Yo y mi sombra con Adan de fondo

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)


A mi conciencia la llamo, a veces, mi Sombra. Y ella dice que soy su Amo. Normalmente, solemos llevarnos bien. En aquel viaje estuvimos recorriendo la Ciudad Santa de Jerusalén. En el Barrio Cristiano visitamos el Museo arqueológico griego; y los Patriarcados Latino y Griego—ortodoxo. Pero como quiera que lo que más nos interesaba era el Santo Sepulcro, al llegar, nos detuvimos con calma en la impresionante Basílica. Tuvimos tiempo, más que suficiente, para el recorrido de la misma, la reflexión, y la observación, sobre todo, de las gentes que desde sus respectivos credos religiosos allí se convocan. En la pequeña cripta, especie de cueva, o capilla, situada bajo la cruz del Calvario, que ubica el lugar de la Crucifixión, el guía señaló una concavidad. 

—Se cree, —dijo, que aquí estuvo enterrado Adán; en este lugar, por consiguiente, debió reposar su calavera.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó alguien.

Inteligentemente, el guía respondió:

—Desapareció con el terremoto acontecido cuando crucificaron a Jesús, y que el autor del evangelio de Mateo testifica. Miren, aún podemos contemplar la hendidura en la roca partida.

Efectivamente, la hendidura allí está. La calavera, no. Para quien no llegara a comprender la metáfora y su simbolismo, fue suficiente explicación. Sospecho que mi piadosa Sombra, anclada a veces en la devoción de una fe tradicional y pragmática, no andaba para simbolismos ni metáforas porque, discretamente, me preguntó: 

—Mi Amo, ¿de verdad que la calavera de Adán estaba ahí, debajo de la cruz del Redentor?
—Sin duda, mi Sombra, sin duda.

Brevemente, traté de explicarle el valor y significado de las metáforas.

—Gracias, mi Amo, gracias.
—De nada.

Sobre la metáfora universal del Paraíso terrenal situemos a Adán, que es lo mismo que decir tierra en finitud. Tierra. Adán era como un árbol, el mejor sin duda, en medio del jardín de la creación. Un árbol hermoso, inteligente, dotado de libre albedrío; y de frutos jugosos, apetecibles, sin duda. Mas se tornaron dañinos y peligrosos, tras el mal uso que Adán hizo de su inteligencia, de su libertad, y de su voluntad. Sus semillas se volvieron amargas, de muerte. Y, con el tiempo, sucumbió. La libertad lo derribó. Adán murió de libertad.

Pues bien, sobre los despojos de este viejo y dañado árbol, debía levantarse otro: el Árbol de la Vida, el Árbol de la Nueva Humanidad; denso y frondoso; capaz de cobijar bajo sus ramas a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Madera sublime, áspera a veces, donde se enciende la vida y se fabrican las cruces rugosas que el dolor retuerce.

—No me asustes, mi Amo. Además, no entiendo nada. Mejor dicho, lo iba entendiendo todo, hasta cuando has dicho que de la madera de ese Árbol se fabrican las cruces rugosas que el dolor retuerce… No lo entiendo. 
—No te asusto, mi Sombra. Entiende la metáfora. Es muy sencillo. Imagínate ese Árbol en forma de cruz. Pero imagina también que cada uno somos una cruz que los avatares de la vida, y del dolor que a veces conlleva, retuerce.
—Toda cruz duele, y el dolor retuerce.
—Exacto. También la de Cristo. Pero Él, nuevo Adán, nuevo Árbol de Vida en forma de cruz, Cruz de Redención, ha cargado sobre sí las culpas de toda la Humanidad.
—O sea, la cruz de cada uno; todas las cruces.
—Veo que vas entendiendo.
—Pues bien, aunque la cruz, toda cruz, duele, —no olvides que para seguirle hay que “cargar con la cruz y seguirle”—, unidas las nuestras a la suya, se convierten en cruces de vida.
—Cristo es la Vida.
—Y el Camino, y la Verdad. Por eso, mi Sombra, cuando se viene al Santo Sepulcro, no se viene a velar o recordar a un muerto, sino a celebrar la Vida.

Mientras veíamos, entre nubes de incienso, a los popes de la Iglesia Ortodoxa celebrar una hermosa liturgia, mi Sombra y yo nos sentíamos cobijados bajo los brazos de una cruz, inconmensurable, universal. Una cruz abierta como una granada en sazón, ofreciéndonos su más sabroso fruto: el Redentor.

—Mi Amo, el Redentor, el Cristo, está extendiendo sus brazos como ramas que abrazan el universo.

¡Qué día glorioso, de contemplación y éxtasis junto a la tumba vacía! 
Me figuré, ¿o sería realidad?, estar columpiándonos en el Arco Iris intemporal de la nueva Humanidad. 

Adán—Cristo: Pasión, Muerte, Resurrección. 
Adán—Cristo: Pecado, Muerte, Perdón. 
Adán—Cristo: Resurrección, Nueva Vida, Salvación.

En realidad, los extremos de una historia inacabada de Amor juntándose. 

—Adán, Cristo: En el fondo y siempre, la Vida.

Fue un recorrido en el tiempo, desde la Creación a la Glorificación. Vimos a la gente pasar, detenerse, agacharse, entrar, de a pocos, a la tumba vacía. Como un Viernes Santo a la inversa, ir al Calvario sin ir, y luego desaparecer, no sin antes tocar el agua balsámica, en cadencia ritual, para curar las propias heridas que el pecado dejó en los entresijos del alma; o subir hasta los pies de la cruz para besar el lugar horadado por la cruz, tan pesada, que al ser clavada hiende la roca y se clava y afirma sobre la Calavera de Adán, rompiéndola, estallándola, con un grito de muerte alargado en la noche eterna del tiempo. 

—“Y el velo del templo se rasgó de arriba abajo”. 
—“Y el cielo se oscureció”. 
—“Verdaderamente este Hombre es Hijo de Dios”.

Preferimos salir fuera. Sabíamos que el sepulcro, salvo para quien lo entiende, no es el final de una peregrinación; por más que la gente hiciera colas interminables para poder entrar al pequeño enclave de la tumba, mientras de un lado los armenios, de negras túnicas, atronaban los muros-fortaleza de la basílica con sus cantos y rezos; en tanto que, del otro lado, los cristianos terminan de hacer lo mismo.

Con qué fuerza la palabra Vida resonaba en mis oídos… “Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida”. Dejé que su eco reposara en mi mente y en mi corazón. El Maestro debía estar muy cerca. Tan cerca, como aquella mañana del Domingo de Resurrección lo estuvo de María Magdalena.Mi Sombra seguía repitiendo:

—Me apunto a la Vida. 

Le hice una seña.

—Fíjate, fíjate, en esa mujer que pasa con prisa, apesadumbrada, con la cabeza baja y el corazón oprimido, no la pierdas de vista. 
—¿Quién es?
—María Magdalena. 

Es el primer día de la semana. Empieza a amanecer. 

—¿Te has dado cuenta? Venía al sepulcro, ha visto la losa quitada. 

El asombro se ha reflejado en su rostro, espléndido de juventud y belleza. Las lágrimas no empañan la tersura de su rostro joven. La sorpresa ante el sepulcro abierto ha hecho que se vuelva a mirar, preocupada, por el entorno.

—Pobre María Magdalena, mi Amo. 
—Calla, observa. Fíjate bien, allá, en medio del olivar. ¿Ves?
—No veo nada, mi Amo.
—Tú no, ella sí.

María Magdalena está radiante. Ahora sus lágrimas son de alegría, tras un momento de inquietante preocupación, pensando que se trataba del hortelano.

—Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto…
—¡María…!
—¡Maestro mío…!

Hay una explosión de gozo. Huele a jazmín y nardo. Huele a Vida.

—“No me toques, María, que aún no he subido al Padre mío y Padre vuestro”.

El encuentro de María Magdalena con Cristo entre los olivos del Huerto es una postal de eternidad. La fragancia de flores indica que es primavera; y el Huerto un jardín, donde la Vida renace. Cristo ha resucitado.

—Por el Santo Sepulcro se pelearon los hombres y se organizaron las Cruzadas, mi Amo.
—Y por el Santo Sepulcro siguen peleándose, mi Sombra. Lo acabas de ver. Cuánta rivalidad entre las distintas denominaciones religiosas.

Pero ¿quién se pelea por el Resucitado? ¿Quién celebra la Vida? 

—“Noli me tangere”. No me toques, María. 

Es como decirle, espera, no me toques aún; mentalízate primero, que estás frente a la Vida. Y es que la Vida no se toca, se vive. Cristo está radiante. Pensé. ¿Quién puede entrar en la belleza de una flor, o en el cristal irisado del pétalo de una rosa que el rocío matinal, en ella prendido, pneumatiza? Mi Sombra no perdía detalle.

—Mi Amo, Cristo es la rosa en cristal de aurora cicatrizado.

Quise decirle: No te distraigas. Sin embargo, casi con automatismo, le respondí:

—Cristo es la Resurrección y la Vida.

—“¡Maestro mío…!”, —seguía resonando cristalina la voz de María en el Huerto. 

María había subido del lago, desde su aldea de Magdala, tiempo atrás. Había hecho su peregrinación particular por la geografía que recorren los caminos del ansia, del deseo y de la pasión. Su cuerpo, abierto al Amor, había sido arañado por las ansias todas del pecado. Habían, en ella, florecido las flores tristes del deshonor, la desilusión y el desamor. 
Hasta que un día se encontró con su Amado, el mismo que dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. 

—“Tus pecados quedan perdonados”.

Y en esta mañana del domingo de la resurrección, bañada en el agua fresca de la mejor esperanza, y en las lágrimas serenas del más tierno y agradecido Amor, ha corrido al sepulcro. Éste, abierto como un pomo de exquisita esencia, va exhalando la luz inédita del mejor amanecer. Y la aurora de este domingo, limpia y radiante, va trepando, trepando, por el árbol frondoso de la vida, hasta trazar un arco que se une con la prístina aurora, la de la creación, oscurecida por la torpeza de Adán. 

—Es el tiempo nuevo, mi Amo.
—Tiempo con sabor a eternidad, mi Sombra. 

Tiempo ya sin final, que avanza de edad en edad, y camina presuroso, sin pausa, por los siglos de los siglos.

—Amén.

Fue oración mi pensamiento. Y desde mi oración estremecida felicité a María Magdalena. Su encuentro con Cristo hacía posibles todos los demás encuentros, de cada uno de los humanos. Junto a su limpia hermosura me sentí pecador, aunque profundamente confiado. Ella era pura; estaba tocada de resurrección. Mi corazón sintió una gran paz.

—Vámonos, mi Sombra. 

Nos quedaba aún mucho que ver. En el Barrio Armenio visitamos el Museo y la Biblioteca Armenios. Y en el Barrio Musulmán, era de rigor visitar el Litóstrotos.

—¿Qué son estas marcas en el suelo, mi Amo?
—Aquí jugaban a los dados los soldados.
—Para divertirse.
—No, para matar el aburrimiento.
—Con lo que hay que ver, encerrarse aquí…
—Pues sigamos.

Llegamos a las excavaciones de la piscina de Betesda. Los turistas sacaban fotos desde todas las posiciones.

—¿Es aquí donde el agua tenía poderes curativos, mi Amo?
—Yo diría, más bien, que el poder de sanación está en cada persona. Es cuestión de saber sintonizar y armonizar la mente y el corazón con el que de verdad es el Médico del alma y del cuerpo. Cuerpo y alma integran una misma realidad. 
—Explícame.
—Somos hechura del Dios que en Cristo ha dicho: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

El calor apretaba. Nos acercamos, una vez más, a las mezquitas de la Roca y El—Aqsa. Lucía espléndida la explanada que había ocupado el más famoso y añorado templo de los judíos.

—Descálzate, mi Sombra, que también éste es lugar sagrado.

Por este lugar sagrado, mucho antes de que se construyera el magnífico templo, y los que le precedieron, pasó Abraham, nuestro padre en la fe. Hasta aquí subieron los Patriarcas. Y construido el primer templo, aquí elevaron su voz profética aquellos hombres santos, enviados por Dios, los Profetas. Aquí rezaron nuestros antepasados.

—Descálzate, como Moisés ante la zarza en llamas, no sólo porque, de lo contrario, no te dejarán entrar, sino porque éste es un lugar sagrado.
—¿Qué es lugar sagrado, mi Amo?
—Lugar sagrado en primer lugar eres tú. Todo el que se deja invadir por la presencia de Dios es lugar sagrado. 
—De acuerdo. Pero las personas sacralizan determinados lugares.
—No hay lugar en la creación que no sea sagrado.

Mi Sombra encajó en silencio mi sentencia. Mas luego insistió:

—Entonces, mi Amo, ¿por qué la división entre judíos, musulmanes y cristianos? 

Qué tremenda pregunta en el corazón mismo de la ciudad más sagrada, añorada y querida, en la ciudad blanca, Jerusalén, la ciudad de la paz. Me invadió la emoción. Preferí no contestar. Mi Sombra, no obstante, volvió a la carga.

—¿No estamos parados sobre las mismas piedras donde se asentaba el templo judío? ¿No rezan sobre esta explanada los musulmanes? Y ahí, a un lado y abajo, ¿no rezan sobre el Muro de los Lamentos, los judíos?

Todos rezamos, no importa el lugar. A Dios se le adora “en espíritu y en verdad”. Y tal como lo estaba pensando, en mi mente y en mi corazón, se lo transmití a mi Sombra.

—Así es. Todos rezamos, no importa el lugar, ni la raza, ni la religión. ¿No me has visto rezar en la Mezquitas, y en las Iglesias, y en el Muro? 

Entonces, por qué la división. Con qué fuerza, golpeaban estas palabras en mis sentimientos. Eran una espina punzando el corazón. En voz alta, para que mi Sombra no quedara sin respuesta, dije:

—Hoy estamos divididos, pero día vendrá en que estaremos unidos.
—¿Todos, mi Amo? ¿Y rezaremos juntos?
—En lo esencial, todos. ¿No estamos tú y yo, mi Sombra, inseparablemente unidos?
—De no ser así, no podríamos subsistir, mi Amo.
—Ahora lo has dicho. Nos necesitamos todos. Lo que Dios unió no debe separarlo el hombre.

Guardamos silencio. A lo lejos, se oyó una explosión de una bomba.

—¿Dónde ha sido, mi Amo?
—En cualquier parte. La tierra es un Valle de lágrimas, y en cualquier lugar del mundo hay una Raquel que llora a sus hijos.

Pensé que es importante rezar; como es importante llorar. Llora el hombre cuando nace, y en los momentos de dolor. Se puede llorar, y de hecho se llora, de emoción; también de alegría se llora; y, si pudiera, lo haría al morir. Se llora de hambre, de orfandad se llora; y de soledad. Y hasta de risa se llora. Se llora a lo largo y ancho de la vida, mas lo importante es amar. Que “Dios no quiere sacrificios, sino un corazón capaz de amar”.

—De modo que lo más importante es amar, mi Amo.
—Lo más importante es amar. Sin Amor nada tiene sentido. Caminemos.

Cuánta historia esculpida en cada calle, en cada piedra, que contemplábamos.

—Mi Amo, ¿y esas ruinas?
—Son las Sinagogas de Hurva y Maimónides. Datan del siglo XVI. Y esto que vemos, fíjate, es lo que queda del Cardo Máximo bizantino, o eje central de la ciudad.
—¿Entonces? Aquélla debe ser la mezquita Jamí Kabir.
—Efectivamente, mi Sombra. Como sabes, se remonta al siglo XV.

No perdíamos detalle. Si yo me tiraba a un lado, mi Sombra también. Si me volvía, lo mismo hacía ella.

—Si recuerdas el Mosaico que hay en la ciudad de Mádaba, en Jordania, tendrás una idea más cabal y de conjunto de esta ciudad maravillosa y santa.
—Por supuesto que me acuerdo. También recuerdo lo que tantas veces me has dicho, mi Amo; que ésta, tan hermosa y blanca, es la ciudad de la paz. Pero…

La frase, intencionalmente incoada, pero no expresada, quedó flotando en el ambiente. A todos nos duele la imposible, al menos por ahora, paz.

—La paz es otra metáfora universal. Un ideal, una utopía necesaria. Sin utopías no hay vida. No lo olvides, mi Sombra.
—No lo olvidaré: sin utopías no hay paz.
—No. He dicho, no hay vida. Y sin vida, no hay paz.

Se lo dije despacio, recalcando cada palabra. Calló mi Sombra. Yo aproveché para recordar que, igual que nosotros, otros muchos peregrinos habían venido en son de paz. O tal vez, buscando expresamente la paz.

—Pero aquí no hay paz, mi Amo. Ya ves, palestinos e israelíes están a palos. Y esto es a diario.
—Sí hay paz, mi Sombra. Sólo que la paz, cada quien la entiende como quiere. Los niños palestinos tiran piedras a los israelíes porque buscan la paz.
—Pero esos niños, a cambio, reciben balas; sucumben bajo la fuerza del armamento pesado, mi Amo. Esa es la paz que reciben.

La televisión jordana estaba dando las últimas noticias. La escena, por repetida, no perdía patetismo. Cada entierro era una manifestación de impotencia, coraje y rabia no contenida. Todos buscaban la paz. La política producía cada día su ración de muertos. La gente clama por un Estado propio e independiente. Y todos quieren la paz. Por eso, primero aseguran la guerra.

—Mi Amo, ¿te acuerdas de aquel feroz saqueo de la ciudad que hicieron los sasánidas al mando de Cosroes II, contra los cristianos?
—Sí, eso fue el año 614. También era en son de paz.
—¿De paz, mi Amo? Para los cristianos no.
—Pero para ellos sí. Por eso, el emperador Heraclio trató de devolver la paz a los cristianos, ganándola para su causa el año 628. Sólo que diez años más tarde Jerusalén se rendía al califa Omar.
—Es decir, mi Amo, que la guerra no dice relación a la paz, sino a la política. 
—Que no deja de ser un negocio seguro y muy lucrativo.

Qué espléndidas lucían las mezquitas de la Roca que los omeyas construyeron entre los años 685 y 705, y El—Aqsa a continuación. 
A mi Sombra le cegaba tanto resplandor.

—Mi Amo, dicen que en 1.099 entraron los Cruzados.
—Sí, pero en 1.187 Jerusalén volvió a ser tomada por Saladino. Mas dejemos de lado la guerra y la paz. Y sigamos.

Jerusalén se iba separando del Monte de los Olivos por el cinturón que forma el Valle del Cedrón. Salimos por la puerta de San Esteban para descender a Getsemaní. Afuera de la Basílica de la Agonía un grupo de turistas japoneses escuchaban atentamente al guía. Mi Sombra no entendía el japonés pero miraba las sofisticadas cámaras fotográficas. Le dije:

—Este Valle se conoce también como Valle de Josafat. Aquí serán juzgadas todas las naciones, según la Biblia.

Mi Sombra no dijo nada. No sé si su pensamiento andaba aún por donde los japoneses, o por el juicio universal. Ignoró el Valle de Josafat, al menos de momento. Volviendo en sí preguntó:

—¿Y ese monumento?
—Se cree que es la tumba de Absalón, el hijo mayor de David. Con ese nombre se le conoce, al menos desde el tiempo de los Cruzados.
—Es de considerable altura.
—Alcanza los 19 metros. Pero ya ves que, además de éste, hay más monumentos. Todo un complejo funerario. Tumbas horadadas en la montaña, destacando las de Zacarías y Josafat.

Mi Sombra estaba al loro. Como si hablara para sí, dijo:

—Valle de Josafat y tumba de Josafat… ¿O sea, que todos vendremos a parar aquí?
—Es otra metáfora universal. Mi Sombra.
—Ningún lenguaje más universal que la muerte. 
—Te equivocas. Ningún lenguaje más universal que la vida, mi Sombra.

Le noté cierta preocupación ante el tema de la muerte, así que le pregunté:

—¿Acaso tienes miedo?
—No; no me da miedo la muerte. 
—¿Entonces?
—Sí me preocupa la falta de comunicación entre los hombres.
—¿A qué te refieres, mi Sombra?

Mi Sombra hizo un silencio reflexivo. Noté que una lágrima afloraba a sus ojos. Respeté su silencio que junté con el mío. Luego dijo:

—Sangre judía, como nosotros, llevaba el médico polaco Zamenhof. También él intentó que el mundo se comunicara por medio de un lenguaje fácil y universal, como puede ser el esperanto. Desde aquel 1887 ha llovido mucho. Y ya ves.
—No obstante, hay más comunicación.
—Pero no más inteligencia, mi Amo. Ahí está el internet. Una maravilla de comunicación en soledad.

Mi Sombra mostraba signos de enfado.

—¿Por qué dices, menos inteligencia?
—Porque no somos capaces de erradicar el odio que nos corroe. El odio es signo de inmadurez.

Me gusta la tendencia que mi Sombra tiene al arte melodramático cuando medio se enfada. Indica carácter.

—Mi Sombra, ¿no estarás enfadada?
—No; pero me duele el incordio del mundo; aunque reconozco y admiro el esfuerzo realizado en pro de la comunicación.

Nos sentamos en una piedra. Y los dos guardamos silencio, mientras nuestro pensamiento se iba lejos. Era como desplazarse velozmente en un viaje intergaláctico; tanto que, casi atropellamos a Julio Verne y Phileas Fogg que daban la vuelta al mundo en un viaje superlento de ochenta días. Avistamos en los mares profundos a Magallanes y Elcano, que aún tardaron más. Tan ensimismados estábamos que, de pronto, casi se nos viene encima el Concorde.

—Ha sido error de navegación, mi Amo.
—No, el error ha sido nuestro.

En la página Web que nuestra audacia imaginativa había creado en el ordenador de los sueños, aparecía desmenuzado en fragmentos el mundo entero que saltaba como juegos de pirotecnia por culpa de las granadas antipersona. África era un espectáculo dantesco, y Europa un polvorín. Irak, campo de entrenamiento de Estados Unidos. Los “sin papeles”, mientras tanto, ocupaban las iglesias, en protesta. El siglo XXI se escoraba peligrosamente del lado de los débiles.

—¡Corre, mi Sombra, corre! ¡Esto es de locura!
—¿Dónde estamos, mi Amo? No veo nada.
—¡Nos hemos estrellado contra el sistema económico. Todos los controles se han disparado. Esto es locura. La Casa Blanca y Moscú están en alerta máxima. El Dow Jones a la baja!

Era una guerra de nervios. Para colmo, las vacas andaban como cabras (con perdón de ellas): locas. Rematadamente locas, porque alguien había dado la orden —¿constitucional?— de eliminarlas indiscriminadamente. Presas del pánico ante una muerte segura huían alocadamente. Mientras tanto, Inglaterra hacía piruetas de distracción sobre el banquillo de los acusados. Como saliendo de un sueño poco reparador, mi Sombra preguntó:

—¿No estábamos en el Valle de Josafat?
—Y aquí continuamos.

Había anochecido. Las tres primeras estrellas lucían ya en el firmamento. Comenzaba el Shabat judío.

—Mi Sombra, el mundo entero es el Valle de Josafat, aglutinado en torno a la metáfora más universal: Adán.
—Mi Amo, yo diría más bien, la metáfora más incompleta.

Tenía razón mi Sombra. Efectivamente, Adán es la metáfora incompleta de Dios; arcilla a medio hornear en manos del Alfarero. Por eso, ahora, sobre la Calavera de nuestro Padre terrenal, enterrado bajo el monte Calvario, florecía, desde la Cruz del Redentor, Árbol de Vida, el Nuevo Adán, la obra perfecta de Dios.