Noé, desembarque en el olivar

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)

Noé no se cansaba de mirar el encapotado cielo desde una pequeña ventana de la enigmática Arca, donde, junto con su reducida familia, compartía su vida con los afortunados animales que, habiéndose salvado del naufragio universal, formaban el zoológico más grande jamás soñado o imaginado. Tan grande que no hubiera cabido en el libro de los récords. Un Arca, por lo demás, en forma de barco mastodóntico flotando a la deriva. Era todo lo que podía contemplar. Porque, bajo el Arca, no había más que agua; agua y más agua. La tierra no aparecía por ninguna parte. Durante cuarenta días con sus cuarenta noches no había cesado de llover. Pero llevaban dentro ciento cincuenta días. Toda una eternidad para su hastío y paro forzoso. No obstante, en el Arca reinaba una paz tan universal, envidiable y única, difícil de encontrar fuera de la misma.

Sin embargo, Noé comenzaba a impacientarse. Ciento cincuenta son muchos días, pensó. Y sin poder hacer nada, más que dormir, esto pasa de castaño oscuro, siguió pensando. Aburrido como estaba, se había quedado adormilado.

Un golpe a estribor lo hizo sobresaltarse. Corrió a la acostumbrada ventanilla, que suplía al inexistente puente del más grande y metafórico barco de la historia; y él, Noé, el primer navegante náutico. Al golpe, todos los animales perdieron el equilibrio. Tuvieron que afianzar sus pies en el suelo; al hacerlo, un golpe casi al unísono resonó en la madera. Tuvo el efecto de una fuerte ovación para el mejor capitán de la más descomunal embarcación. Noé recobró todos sus reflejos cuando, de pronto y a pleno pulmón, gritó:
—¡Tierra…! ¡Tierra a la vista…!

El alboroto que se formó en el Arca fue indescriptible. Los animales, todos, se pusieron a emitir sus más dispares sonidos guturales mientras buscaban la puerta de salida. También a ellos les pesaba la cautividad del Arca. Pero la ¡Tierra…!, que Noé gritó fue más deseo que realidad. Cierto que el Arca había quedado escorada al hacer fondo sobre la pendiente de un monte, mas el agua seguía siendo aún universal. 

No obstante, Noé comenzó a tomar las providencias para el inminente aterrizaje y desembarque. Echó una ojeada a todo el zoológico. Tuvo que empinarse para ver por encima y más allá de las jirafas. Al fondo y subido a lo más alto del techo vio a un cuervo. Lo llamó.
—Ven acá. Date una vuelta por ahí fuera. Inspecciona a ver si se puede hacer pie firme.

El cuervo salió. Dio, no una, mil vueltas. Imposible. La marea estaba todavía alta. Regresó cabizbajo.
—Habrá que esperar.

Al día siguiente, lo mismo. Y así, un día y otro. Imposible el desembarque. Noé comenzaba a impacientarse. Buscó un animal manso, que le tranquilizara. Lo necesitaba. Una paloma se dio por aludida con sólo ver la mirada del capitán del barco. Posada en el alféizar de la ventanilla, dio dos o tres vueltas sobre sí misma, como saludando a la concurrencia, y partió en vuelo ondulado.

No mucho tiempo después, regresó de vacío para desencanto de Noé. Los animales inquirían con su mirada. 
—El mapa isobárico que envía el satélite Meteosat, hubiera querido decir: la paloma, anuncia buen tiempo. Pero el desbordamiento de los mares y los ríos ha sido tan desproporcionado que aún habrá que aguardar un tiempo más.

Siete días más esperó Noé. Volvió a enviar a la paloma, que pasó a llamarse, de aquí en adelante, Mensajera.

Caía el sol cuando la paloma regresó. En el pico portaba un ramito verde de olivo. El mensaje era claro.
—Capitán, siete días más y podremos desembarcar.

Una cerrada ovación en forma de taconeo de los animales sobre la madera acogió sus palabras.
—Guarda, pues, el ramo de olivo. Tú serás la primera en desembarcar. Lo haremos en son de paz. El olivo será la señal.

Y el olivo pasó a ser, desde entonces, símbolo universal de paz. Ocurría esto “el año seiscientos uno de la vida de Noé, el día primero del primer mes”. Fue el día en que “se secaron las aguas de encima de la tierra”. La paloma salió, Mensajera de paz, y no regresó. 

Noé esperó a abrir la puerta para el desembarque hasta el día veintisiete del segundo mes, tiempo que aprovechó para catequizar a hombres y animales que estaban bajo su responsabilidad. No quería más desórdenes sobre la faz de la tierra. Se imponía la paz.

El diluvio había supuesto borrón y cuenta nueva. Era volver a empezar. En el corazón de hombres y animales, un anhelo: la paz. Y en son de paz ofreció un sacrificio a Dios con todos los animales que se presentaron voluntarios para el holocausto. Y mientras el humo ascendía al cielo, la paloma sobrevolaba el altar del sacrificio con su ramito de olivo verde. La tierra se cubría de olivos. La paz reinaba en los corazones.

Ha pasado el tiempo. Mucho tiempo. Y los hombres recorrieron la tierra y el mar. Y escribieron historias bonitas de amor, como el Cantar de los Cantares. Y sembraron viñas para brindar con el vino nuevo de la amistad.

También se asomaron al balcón del universo. Pero ¡ay!, sustituyeron las palomas por aviones, y los ramos de olivo verde por misiles. ¿Dónde quedó la paz...? Puntos suspensivos... Pregunta sin respuesta.

Mientras tanto, los olivos mecen su fruto en ofrenda humanitaria para los samaritanos que nunca faltan. No todo es guerra, no todo es odio.

“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…”, así comienza Jesús a narrar esta bella historia de humanidad. Lo asaltaron, y quedó como queda todo aquel que es asaltado, en su persona o en su dignidad: maltratado, roto; contemplado por los mil curiosos de siempre, coleccionistas de emociones. 

Hasta que llegó una ambulancia, léase Samaritano, con el aceite de olivo de los primeros auxilios, y su cabalgadura, ambulancia sin sirena, para los casos de urgencia. 

Lo demás, también lo sabemos. Mejor dicho, lo adivinamos: que Samaritano y Herido eran la misma persona, y aunque su nombre no conste, a buen seguro que se llamaba Jesús. Sí, Jesús, el Hombre de Nazareth. Ese día “bajaba” de Jerusalén a Jericó. 

No mucho tiempo después... Lo imaginamos así: hacía calor aquel día. Era domingo; para más señas, un domingo de finales del mes de abril. Una muchedumbre incontable de todas las clases sociales corren hacia la calle por donde sube un hombre. Esta vez el camino es de “subida”. El mismo Hombre. El Hombre de Nazareth. Está entrando en Jerusalén. Y entra en olor de multitudes, bajo un clamor de ramos de olivo que se cimbrean al vaivén de las aclamaciones.
—¡Hosanna! ¡Hosanna…!

Han pasado muchos siglos desde que Noé flotaba en su Arca de salvación, impaciente y perplejo, sobre las aguas del Diluvio, metáfora y realidad. Se salvaron él, su familia, y un zoológico ingente. Fuera del Arca también hubo vida. No todo se destruyó. Testigos los olivos, símbolos de paz. La paz es posible.

Hoy, Domingo de Ramos, único en la Historia. Sobre la maltrecha Jerusalén, los olivos vuelven a mecerse al ritmo de la paz. Testigo el Hombre de Nazareth.
—¡Hosanna! ¡Hosanna…! 

La paz es posible. Sobre el nuevo Diluvio de la Sangre redentora de Jesús, el Hombre de Nazareth, seguirán creciendo los Olivos de la Paz. Sucedió en Jerusalén, y de eso todos somos testigos.