas lo que intentan hacer es salvaguardar el sentido de la Escritura. Si Cristo tiene que divinizarnos tiene que ser verdadero Dios, y Dios, si el ser Padre le define, tiene que tener un Hijo, porque no podría ser Padre sin el Hijo. La cuestión trinitaria está ligada a la cuestión de la salvación, el problema que se plantea en todas estas discusiones no es una curiosidad teológica sobre Dios, sino la cuestión candente del sentido y valor que tiene la salvación cristiana y hasta qué punto esta salvación es inclusión en la vida misma de Dios (cf. CIC 456-460).

La divinidad del Espíritu Santo: I concilio de Constantinopla

Clarificada la divinidad del Hijo, el tema que queda para completar el círculo de la visión trinitaria de Dios es el lugar que ocupa el Espíritu Santo, cuya divinidad ponen en duda los arrianos y los trópicos.

Los arrianos, como en el caso del Hijo, se basan en una determinada comprensión filosófica de las palabras de la Escritura. El punto de partida son las distintas preposiciones con las que se caracteriza la acción de Padre, del Hijo y del Espíritu en la Biblia: todo procede del Padre por el Hijo en el Espíritu. De aquí deducen las distintas causalidades de cada uno de ellos en la historia: Al Padre corresponde la causalidad principal, al Hijo la causalidad instrumental y al Espíritu la causalidad condicionada por el tiempo y el lugar. Esta diferencia de causalidades se interpreta finalmente como reflejo de una diferencia de naturaleza, por lo que el Espíritu debe ser inferior al Hijo (lo mismo que el Hijo debe ser inferior al Padre)

Los trópicos, por su parte, absolutizan las fórmulas de Nicea: El Hijo posee la divinidad porque es engendrado del Padre, de lo cual concluyen que la única forma de compartir la divinidad de Dios es la relación Padre-Hijo. Puesto que el Espíritu no es engendrado, no puede ser consustancial ni al Padre ni al Hijo.

Frente a esto hay un primer argumento escriturístico en favor de la divinidad del Espíritu. En la Biblia el Espíritu tiene prerrogativas divinas: viene de Dios, llena el universo, es único como Dios Padre y el Señor Jesús, santifica y da vida. También se argumenta que la pertenencia del Espíritu al Hijo es la misma que la del Hijo al Padre: si el Hijo es imagen del Padre y el Espíritu imagen del Hijo, si el Hijo es Hijo del Padre y el Espíritu es Espíritu del Hijo. Finalmente, sin la divinidad del Espíritu sería injustificable la fórmula bautismal “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (cf. CIC 232-233).

Todo esto conduce a la ampliación, en el primer concilio de Constantinopla, del tercer artículo del Símbolo recibido del concilio de Nicea:

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede el Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

Símbolo de Nicea-Constantinopla

La definición de Contantinopla sobre le Espíritu Santo omite el “un solo” para reforzar el valor de “Santo” como atributo, el Espíritu es Santo como sólo Dios es Santo. Se omite el llamar Dios al Espíritu, por no aparecer así en la Escritura, pero se afirma que es Señor, lo cual es ya una afirmación de su divinidad, porque no hay término medio entre el Señorío divino y la creación (cf. también lo visto sobre el uso del título “Señor” en la Biblia). Es dador de vida, porque posee la vida por naturaleza. Procede del Padre, se usa el término proceder para distinguirlo del Hijo, que es engendrado (Respecto a la fórmula actualmente en uso en la liturgia latina, “procede del Padre y del Hijo”, cf. CIC 246-248). Finalmente se afirma que recibe una misma adoración y gloria con el Padre y el Hijo, estableciendo una correspondencia entre la “lex credendi” y la “lex orandi”.

Aunque parece haberse dicho mucho, en realidad todavía se ha dicho poco, sabemos más de lo que no es, que de lo que es el Espíritu Santo, y queda todavía por aclarar la articulación entre unidad y pluralidad en Dios, porque esto todavía sólo se ha afirmado, pero no se ha reflexionado en profundidad.