Nazareth, aleteo de Ángeles

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)


Difícil resultaba sobreponerse a tantas emociones como las vividas en los últimos días, sobre todo en el Huerto de los Olivos. Cada piedra, cada paisaje, cada persona, todo, absolutamente todo, tenía vida.

Fui repasando las fotografías que guardaría para el recuerdo. Me causaba gracia contemplarlas. Era como entablar un diálogo con el recuerdo. Éste se dio por aludido y me dijo:

—Ten en cuenta que el recuerdo no es un futuro.
—Pero me ayuda a vivir el presente. Mira ésta, qué bonita.
—Ciertamente.

Se trataba de La Knesset o Parlamento de Israel.

―Soberbio edificio, ¿eh? 
—Me encanta. Sobrio, elegante y sólido.
—Construido con piedra roja. 
—A propósito, ¿sabes quién aportó los fondos para esta maciza y elegante construcción?

No prestó atención a mi pregunta. El recuerdo, primo hermano de la memoria, tenía sin duda y también, defectos de construcción. La fotografía mostraba el monumento a la gran Menorá, el emblemático candelabro. Y la financiación para la construcción de La Knesset, ¿a quién se debía? Necesitaba acudir al recuerdo. Contestó:

―¿Decías?

Era inútil. Llámese recuerdo, llámese memoria, no era de fiar; unas veces porque le fallaban las pilas, otras por desgaste natural, no dejaba de ser un problema. De todos modos, continué mirando las fotos. Sentí que me hacía un gesto.


―Fue la familia Rothschild, de Inglaterra. Y la Gran Menorá fue obsequio del Parlamento Británico.
―¡Vaya...! Gracias, y disculpa por dudar de ti.
―Las dudas indican certezas.

Según iba pasando las hojas del álbum, apareció una foto, preciosa; se trataba de El Santuario del Libro. Parecía la tapa de una jarra.

―Como que nos recuerda las tinajas en que aparecieron los Rollos del Mar Muerto.

Rollos, o manuscritos del Mar Muerto. Inmortalizados para la posteridad. Remembranza. Volvíamos a revivir momentos de un pasado importante. Así era. Hubo una lucha entre los Hijos de la Luz y los Hijos de las Tinieblas. Eso, al menos, transcribían los famosos textos. Lógicamente, por Hijos de la Luz se entendía la comunidad Esenia. Los Hijos de las Tinieblas, por el contrario…, es fácil imaginarlo. Bastaba fijarse en el lenguaje elocuente de los símbolos, de los que la Biblia es el mejor exponente. Había un vivo contraste de colores: el Santuario del Libro, blanco. Negro, significativamente, el muro de la entrada. Y no quedaba ahí el simbolismo. Con el basalto se quería resaltar, y resaltado quedaba, el peso tremendo que el Pueblo judío ha tenido que soportar a lo largo del tiempo. Persecuciones, destierros, injusticias…

―Ya me hubiera gustado tener alguna foto del interior, pero no me dejaron tomar ninguna. 
―Las mejores fotos no son las que se sacan con la cámara fotográfica, sino las que se archivan en la mente. 
―Siempre y cuando a ti no se te gasten tan pronto las pilas.
―La Historia tiene sentido cuando se hace vida; yo, el recuerdo, perdón por la inmodestia, no sirve ni para guardarlo en los anaqueles del sentimentalismo.
―Me gusta la explicación.
―Si hoy contemplas con apasionado fervor esos rollos, hallados tanto en las Cuevas de Qumran, como en Massada, al igual que las cartas de Bar-Kojvá, y otros objetos, es porque aquellos hombres supieron vivir apasionadamente su presente.

Estuve de acuerdo con el recuerdo. Celebré su sentido del realismo. En la vida, que algunos confunden con la historia, suceden muchas cosas. ¿Pero quién te garantiza la objetividad de lo que te cuentan? El recuerdo contestó de inmediato.

―Ni yo.
―¿Entonces?
―Los libros.
―¿Los libros? No me hagas reír. Los libros, querido recuerdo, lo aguantan todo. 
―Pero son lo más próximo a la realidad.

No le faltaba razón. También yo creía en la realidad, en la escueta realidad, de cada cosa. Y sobre todo, en la vida. ¿Hay algo más simple, maravilloso y sublime que la vida? Lo importante es la vida; lo demás son historias, que nada tienen que ver con la historia, aunque ésta se nos entregue fraccionada y por capítulos.

―En eso algo tengo que ver yo, ―matizó el recuerdo.

La Historia se eterniza en el pueblo, en uno mismo, cuando por las venas tránsfugas del pensamiento y del tiempo sigue corriendo la misma savia que vitaliza, unifica y eterniza. 

Así transcurría mi interior, personal e intranscendente monólogo mientras recorríamos los escasos 160 kms. que separan Jerusalén de Nazareth. 

Peregrinos intemporales, y entretenidos con los recuerdos estampados en la memoria y en el corazón, no teníamos un orden necesariamente lógico de tiempos, lugares y vivencias.

Íbamos atravesando la llanura de Esdrelón, zona fértil e importante para la agricultura. Y escenario de fuertes acontecimientos bélicos. Esta región, conocida también con el nombre de Valle de Yezrael, y que se extiende hasta Samaría, ha pasado a la historia no sólo por las guerras, sino también por otros acontecimientos. A nuestra izquierda quedaban los montes Gélboe. Y más allá, muy cerca del Pequeño Hermón, está la ciudad de Afula. Si los montes hablaran, cuántas cosas nos contarían. 

Los montes no hablaron, en cambio, el recuerdo me echó una mano.

―La Biblia habla por ellos. Mira, ahí, en la vertiente sur del monte está Sunem. El pueblo de la sunamita.

Efectivamente. La sunamita, una mujer sin hijos; y aunque tenía riqueza, no era feliz. La ausencia del hijo, instintivamente añorado y deseado, la hacía infeliz. La Biblia, en el segundo Libro de los Reyes cuenta que el encuentro con el profeta Eliseo cambió su vida. La santidad del profeta le había llamado la atención. Por eso, siempre que el hombre de Dios pasaba por el pueblo, lo invitaba a comer.

―Es un hombre santo, ―le decía la sunamita a su marido.

Y preparó una habitación permanente y confortable para que cuando el profeta y el criado vinieran de camino pudieran descansar. El profeta se lo agradeció. Profeta y criado le dijeron.

―¿Qué podemos hacer por ti, mujer? ¿Quieres que hablemos al rey en tu favor?

Mujer altiva, ella no quiere favoritismos del rey. Le basta y sobra con la protección de su clan. Desea, eso sí, desde lo más profundo de su ser, un hijo. Sin él, no es feliz, ni puede serlo. 

―Y su marido es viejo… Se lo ha advertido Guejazí, el criado del profeta. 

No obstante, éste le ha dicho:

―“Mujer, el próximo año, por este mismo tiempo, abrazarás un hijo”.
―“Hombre de Dios, no me engañes”.

El hombre de Dios no la engañaba. “Concibió la mujer y dio a luz un niño, en el tiempo que le había dicho Eliseo”.

Así de claro, literalmente, lo dice el pasaje bíblico. A primera vista, este pasaje se presta a dudosas interpretaciones. Sin embargo, el profeta le dice:

―“Al año próximo, por este tiempo...”. Son doce meses. 

Los pequeños detalles forman el marco que ayuda a resaltar el argumento que se quiere narrar. Cuando el niño creció fue donde su padre que andaba con los segadores. Fue donde su padre, y para más señas, con un fuerte dolor de cabeza; tanto, que el chico murió.

―¿Una insolación?

Este vez el recuerdo no vino en mi ayuda. El padre, no debió tomar muy en serio las quejas del hijo cuando llorando gritaba:

―“¡Mi cabeza, mi cabeza!”.

Mandó a un criado que lo acompañara y llevara a la casa, sin dar mayor importancia a las quejas del muchacho. La madre, en cambio, comprendió la gravedad. Se le murió entre las manos. Sintió que su corazón de madre se le partía al sentirlo muerto. Pero lejos de avisar a nadie corrió al Monte Carmelo en busca del profeta. Este mandó por delante a su criado con el bastón. 

―Los profetas, por lo que observo, llevan siempre un cayado o bastón.
―Es símbolo de autoridad. 

Pero la mujer quiere que sea el propio profeta, en persona, quien llegue a la casa. El bastón del profeta le recuerda sin duda el de Moisés. Las siete veces que, según el relato bíblico, Eliseo sopla sobre el niño, es una alusión clara al espíritu de vida que Dios insufla en las narices de Adán. En definitiva, se resalta la vida. Y la mujer quiere la vida de su hijo.

Dejé que el recuerdo me embebiera de los acontecimientos narrados por la Biblia. Observé los montes. Recostado al otro lado, es decir, sobre la falda norte del monte, está Naím, donde Jesús volvió a la vida a un joven, hijo de una viuda. Un poco más al este queda En—Dor, donde Saúl, disfrazado para que no lo reconocieran, fue a consultar a una pitonisa. Saúl lo sabía, lo preveía. La batalla iba a ser dura. Y tenía miedo, qué duda cabe. Estaba nervioso, quería saber el resultado. Y un día antes de la misma se fue a consultar a la pitonisa. 

―Mal hecho.
―Efectivamente, de nada le sirvió; perdió la vida en la batalla. 

Más allá, frente al que llaman Pequeño Hermón, en dirección norte, se sitúa el Tabor, el monte de la Transfiguración. Veíamos los taxis subir y bajar tomando las curvas con increíble pericia. Los peregrinos y turistas no tenían que aguardar mucho. Era apearse de los magníficos autobuses e ir ocupando los taxis. Por cierto, amplios y confortables, y choferes experimentados.

Y al occidente, la montaña del Carmelo, donde aún resuena la voz recia de hombres tan importantes como los profetas Elías y Eliseo. Cuántas páginas de historia viva se estampaban contra el tiempo. Y cuántas de ellas transmitidas bajo el rico lenguaje de los símbolos.

―La ficción corresponde al símbolo, tan real que al igual que el puntero en el ordenador, nos lleva a pinchar la carpeta de la realidad.

Los símbolos son lenguaje, lenguaje llano que nos ayuda a llegar hasta el límite donde se encuentra el silencio sublime de la mente, que es el lenguaje por excelencia, lenguaje de ángeles.

―¿De ángeles? Los ángeles son espíritu.
―Ellos son metáfora de Dios, y de nosotros mismos. ¿No es la mente el más sutil y afortunado espíritu que, anclado en el tiempo, lo transciende para convertirse, como los ángeles, en mensajero de sueños imposibles? Donde no hay espíritu no hay nada. Es el espíritu quien sublima la materia y la eterniza.

Atardecía y estábamos llegando a Nazareth. No sólo el recuerdo, también una honda emoción me acompañaba.

―¿Y no es la libertad un sueño?
―Los sueños son la sublimación de la libertad. Sin libertad es imposible soñar. 

Soñar. Siempre me gustó esta palabra. Pensé: Dios es el primer soñador. Y el hombre con Él. Dios nos soñó desde su libertad, desde la claridad eterna de su ser. Y en su libertad, nos creó para la libertad; la misma que deja entrever el espacio, el tiempo, y la eternidad. 

Al darme cuenta, estábamos entrando en Nazareth, a bordo de un confortable autobús, de ensamblaje español, según constaba por la etiqueta en su chasis. 

Me vino a la mente el pensamiento de que nuestro mundo universo era un inmenso y limpio jardín con sabor a infancia, donde había ríos, muchos ríos; y mares, muchos mares; y árboles, muchos árboles; de frutos en sazón; y mundos a granel; y selvas, y desiertos. Pero, curiosamente, el árbol mejor, el de la libertad. Alguien había tatuado su corteza: Prohibido. 

—¡Vaya por Dios! La libertad, kilómetro cero de nuestra andadura de hombres. 

Nuevamente me venía un pensamiento ya rumiado:

―La libertad, que es como decir el Camino del Bien y el Camino del Mal.

Quedé mirando, ensimismado, el entorno; pasado, presente y futuro, cuyo principio ni fin podía abarcar. Simplemente, miraba, mientras mi mente dibujaba una sonrisa agradecida que se fundía con la sonrisa complacida con que Dios había creado el universo inabarcable. 

―Estamos acariciados de eternidad.
―También de libertad.
―Cierto. Y aún añadiría que estamos tatuados de libertad.
―No. Ahí te equivocas. El tatuaje es postizo. La libertad es constitutiva del hombre. Sin libertad, el hombre no sería humano.

Habíamos entrado a la preciosa Basílica de la Anunciación. Un ángel cruzaba raudo los cielos de Nazareth, la pequeña aldea, hoy hermosa ciudad, que sería la patria chica de Jesús de Nazareth.

―Y pensar que a alguien, como lo recoge el evangelista Juan en su evangelio, se le ocurrió decir: “¿Acaso de Nazareth puede salir algo bueno?”

El apóstol Natanael que fue quien lo dijo, era un poco socarrón, un tanto bromista, que solía andar de buen humor. Aunque también hace gala del pique habitual entre las aldeas vecinas. Él era de Caná. Y Nazareth, como tantas otras, una aldea tranquila. 

Como de puntillas, para no profanar la santidad de la incipiente noche, nos asomamos a la cueva. Una joven, de nombre María, sueña, y aunque ni le haya pasado por la imaginación, su sueño pronto alcanzará una Transcendencia que supera toda realidad. Su virginal juventud está en sazón. 

Acaba de regresar de la fuente; la misma que, con el tiempo, llevará su nombre. Ha depositado el cántaro en un rincón de la cueva que mantiene durante todo el año la misma temperatura ambiente. Todo huele a limpio. Sus padres se han acostado ya en una de las estancias de la amplia cueva. Ella se ha puesto a rezar —que rezar también es soñar—, muy cerca del candil que esparce su luz parpadeante con resplandor centrífugo, pero generoso.

—Hermosa cueva, —sugiere en voz baja un peregrino.
—Quien puede darse el lujo de poseer una cueva es afortunado. Evita el rigor del calor en verano y del frío en invierno. Y por supuesto, son más seguras que las casas de adobe, —contesta otro.
—Se trata por consiguiente de una familia rica, —añade un tercero.
—Para lo que es el medio social de Nazareth puede decirse que sí. Tened en cuenta que María y José pertenecen a la estirpe de David, —puntualiza un guía religioso. 

De pronto, cuando apenas entraba la noche, como si se hubiera anticipado el amanecer, una luz que iba creciendo en intensidad llenó toda la estancia. Cerré los ojos para no perder detalle. La escena en mi mente era diáfana. Una brisa tenue producida de pronto, como si hubiera habido un batir de alas de ángeles, me dio en el rostro. Era tal la suavidad que embriagaba los sentidos. Me pareció oír: “Soy la esclava de mi Señor, que se cumpla en mí su voluntad”. Los labios de la joven se movían delicadamente.

—Está rezando.
—Está soñando, son los sueños de Dios.

La luz que había iluminado la estancia momentos antes comenzó a desaparecer. La brisa sutil se calmó. Todo quedó en silencio.

—He tenido un sueño. El arcángel Gabriel sobrevolaba Nazareth.

El arcángel Gabriel anunciaba: 

—“¡Jaire, María!” ¡Alégrate, María!”.

Y en la Basílica de la Anunciación sonaba la música del ángelus.

—“El Ángel del Señor anunció a María...”