Las cargas indispensables

Autor: Juan Carlos Navarro

Sitio Web: www.elescoliasta.org

 

(Jn 14, 23-29)

El cumplimiento o no de los preceptos de la ley de Moisés fue un problema trascendental para los primeros cristianos. No consistía únicamente de discernir hasta qué punto los no judíos que abrazaban el cristianismo tenían que asumir el judaísmo para hacerse cristianos y hasta qué punto la ley de Moisés conservaba su poder normativo para los seguidores de Cristo. La cuestión de fondo era mucho más profunda, había que encontrar cuáles son las cargas indispensables para ser cristiano. En este sentido general éste es un problema que siempre seguirá vivo y presente en la vida de la Iglesia, porque lo que se sustancia en esta decisión es la respuesta a un problema básico de la fe: ¿qué tenemos que hacer? ¿cuáles son las obligaciones que nos distinguen y nos atañen propiamente como cristianos?

La decisión de la primitiva Iglesia, a la luz del Espíritu, fue la de no poner más cargas que las indispensables. Podríamos quedarnos con esas normas como ley suprema del cristiano, y nos engañaríamos, porque la intención fundamental de los apóstoles, como hemos dicho, fue en primer lugar no imponer más cargas que las indispensables. En el siglo I, cuando los primeros cristianos corrían el riesgo de escandalizar a los judíos con determinadas actitudes públicas contrarias a la ley de Moisés, resultó indispensable mantener aquellos preceptos de la ley cuyo incumplimiento hubiera dificultado la labor misionera. Aquellos cristianos tenían claro que su ley era el Evangelio y la obediencia a determinados preceptos de la ley judía estaba motivada por la necesidad de no hacer innecesariamente del Evangelio un escándalo para los judíos. Si quisiéramos mantenernos en la pura letra de lo que dice la primera lectura lo que conseguiríamos sería traicionar su mensaje más fundamental: buscar las cargas indispensables. Hay cargas que pueden no ser ya indispensables. Nuestra situación es distinta, pero el problema es siempre el mismo: discernir cuáles son las cargas indispensables para el cristiano en cada momento.

La respuesta a esa cuestión es apremiante, tenemos demasiadas cargas pesadas que llevar, cargas que no provienen de la voluntad de Dios, sino de nosotros mismos o de los que nos rodean. Nos echamos a la espalda incontables obligaciones que no reflejan la voluntad de Dios, sino únicamente nuestro propio deseo de sentirnos mejores: Tengo que ser..., tengo que hacer..., tengo que tener... También tenemos muchas cargas que reflejan el deseo de los demás sobre nuestra vida, y cuantas veces nos topamos con personas que parecen saber perfecta y minuciosamente todo lo que tenemos que hacer, que parecen capaces de decidir nuestra vida en nuestro lugar. Y lo que provoca todo esto es un círculo vicioso, porque cuando nos encontramos cargados por obligaciones impuestas por los demás reaccionamos de la misma manera, y con cuánta facilidad comenzamos a saber y decidir lo que todo el mundo debería hacer, en el fondo huyendo de mirarnos a nosotros mismos, de tanta obligación impuesta por nuestro narcisismo o por la voluntad ajena. Por eso todavía tenemos que plantearnos la misma cuestión que los primeros cristianos ¿cuáles son las cargas indispensables del cristiano?

El camino para encontrar las cargas realmente indispensables no pasa por decidir en favor de una u otra obligación concreta, sino por encontrar la norma para discernir en cada momento lo indispensable para ser cristiano. El criterio nos lo da Jesús en el Evangelio. El primer paso es: “El que me ama guardará mi palabra”. No dice que el que guarde su palabra lo amará, sino al revés. Lo primero es el amor, después viene el guardar su palabra. Sin amor a Jesús la pretensión de obedecer sus mandatos se vuelve una carga absurda e insoportable. Pero no puede haber un auténtico amor a Jesús que no lleve al cumplimiento de sus mandatos, que se niegue a poner el Evangelio como verdadera norma de vida. Olvidar este principio de la vida cristiana es lo que lleva a no pocas incomprensiones por parte de tantos que, ajenos a Jesús, sólo ven en los preceptos cristianos normas absurdas o excesivas. El cristiano no puede vivir como propios únicamente los principios morales que rigen toda vida humana, sino también aquellos que dimanan del amor a Jesús. En la base de toda carga que nos impone el Señor está el amor, amor a él que nos salva y amor a su obra salvadora. Porque en Jesús no hay diferencia entre su ser y su obrar, todo su ser es pura entrega salvadora a la humanidad. Por eso es impensable un amor a Jesús que se quede en lo puramente espiritual sin llevar a formas concretas de amor y entrega al hermano. En todo precepto indispensable para el cristiano debe haber y debemos esforzarnos por encontrar una forma concreta de vivir el amor a Jesús y a los hermanos, porque si no es así hasta lo más nimio se vuelve una carga innecesaria. Esto debería ser una llamada continua a la reflexión, y no sólo para aquellos que intentan discernir las formas concretas de vivir el Evangelio en cada momento, sino también para los que debemos acoger y vivir los preceptos de la comunidad cristiana.

El segundo paso de esta búsqueda es: “la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre”. Guardar la palabra de Jesús conduce al Dios Padre que es origen y meta de todo existir. En el cumplimiento de la palabra de Jesús se trata de responder al capricho de aquel al que amamos, que es lo que podría parecer cuando descubrimos que el ser cristianos nos compromete cada vez más por amor, sino de realizar por amor aquello a lo que desde su origen está destinada la humanidad. El amor efectivo a Jesús y a los hermanos es la realización más plena posible del ser humano. La moral cristiana, aún a sabiendas de que no puede ser entendida más que desde la experiencia del encuentro amoroso con Jesús, no puede concebirse nunca a sí misma como una propuesta marginal para unos pocos privilegiados, sino como llamada misionera a una forma de vida que tiene su destino último en toda la humanidad.

Finalmente Jesús nos dice: “el Espíritu será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. La obra del Espíritu no es sólo recordar lo que dijo Jesús, sino también enseñar. Un mero recuerdo convertiría la enseñanza de Jesús en una pieza de museo, el resto fosilizado de un pasado glorioso, una letra muerta. Por otra parte dejar de lado la letra del Evangelio nos llevaría a reinventarlo a nuestro arbitrio, a hacer de la voluntad de Dios un puro reflejo de la nuestra. Para hacer frente a estos dos peligros el Espíritu también enseña, introduce personalmente en el mensaje de Jesús para que su recuerdo sea vida nuestra y nuestra vida recuerdo suyo.

Ésta es la carga indispensable para el cristiano: amar a Cristo, guardar sus palabras como camino hacia el Padre y hacerlas vida propia por la acción del Espíritu. En suma, ser morada de Dios. Es el objetivo final que vislumbra el libro del Apocalipsis, una ciudad sin templo, porque en ella habita Dios mismo, un cristianismo que haga de cada rincón del mundo morada de Dios. Esta es la tremenda y maravillosa carga que pone el Evangelio a nuestras espaldas, la carga más pesada, porque llevamos el peso de Dios en nuestra vida, pero también la más ligera, porque es el amor mismo de Dios el que la pone sobre nuestros hombros.