La tierra de Dios, tierra de todos

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)


Amanecía sobre el Monte Carmelo. La tierra tenía el sabor del verano. Una pregunta insidiosa me rondaba en la mente: 
—¿La Historia del Pueblo judío es la Historia de Dios? 
—¡Qué disparate! Desde luego que no. 

Así me respondí a mí mismo. ¿Pero por qué? La cuestión no estaba en identificar a Dios con un pueblo. Se trataba de otra cosa. Dios no tiene Historia, me dije. La Historia pertenece al pasado. Pero Dios es eterno. Un continuo presente. Luego, Dios no tiene Historia. Argumento de lógica elemental, pensé.

El Pueblo judío, o Pueblo de Dios como prefiero llamarlo, en cambio, sí. Como cualquier pueblo, el judío tiene su propia Historia; que es, en definitiva, la Historia del Hombre.

El Pueblo de Dios, salvando toda la Historia, es paradigmático, es diferente. Pequeño de estructura, es macroglobal; porque simboliza y al mismo tiempo sintetiza, a todos los demás pueblos. Mi mente decía:
—El mundo es un mosaico de parcialidades. A la vista está. De ahí los desajustes, de ahí las guerras, de ahí la violencia. La Historia, en definitiva.

La luz del amanecer iba en aumento, descubriendo la belleza del Hermón, y el Tabor, y el monte Sión…, en fin, la Tierra Santa, Tierra de Dios, Tierra que, como una bendición, se despertaba en la quietud del paisaje.

El monte Sión... Recordé a Abraham. Aquel día se encaminaba precisamente hacia allá, hacia el Moriah, con paso presuroso y la preocupación en la conciencia. Se le exigía el sacrificio de su hijo Isaac. Su conciencia tenía la densidad de un mar embravecido, donde las olas, tintas en sangre, presagiaban tempestad. Esa sangre que tantas veces ha bañado la Tierra de Dios. Dije:
—Tierra de Dios.

Tierra de Dios, dije, y dije bien. Añadí:
—Luego, Tierra de todos. Dios es Padre. Padre de todos. En consecuencia, lo que es de Dios es de todos. 

La conclusión era también de lógica elemental. Mi mente, olvidada de Abraham, quizá porque su sacrificio no terminó en tragedia, voló hasta la Ciudad Santa: Jerusalén. Sobre la explanada del Templo, donde hoy se asientan las mezquitas, quedaban tendidas las primeras víctimas de otro sacrificio que, a diferencia del incruento de Isaac, resultaba dramático y, además, inútil. Era el detonador de una preocupante espiral de violencia incontrolable. No hermanaban bien el oro del domo de la Roca con el blanco de las piedras de la Ciudad Santa. Lo había dicho el Maestro:
—“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido!”.

La voz del Maestro sonaba inconfundible. 

El sol comenzaba también a apretar sobre la ciudad de Acre, situada, primero en la “Colina de las cerámicas”, siglo IX a.C., en territorio cananeo; y ahora, en la punta norte de la bahía de Haifa.

Acre, inestable. Se ha movido al compás de las olas de la política. Salomón se la había dado a Hirán, rey de Tiro. Resistió a los Asirios y a los Persas; abrió sus puertas, ventanas y celosías, a Carlomagno, para quedar bajo el dominio de los Tolomeos. Tolomeo I la destruye y Tolomeo II la reconstruye. Y lo mismo que una desposada, cambia de nombre: Tolemaida, ciudad próspera y mediterránea, comercial y estratégica. Fue allí donde Jonatán encontró la muerte, por la emboscada que le tendió Trifón, cuando la sublevación de los Macabeos.

Acre, también llamada Akko o Akka, situada en la costa de Israel, en el mar Mediterráneo, cerca de la bahía de Haifa. Durante la tercera cruzada se llamó San Juan de Acre. Me imaginé a Pablo, desembarcando en la playa. Venía a visitar la comunidad cristiana. Desde ese día, muchos soles han amanecido sobre Acre. Con los Cruzados, pasa a ser puente entre Europa y el reino Latino de Oriente. Balduino I conquista la ciudad. 

Corre el año 1104. La historia se agolpaba en mi mente:
—¿Y esa ingente flota de barcos? 
—Son los genoveses, que vienen en apoyo de Balduino.

No muchos años más tarde: 1187. Otro amanecer sangriento. El hombre que supo unificar el Islam, Saladino, se apodera de Acre. Fueron cuatro años, cuatro años nada más, porque entra en acción Ricardo Corazón de León, y la recupera. Fueron los años más prósperos de toda su Historia, sin duda.

Pero la prosperidad lleva fácilmente a la corrupción; y la corrupción a la división. Y la división a la ruina. Divisiones internas año 1291. En efecto. El sultán Al—Ashraf Khalil, comandando el poderoso ejército mameluco, pone cerco a la fortaleza. Ni Templarios, ni Hospitalarios, ni Caballeros Teutónicos juntos han podido resistir a las armas del Islam. Todos han sucumbido. Los cadáveres han quedado sembrados por el campo. 

Tras el fragor de la batalla se ha hecho el silencio. 

También mi mente se ha quedado en silencio. De pronto, una fuerte explosión estremece todo. Ha sido en la cercanía del restaurante en el que me encuentro, donde se ha producido la terrible explosión. Me hace retomar con urgencia la cruda actualidad. El ulular de las ambulancias y el griterío infernal de la gente que corre alocada hacia no se sabe dónde, hiela la sangre. 

Cuando he logrado tomar el control del presente, he recordado que mi mente estaba en 1291. La Historia no se detiene. Pero la sombra de Caín es alargada. ¡Dios santo, qué nos está pasando! ¡La Tierra Santa! ¿No hemos dicho que esta Tierra es Tierra de todos? Por más que nos duela, sigue siendo la más violenta. La Tierra donde las distintas religiones se encuentran debería ser también lugar de encuentro para toda la Humanidad. Lugar de paz. Pero la paz...

He pensado en los peregrinos. Llegan por cientos a la Tierra Santa. A buen seguro que cada quién trae una idea u objetivo determinados. Unos, posiblemente los más, por un motivo estrictamente religioso: aquí vivió Jesucristo. Otros, por una cada vez más imperiosa necesidad de conocerlo todo. Pero, peregrinación o turismo, la gente seguía llegando. ¿Alguien se planteaba la cuestión de la paz? ¿Alguien la buscaba? Y lo que es más importante: ¿Alguien estaba dispuesto a darla?

Mientras, yo veía el Jordán ponerse en pie, detener sus aguas y, una vez más, dejar paso libre a todos los hombres y mujeres del mundo para converger, en una peregrinación universal, única, en la Tierra de Todos. Y de pronto, la Tierra de Todos se transformaba en una Madre. Una Madre, cariñosa y buena, doliente y generosa, que tendía la mano a todos, atrayéndolos a su regazo. Esta Madre, lloraba; inconsolable. Era como querer recoger, si posible fuera, las lágrimas de todos los peregrinos y unirlas a las suyas. Sus lágrimas crecían, hasta formar olas que llegaban, saltando a través de los siglos, por el mar embravecido de las razas, hasta morir, serenas, en la playa fraterna de una paz universal.

Los peregrinos seguían bautizándose en las aguas escasas del Jordán. Pero Caín continuaba sin reconciliarse con Abel. No obstante, el Jordán seguía en pie, ofreciendo los guijarros de su cauce para que cada raza, tribu y nación, recogiera, aunque sólo fuera uno; y entre todos comenzar a construir la civilización del Amor. Yo también recogí una piedra. 

Cuando se hizo noche, quise descansar en el Huerto del aceite, Getsemaní, a la intemperie del relente. Me imaginaba estar junto al Maestro. Pero el Maestro no estaba. También yo necesitaba la paz. Los olivos eran mis testigos. Ahí estaban. Me tumbé junto a uno de ellos, añejo y frondoso. Pero allí tampoco había paz. La paz había desaparecido. Quise llorar, de impotencia y rabia. Y no pude. En la franja de Gaza seguían los enfrentamientos. ¿Dónde estará la paz?

Me acordé del Maestro, Jesús de Nazareth. Tampoco él tenía paz aquella noche. Él sí lloró. La suave brisa de la noche en calma trajo hasta mí sus palabras:
—“Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”.

Posible era, pero el cáliz del dolor y del abandono no pasó. Las lágrimas afloraban copiosas a los ojos del Maestro.

Me estremecí. De todos los poros del Maestro brotaba la sangre como en un nuevo Jordán desbordado. 

Cuando desperté, en la cima del Calvario, un cuerpo joven, en plenitud de vida y juventud, era sacrificado en el altar único y supremo de todas las injusticias. Bajo la cruz, en las profundidades del sheol, la tierra se abría, los cuerpos resucitaban, Adán recobraba vida. Una nueva Era comenzaba a germinar. Abraham había quedado con su mano alzada empuñando el cuchillo listo para sacrificar a su hijo Isaac. Algo le detuvo. Miró a la lejanía de los siglos. Sobre el mismo monte habían plantado una cruz. Un nuevo Isaac, en plenitud de vida, agonizaba.

Fue como un trallazo. La tierra tembló. La gente comenzó a huir despavorida. Las calles de Jerusalén se llenaron de gritos lacerantes, impotentes. Hasta el velo del templo se rasgó, despiadadamente, con saña, igual que una virginidad violentada y desgarrada. Una voz aleteó sobre el ambiente:
—“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Luego, todo quedó en silencio. Como una oración de emergencia me vino a la memoria la programática frase del salmo 50, que resumía toda mi indigencia.
—“Pecador me concibió mi madre”.

El relente del alba traía perfume de nardos. Estaba cerca el Jardín de la Resurrección. Arranqué una rama de olivo y me fui.