Olivos del Olimpo

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Desde la altura agreste del Olimpo, mitológica casa de todos los dioses griegos, donde nos habíamos instalado, la vista era espectacular. El verano estaba en su apogeo. El paisaje llevaba el tatuaje propio de la época. El reverbero de los rayos solares entre las nubes engrandecían la belleza de la deífica montaña. Por debajo de la algarabía de los colores dominantes en la mítica morada celeste, irisada de sol, de más de dos mil novecientos metros de altitud, sobresalía el color plateado de los olivos mecidos por el suave ondular de la brisa. Resultaba un conjunto majestuoso y sensual. Tesalia, Macedonia, el mar Egeo, eran una página abierta e inacabada de Historia antigua y moderna, al conjuro de los dioses. Se celebraban las Olimpíadas de Atenas 2004.

El Abuelo había anunciado que se iba de voluntario para ayudar en el gran evento deportivo; y se fue. Se le metió en la cabeza que quería ser el jardinero de los olivares de toda Grecia, porque los olivos son signos de paz. Que se encargaría de cortar las tiernas ramas de olivo que coronarían la cabeza de los triunfadores, porque esa labor estaba reservada sólo a los soñadores, y él siempre lo había sido. Con estos y otros argumentos por el estilo, así habló. No me quedó más remedio que seguirle, ya que, como ustedes comprenderán, no lo iba a dejar solo. Y con el Abuelo me fui.

Recorrimos el Peloponeso, y Creta, zonas olivareras por excelencia. Le bastaba untar una rebanada de pan para saber si el aceite era koroneiki, mastoidis o adramitini. Sin embargo, para la ensalada prefería la aceituna kalamata. Razones suficientes para que él y yo nos encontremos, con permiso de Zeus y todos los dioses que pueblan el Olimpo, instalados en lo más alto de esta bellísima montaña. 

—Escucha, hijo; los dioses griegos, aun siendo burgueses, no han dejado de ser soñadores. Ya ves, sin ellos tal vez nunca se hubieran celebrado unas justas deportivas que toman el nombre de su celestial morada: Olimpo, Olimpia, Olimpíadas.
—La de Atenas 2004 está resultando espectacular.

Según el Abuelo, estaba siendo la más universal apología de los olivos. Un sueño universal de paz hecho realidad, por encima de las religiones y las políticas.

—Sí, hijo. Las religiones y la política producen guerras, dividen a los pueblos. Las Olimpíadas, por el contrario, unen, por encima y a pesar de, razas, credos y lenguas.

El Partenón lucía señero, emblemático y dominador, bendiciendo las coronas de olivo que ritualmente colocaban sobre la cabeza de los triunfadores. El Abuelo sonreía satisfecho. Estaba convencido de ser él el jardinero que con delicadeza y mimo había cortado las preciadas ramas que ahora lucían los atletas. Se imaginaba a los más de ciento veinte millones de olivos plantados en la Grecia actual, asomados a los distintos escenarios donde se llevaban a cabo los múltiples eventos deportivos, en pos del oro, la plata, el bronce, o la fama, y aplaudir todos juntos, al compás del ritmo oscilatorio que la gigantesca antorcha-pebetero marcaba desde el estadio, a los gallardos competidores.

Por mi parte, había decidido no apearme del Olimpo. Me acomodé en la zona más agreste y hermosa de la montaña al amparo de una oquedad pétrea que resultó ser una Cueva. Me senté a la entrada. Desde tan privilegiado lugar podía contemplar los distintos eventos que se llevaban a cabo en los distintos lugares de Grecia. La monumental antorcha, iluminaba, espléndida, las suaves noches de Atenas. Me faltó tiempo para preguntar al Abuelo:

—¿Cómo se llama esta Cueva?
—No tengo idea, pero yo la llamaría la Cueva de Adán.

Añadió con notoria ironía:

—Creo que aquí nació Adán.
—¿Ah, sí? Pues en adelante, la llamaré y será conocida como la Cueva de Adán. 

Personalmente, casi hubiera preferido nominarla como la “Cueva del Tiempo”, por ser la matriz, metáfora universal, de la creación. Pero en atención a él, que así la bautizó, la dejé, y así quedó, como la “Cueva de Adán”. Y de inmediato me identifiqué con el nombre. Ahora bien, el Abuelo era el Abuelo, pero ¿y, yo? ¿Quién era yo? Una voz me decía por dentro:

—Tú eres Adán; es decir, Tierra. 

Me gustó. Hice una reverencia aprobatoria. El Abuelo me sorprendió realizando una especie de pose, de un gesto cómico y teatral, desde lo más alto del Olimpo. Me imaginaba estar en el escenario más alto del más monumental teatro del mundo. Sonrió.

—Sí, hijo, Tierra es tu nombre, amasado fuiste del barro.
—Pero, ¿no es en Jerusalén donde está la que llaman Cueva de Adán? El lugar exacto, según creo recordar, está debajo mismo del Calvario, en la proximidad del Santo Sepulcro, dentro de la gran basílica del mismo nombre. Incluso hay quien dice que allí está la calavera de nuestro común antepasado. Y que la cruz de Cristo la hincaron, precisamente, encima de su tumba. Y que al golpe, la pequeña cueva del enterramiento se rajó. Otros, por el contrario, dicen que se debió a un terremoto.
—Yo pienso, más bien, que se abrió en un estampido de gloria al resucitar el Nuevo Adán, Cristo.
—Eso debió ser, Abuelo.

Apresado por la radiante fascinación del mar Egeo que tenía a la vista, el pensamiento se me fue lejos de la Olimpíada. Aquella paz paradisíaca era como la sonrisa eternizada de los balbuceos de la creación. La mar sonreía al firmamento y éste le devolvía galante la sonrisa. Yo no me cansaba de mirar y mirar, por encima y más allá de la distancia inconmensurable del tiempo. Recordé el pasaje del Génesis, cuando “Dios puso el firmamento por en medio de las aguas, apartando unas de otras”. Aún no había nacido eso que los humanos llamamos prisa. Daba gusto ver girar el cosmos armónicamente. La felicidad lo invadía todo, mejor dicho, casi todo, porque era una felicidad que no impedía sentir una cierta sensación de vacío. ¿Por qué? 

Era el día sexto de la Creación. Volví la cabeza al oír un ruido suave, tan suave como el de las ramas que se separan al abrirse paso alguien entre la jungla; éstas, las ramas, emitieron una tenue queja, parecida a un mohín femenino por una caricia íntimamente deseada, pero que en apariencia se rechaza; o al instintivo alzar de la mano el niño, que sueña dormido en su cuna. Aunque a decir verdad, yo, Adán, hijo de la Tierra recién moldeada por el Creador, con mi ADN de agua y barro, estoy usando términos equivalentes a realidades que en aquel entonces me eran totalmente desconocidas. 

Los olivos sabían a aceite, amistad y paz. El día fue avanzando, y la tarde comenzó a declinar. Luego, todo quedó en silencio. Llegó la noche y me dormí, a la entrada misma de la terráquea Cueva del Tiempo, en lo alto del Olimpo, -¡oh, Madre Tierra, bendita!-, lugar donde la temperatura era más fresca, suave y agradable. El mar arrullaba mi sueño y mi soledad con el rítmico vaivén de las olas.

Y soñé, como no podía ser menos. Soñé, que Dios venía a mi cueva, la Cueva del Tiempo, o Cueva de Adán. Con tan suave claridad venía, que me dejaba entrever el espacio, el tiempo, y la eternidad. La llama olímpica danzaba suave cadencia de ballet sobre la majestuosa antorcha pebetero.

Mi sueño fue placentero; y comencé a caminar por el inmenso jardín del universo mundo. Vi ríos, muchos ríos; y mares, muchos mares; y árboles, muchos árboles, de frutos en sazón. Y olivos; sobre todo olivos, a granel; y selvas, y desiertos. Pero, curiosamente, sólo había dos caminos para poder caminar. Sólo dos. Los dos arrancaban de un mismo punto: un Árbol. Espléndido y único en belleza. Era el Árbol que llaman de la Vida. Inédito, sin nombre alguno tatuado aún en su tronco. Los dos caminos comenzaban en el mismo Árbol. Pero tan sólo uno convergía de regreso a él. Estos caminos llevaban por nombre: Camino del Bien y Camino del Mal.

—Esa dualidad se conoce como Libertad.

Me quedé mirando, ensimismado, el entorno, cuyo principio o fin no podía abarcar. Simplemente, miraba, dibujando una sonrisa que se fundió con la sonrisa de Dios. Él me dijo, acariciándome de eternidad:

—Tú eres Libertad.
—¿Libertad...? Yo sólo soy Tierra. Por eso me llamo Adán.

Dios quedó pensativo. Luego añadió:

—En cuanto a la materia... sí; tienes razón, eres Adán. Barro con denominación de origen, amasado con agua de la océana mar. Pero tu alma, tu alma pertenece a mi eternidad. Eres espíritu, parte de mí. Por eso eres y serás inteligente y soñador.
—¿Soñador, dices…?
—Sí, soñador, que es lo mismo que decir Libre. Eres libre. No lo olvides. Dueño de tu Libertad. 
—No entiendo.
—Pronto lo entenderás. Eres tan libre como Yo. A fin de cuentas, no he tenido más remedio que crearte por amor. El Amor es Libertad.

Yo escuchaba a Dios con mucha atención. Él continuó:

—Tu nombre es Adán Libertad Tierra Amor. Nombre compuesto, como ves.

Apenas comenzaba a entender. El Creador prosiguió:

—Y Eva, la misma que te atisbaba ayer desde el bosque, sin tú advertirlo, ni tú saber de su presencia, también es libre. Igual que tú. Su nombre es Eva. Eva Libertad. Nombre, también, compuesto.

Eso sonaba bien. Comenzaba a gustarme. Pregunté con interés:

—¿También ella está hecha de barro?
—También. Es tu otra mitad. Porque has de saber que los dos sois uno solo. Os llamáis Libertad.
—¿Libertad?
—Sí, Libertad. Sois Libertad. Vuestro barro está amasado de amor y para el amor. Todo lo demás, de vosotros depende.

Qué bonitas sonaban en mis oídos aquellas palabras. Me hicieron pensar. De pronto, como en una explosión de júbilo grité: 

—¡Eva...! ¡Eva Libertad...!

El Creador añadió:

—Pero no olvides que estáis programados con el soporte, sin el cual no habría Libertad, del Bien y del Mal. No te extrañes, pues, si de pronto te sientes indigente, necesitado, incompleto: eres Adán, Tierra. Varón y mujer a la vez. Pasarás a la historia con el nombre afortunado de Hombre.
—¿Hombre...? 

Aún no sabía yo decir ¡gracias! A cambio, sonreí a Dios con la ternura de un hijo. Él continuó: 

—Creced y multiplicaos, henchid la tierra de felicidad, cuidádmela, y sed felices. Sobre todo, esto: ¡sed felices!

Nunca jamás pude olvidar aquel sueño. En ese mismo instante tuve conciencia de que no estaba solo, de que para siempre era un plural. Y lleno, mejor dicho, llenos de alegría nos fuimos alejando de la Cueva, y de la mar.... Nos adentramos por la espesura del bosque, saltando y corriendo. Eva y yo, éramos dos chiquillos felices en el más feliz de los mundos, a los que la vida les bullía a borbotón por todas partes. Qué momentos más entrañables pasamos. No supe cuándo desperté.

Ha pasado el tiempo. Han pasado miles, millones de años. Tantos, que imposible contarlos sería. He vuelto, reprimiendo la nostalgia, fosilizada mi alma de remordimiento y soledad, a la misma Cueva. La Cueva del Olimpo. Y veo que los dioses griegos padecen las mismas pasiones que los humanos. Sigo llamándome Adán; pero he olvidado mi apellido. Lo escribí en el tiempo, en vez de escribirlo en la eternidad, y el tiempo lo ha ido borrando poco a poco. Ahora estoy agazapado, asustado. Me remuerde el olvido, y el error del camino. Sólo de vez en cuando me viene a la mente una imagen, muy borrosa: Libertad. De pronto, siento que aún me queda un resto de lucidez. Y al sentirme Tierra, amasado en el sueño, barruntador y necesitado de eternidad y de verdadera libertad, las mismas que hace tiempo perdí, pongo en pie mi indigencia, y con lágrimas de necesidad, le digo al Creador: 

—Barro soy. Pero tú mi alfarero. Cuida mi libertad, que a tus manos encomiendo.

A veces siento que mi mente es una nebulosa; tan errática o firme, según se mire, como la Vía Láctea. Y entonces, me parece que todo fue como un juego de azar; no sé cómo ni qué sucedió. Lo que pasó, pasó. En el campo del combate perdimos honor y libertad. Y el Paraíso quedó reducido a una metáfora de irrecuperable realidad. No hay vuelta de hoja. Sólo queda el remordimiento. Lo que más me apena es ver a Eva triste; tan triste como yo, con la insatisfacción por horizonte. Ya nadie sabe que nuestro nombre no es exactamente Adán o Eva, sino Libertad. Nos apodan, simplemente, Hombres; genérico nombre que designa tanto al varón como a la mujer. En realidad, somos dos huérfanos de Libertad. A perpetuidad. Condenados a andar siempre errantes, con los pies descalzos, sin casa fija, sin una cena caliente, al relente de todas las estrellas, con el hatillo de la fallida Libertad hecho jirones, a cuestas. Internautas de la soledad.

Entretanto, mientras en el Olimpo los dioses juegan con las hijas de los hombres, allá en la Villa Olímpica los atletas sueñan con medallas de oro, plata o bronce, y coronas de ramas de olivo.

Pero a mí, Adán, servidor de ustedes, las ramas secas del Árbol de la Vida me desvanecen el sueño. Abro los ojos, y veo que la mar, símbolo primordial de la Vida, sigue en su sitio. El resto de árboles están también en pie. Algunos, tan queridos para mí, están ahí desde la Creación, cuando el Espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas primordiales. Son los olivos. Benditos ellos. 

¿Y los caminos? Uno ha desaparecido. El otro se ha difuminado. ¿Y la Cueva...? La Cueva, ¡oh Madre Tierra, bendita!, ésa también sigue ahí, en su sitio, protegida por los olivos.

Está cayendo la noche sobre Atenas. Las miradas del mundo entero han convergido en el majestuoso Estadio. La Olimpíada XXVIII, primera del Milenio, la más culta, llega a su fin. A los pies de una enorme pasarela, un trigal en alegórica forma espiral, por consiguiente fetal, que simboliza la vida, constituye el magnífico escenario, por donde empiezan a desfilar los distintos pueblos de una Grecia que guarda esencia de rica historia y cultura. El Estadio se llena de música y danza, de pueblos y alegorías. Es la fiesta de la vida, entrelazada de mitología, alegoría, cultura, cantos al amor, donde la siega del campo de espigas, produce las gavillas con las que se forman los cinco simbólicos aros olímpicos.

—Abuelo, el trigo es el fruto del matrimonio entre la tierra y el sol. Y la espiral, representa el infinito, la vida. Eso es lo que están representando en el escenario del estadio olímpico. 

Los Olivos griegos, los más olímpicos de la historia, han guardado silencio. Danzarines de Tracia saltan sobre el escenario. George Dalaras canta un canto de amor y amargura. El Estadio es un carrusel de alegría y canción. Después del trigo, llega el turno del homenaje al vino. Ancestrales figuras del rico folklore griego danzan entre los campos de trigo con grandes cencerros colgados de sus cuerpos.

—Son para ahuyentar a los malos espíritus.

Una romántica luna flota sobre el Estadio. Pero una mujer se siente sola en el caminar de la luna. Y le canta a su amor: "Me duele el corazón. Quiere tus manos para adormecer mi cabeza en ellos. Déjame en tus brazos esta noche. Dime sí, mi amor y seré tuya. Dame un cigarrillo, dame tu fuego". 

El Estadio se electriza con la música de Zorba el Griego. El Abuelo comienza a mover los pies y levanta las manos al unísono con todos los espectadores que abarrotan el Estadio. Luego, se detiene y pregunta:

—¿Y la paz?
—La paz sigue siendo, aún y por desgracia, el anuncio de una victoria. Filípides en el año 490 a.C. se pegó una soba corriendo para anunciar la victoria de los atenienses sobre los persas en la batalla de Maratón....
—No sigas.

La hermosa ceremonia de Clausura transcurre sin apenas sentirse. Izan la bandera olímpica. Una niña de 10 años, Lucía Papaleonidopoulou, huérfana, está bajo el pebetero. Éste, comienza a inclinarse poco a poco hasta llegar a la niña que, toma el fuego, y lo transmite luego a otros muchachos. A continuación comienza a recorrer el Estadio, prendiendo de luz todos los corazones que, en gesto simbólico, el público llevaba colgados al pecho. 

El Estadio se ha llenado de luz, compartida por todos. Ha sido el gesto de la Grecia creyente. 

La Iglesia ortodoxa griega rendía tributo así a la muerte y resurrección de Cristo. Así, religiosidad y mito, pasado y presente, símbolo y realidad, han armonizado perfectamente.

La niña ha regresado a su puesto, mirando fijamente el pebetero que nuevamente ha tomado la forma vertical. Ha soplado hacia el pebetero y el fuego olímpico se ha apagado.

Un escalofrío de emoción me recorre el alma. Con dignidad, con sentimiento, decidimos dejar la Cueva. 

—Abuelo, jardinero de los olímpicos Olivos griegos de la Paz, vámonos, que hay que comenzar a preparar la próxima Olimpíada.

En el Estadio seguía la fiesta. La inolvidable música rítmica de Zorba el Griego se extendía por sobre los olivos de la Grecia clásica y actual.