El olivo de la paz

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)

Al amparo de la multitud, me aparté del grupo, aproveché que nadie notó mi ausencia y fui a esconderme entre los amplios pliegues del añoso, vetusto y amplio tronco del frondoso olivo. Huerto de los Olivos. Getsemaní.

Rajado por los siglos, y las miradas de los turistas, el viejo olivo guardaba mucha historia. Sentí una necesidad apremiante de ir a preguntarle... 

-¿A preguntarle qué...? -pensé. 
-No lo sé... -me contesté a mí mismo. Yo sólo sabía que él sabía. 
-Es suficiente, -me dije. Y comencé el diálogo con una pregunta trivial: que cuánto tiempo llevaba plantado allí.
-No lo recuerdo, hijo, no lo recuerdo. He perdido la memoria. Soy tan viejo... Miles de años. 
-Entonces, ¿sabrás muchas cosas, habrás visto pasar la historia junto a la sombra de tus ramas? ¿Qué es lo que más te ha impresionado?
-¿La historia...? Sí, toda la historia he visto pasar desde aquí. Las guerras, hijo, las guerras, me han impresionado; y, sobre todo, me han dolido. Me ha dolido la imposible paz de esta tierra que llaman, y es, santa; la paz que yo llamo del “nunca jamás”. Pero lo que más ha marcado mi existencia, ha sido ver llorar a Cristo... Noté que el viejo olivo se estremecía como en un sollozo que recorriera todo su añoso tronco. 
-Cuéntame.
-Cada vez que lo recuerdo, la emoción embarga mi ser. El Maestro venía frecuentemente al huerto. Aquí solía sentarse, a mi vera. Le gustaba la frondosidad de mis ramas, mi sombra protectora. Aquélla, lo recuerdo muy bien, era noche de luna, espléndida. Pero él estaba triste, muy triste. Se arrodilló, y se puso a rezar, como solía. Pero lo vi inquieto. Juntó sus brazos, apoyó su cabeza en ellos y comenzó a sollozar. Era un llanto que conmovía, punzaba, y traspasaba el alma. Lloró amargamente, pero sobre todo rezó; rezó por Jerusalén, y su oración era como el clamor aunado de todos los profetas. A la luz de la luna, la sombra del magnífico templo nacional, extendida por toda la explanada, era como una alfombra que invita a arrodillarse en actitud reverente de adoración. El Maestro rezaba y lloraba también por el templo. Me pareció oír que decía: “Día vendrá en que no quedará piedra sobre piedra...”
-¿Es posible?
-Y tan posible, hijo, tan posible. No muchos años después de la muerte del Maestro, el 66, los judíos tuvieron una rebelión. Los romanos, dueños entonces de medio mundo, no se anduvieron con historias y entraron a saco. Cuatro años más tarde, Tito destruyó completamente Jerusalén; y, lo peor de todo, también el Templo. Ha sido el sacrilegio más grande de la historia; y el que ha provocado más llanto, más divisiones y más guerras.
-¿Más guerras, por qué?
-Los judíos no podían, ni debían, aguantar semejante humillación. Todo lo hubieran soportado, todo, menos quedarse sin el Templo. Y en el año 132 inician una nueva rebelión dirigida por Bar-Kojvá. Ahora es Adriano, emperador de Roma, quien ataca. Y hasta le cambia el nombre a la ciudad santa.
-¿Qué nombre le dio?
-Uno esperpéntico y pagano: Aelia Capitolina.
-¿Pero en el siglo IV las cosas cambiaron, ¿no? ¿No fue cuando se convierte Constantino al cristianismo...?
-No, no cambiaron. Porque, si por una parte, es cierto que vino una etapa de paz, no duró mucho. La dominación bizantina trajo paz, se construyeron iglesias, se extendió el cristianismo... Pero a comienzos del siglo VII son los musulmanes los que entran en acción. Jerusalén pasa a ser para ellos la tercera ciudad en importancia, tras la Meca y Medina. Lo cual, tampoco hubiera tenido mayores consecuencias. Pero es que, el año 1.009, el califa Sakim hizo la barbaridad de destruir el santo Sepulcro, y esto provocó la animosidad entre Oriente y Occidente, que dio lugar a la entrada en acción de los Cruzados.
-¿Cuándo entran los Cruzados en Jerusalén?
-Finalizando el siglo XI, concretamente el año 1.099. Pero no había pasado un siglo de su estancia en Tierra Santa y ya Saladino, el flamante príncipe egipcio, les estaba infligiendo la más absurda derrota.
-¿Por qué absurda?
-Porque prácticamente no hubo lucha. Situados los Cruzados en los Cuernos de Hittín, los musulmanes aprovecharon la brisa que se levanta a mediodía; prendieron fuego a la hierba, los acorralaron formando un cerco, y los Cruzados murieron calcinados dentro de sus armaduras. Sucedía esto el año 1.187.
-Sin embargo, los Cruzados construyeron muchas fortalezas...
-Es verdad, fueron grandes guerreros, y grandes defensores de los Santos Lugares. Y por lo mismo, construyeron enormes y sólidas fortalezas. Pero va te he dicho que ésta es tierra de guerras. Precisamente, el año l.263 el sultán mameluco egipcio, Baibars, les conquista a los Cruzados las formidables fortalezas del litoral. Y cuando en 1.291 el sultán El-Ashraf, conquista y arrasa Acre, la capital de los Cruzados, podemos decir que es también el fin del Reino Latino de Oriente.

El viejo olivo, hizo una pausa; era evidente que le pesaban los años, y un deje de tristeza sacudía sus ramas. Pero le pesaba más la historia. Una historia dolorosa de guerras, modernas y antiguas. Los turistas y peregrinos disparaban sin cesar sus cámaras fotográficas. No deseaba que advirtieran mi presencia, que hubiera supuesto un sacrilegio más a la historia. Mientras los grupos de peregrinos proseguían su marcha, todavía pregunté: 
-Mi viejo y querido olivo, díme, por favor, ¿estabas ya aquí cuando Abraham subió al monte Moriah con su hijo Isaac, para el sacrificio?
-Gracias por la pregunta, que me ha hecho refrescar la memoria. Sí, estaba; y mucho antes. ¿Recuerdas cuando Noé, tras el Diluvio universal, mandó desde el Arca una paloma para ver si las aguas habían bajado? 
-Sí, creo recordar que a la tercera vez, regresó llevando en el pico una ramita de olivo.
-Exacto. Pues ésa, cabalmente, fue la rama que prendió en este lugar y que dio origen a este frondoso, multisecular y, como ves, añoso olivo con el que estás hablando. Y aunque me veas tan viejo, te diré que nunca, nunca, me terminaré. Soy, preciso es decirlo, y preciso que lo sepas, el olivo de la Paz. Yo vi a Josué atravesar el Jordán, trece siglos antes de Cristo, y conquistar la tierra de Canaán. Y contemplé, al poco, la llegada de los filisteos. De mí tomaron el aceite para ungir a Saúl como primer rey de Israel. He contemplado la invasión y ocupación de Samaria por los Asirios. Y el exilio de las diez tribus del norte. Y la destrucción primera de Jerusalén y del Templo por Nabucodonosor. Por aquí pasó Alejandro Magno cuando conquistó Palestina. Asistí con horror a la profanación del Templo por Antíoco IV... Pero mi savia se rejuveneció cuando vi brillar, en aquella noche de paz, al comienzo mismo del Nuevo Testamento, la estrella que guiaba a los Reyes Magos hasta Belén. Por aquí pasaron, ellos eran también gente de paz y de bien. Y me eternicé, como símbolo de paz, y de gozo eterno me estremecí, cuando aquel día José, con la Virgen y el Niño, junto a mí pasaron. Mías eran las ramas con las que aclamaron al Mesías en aquel domingo triunfal. ¡Hosanna, hosanna...!, gritaba a coro el pueblo entero. Yo bailaba de emoción... Mas, también lloré, y sigo llorando, aquella noche del jueves al viernes santo, al ver llorar al Maestro...

Respeté, en profundo silencio, el llanto del Olivo de la Paz, en Getsemaní. Me abracé fuertemente a él, le di un beso y, sin poder reprimir una lágrima, con infinito cariño le arranqué una hoja, la puse junto a mi corazón, y proseguí mi peregrinación.