Brindis de las Bienaventuranzas

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

(Relato con fondo bíblico)


Por naturaleza, el hombre es un peregrino. Siempre lo ha sido. Un peregrino de sí mismo. Necesita encontrarse consigo mismo. El misterio lo envuelve. Y la curiosidad también.

Desde la cuna misma de la humanidad, el hombre ha viajado, incansable, sobre la faz de la tierra. Ha buscado lugares míticos, a los que ha dado un sentido religioso, transcendente. Aunque las motivaciones hayan sido muy diversas. La Tierra Santa es uno de los lugares de peregrinación. Por motivos obvios. Y porque:

—La Tierra Santa es un poco la tierra de todos. 

Es la Tierra de Abraham, Isaac y Jacob. Peregrinos ellos. Es la Tierra donde vivió Cristo. Es la tierra de los Nómadas de todos los tiempos. Es, en consecuencia, la Tierra de todos.

Peregrino a perpetuidad, buscador de raíces hondas, aunque parezca mentira, el hombre parte de esta simple y escueta verdad que el salmo 50 señala con dramático realismo: 

—“Pecador me concibió mi madre”. 

El peregrino se siente pecador. Necesitado de reconciliación, de perdón, de paz. 

Unos peregrinan a las más altas montañas del Tibet. Otros a la Piedra Negra de la Meca. Muchos peregrinan a Tierra Santa, de la cual, según dijo la Biblia, mana leche y miel. 

Egeria, la famosa peregrina española, eligió la Tierra Santa. Es ella quien nos recuerda que, saliendo hacia Cafarnaúm, desde el lugar de la multiplicación de los panes, en un pequeño promontorio encima de la carretera existen las ruinas de una iglesia, de una sola nave con ábside. La pequeña sacristía está totalmente excavada en la roca. Y aquí hay una cueva, “subiendo la cual, pronunció el Señor las Bienaventuranzas”. 

Había subido los dos kilómetros que separan un lugar de otro, a una altura de unos 200 metros sobre el lago. Allí está emplazada la iglesia octogonal, que recuerda las ocho Bienaventuranzas, extraño número sin duda, rematada con una cúpula, y rodeada por una galería con arcos, obra de Barluzzi.

Probablemente, fue aquí donde Jesús predicó el Sermón del Monte, el Sermón de las Bienaventuranzas. Lo de Monte, no es en razón de la altura, sino en contraposición al lago. La vista es encantadora.

Aquí había otro signo patente del peregrinar hacia dentro. Ladera abajo, sentía descender, como la lava del Etna en Sicilia, una a una, las inmortales sentencias de Cristo.

—¡Bienaventurados los pobres...! 

Igual que la lava del Etna, lo arrasa todo, lo quema todo. Las Bienaventuranzas también queman. Van en dirección directa a la conciencia.

—Bienaventurados, los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia.

Ocho Bienaventuranzas.

En distintos lugares del jardín, acomodado a este fin, grupos de peregrinos celebraban la eucaristía con sus respectivos sacerdotes. Como si fuera un nuevo Pentecostés, había gentes y razas de todas partes. Me senté sobre una piedra, cerré los ojos. Las palmeras se cimbreaban suavemente al ritmo de la agradable brisa. Al ver tanta gente, quise saber:

—Hombres y mujeres de las calles del diario vivir, ¿quiénes sois?

Y una voz en mi interior musitaba suavemente: 

—¡Un cristo!
—¿Un Cristo?
—No; un cristo. La vida está llena de cristos.

Cristos con minúscula. Cristos anónimos, configurados a la imagen del Cristo universal, con los que te encuentras a diario. Paisanos inseparables. Tienen rostro de varón, o mujer; los hay que son niños; otros, jóvenes, adultos, o ancianos.

—El Hombre es un cristo. La Humanidad está hecha un cristo.

El Hombre es un cristo. La prueba estaba a la vista. Israelíes y palestinos seguían desatando el terror en las calles. Calles que, quieran o no, tienen que compartir. 

La Humanidad está hecha un cristo. Donde no es la guerra es el sida. Una humanidad enferma.

Traté de indagar al Hombre universal que puebla la faz de la tierra.

—Dime, por favor; dime, ¿quién eres? 

Mi conciencia estaba activa. Me habían dicho que somos habitantes de este extraño mundo. Tan extraño, ¡ay, madre!, que lo llaman de los civilizados. ¡Qué ironía!

Sabía que tenemos siglos de existencia, que hemos nacido antes de la civilización, me da igual que sea griega o romana, quechua o azteca, oriental u occidental. Sabía que habíamos inventado el calendario antes, mucho antes, que los aztecas o los mayas. Verdad. Porque en la Hora de Dios, el hombre es eternidad.

¡En la hora de Dios el hombre es eternidad! Sonaban bien en mis oídos estas palabras. Serenaban mi conciencia. 

Tenía la voz quebrada y débil por la emoción. Había contemplado las lunas nuevas y las lunas llenas, todas, acampado por siglos al relente abismal de las estrellas.

Mi corazón necesitaba expresar todo el dolor y la pena que en él anidaban. La pena era que, habiendo nacido en el planeta azul, que llaman de los civilizados, el hombre seguía sin entenderse y sin amarse.

Hemos inventado la guerra y, encima, hablamos de democracia. Y lo hacemos sin el menor pudor.

Hemos tratado de andar los surcos todos de la cultura, y no hemos dejado por eso de ser europeos o americanos; fanáticos traficantes de la droga y del petróleo. El petróleo, mediático elemento de muchas de las modernas esclavitudes. 

El jardín donde está la iglesia de las Bienaventuranzas tenía ahora menos aflorar de peregrinos. Desde el olivar y al fondo, asomaba un trozo del lago. 

No tenía prisa. Quise seguir con mi reflexión. Cerré los ojos para ver con más claridad. 

Resulta que habíamos nacido antes que las estrellas, o que el sol, existiesen. Destinados a pastorear de luz la inteligencia, el cosmos, la ciencia, la vida... Deberíamos ser los granjeros de la Osa Mayor y la Osa Menor. Pero confundimos la O con la U. Escribimos USA en vez de Osa. Y cambiamos sueños por dólares. ¡Qué pena!

Mía era la pena. Nuevamente me vino a la mente la frase del salmo:

—“Pecador me concibió mi madre”. 

Los luceros se habían apagado. En muchos hogares se apagaba inexorablemente el poco rescoldo de amor que aún quedaba. En cambio, a golpe de pirómanos salvajes, ardían los bosques de diversas partes del mundo.

En verdad, vivimos del cuento y la apariencia, la mediocridad y la duda. No podemos disimularlo. Hemos remendado la vida con parches de metafísica indigencia.

Eso sí, habíamos construido la civilización y la banca, la burocracia y el paro, como un mal menor. 

—Y el trasto de la televisión. 

Y habíamos terminado haciendo de la vida una novela interminable de sueños incumplidos y mentiras programadas.

—Porque habéis implantado el silencio, en vez de la charla y el café de sobremesa. Os habéis refugiado en la soledad del internet.

Miré los olivos del jardín. Bajo sus ramas crecían deseos de paz. El mundo se me figuraba una granja de poetas, donde las flores hacían estallar con libertad el lenguaje de su belleza en el rumor verde de los bosques. Los colores saltaban como pájaros alegres, de risco en risco y de valle en valle. La luz era diáfana y pura, como en el desierto. 

Casi rompí a llorar:

—¡Me gustaría seguir siendo un niño!

Qué difícil resultaba ser un niño cuando no van quedando olivos para la paz. Cuando los poetas se han ido.

Sin embargo, quedan muchos hombres y mujeres de buena voluntad. Son más de los que te imaginas, pensé.

También quedaba, como flotando en el ambiente por sobre todas las cosas, el Sermón de las Bienaventuranzas, que el Maestro había proclamado en el mismo lugar donde me encontraba.

—“Bienaventurados los que trabajan por la paz”.

Me levanté de la piedra donde, además de reposar, meditar y reflexionar, las Bienaventuranzas adquirían la fuerza subyugadora de la más hermosa y radiante fraternidad. Y exclamé radiante, y sintiendo en mi alma la paz de una gran libertad:

—Brindo por la sinceridad y la vida. 
—Brindo por la risa ingenua de los niños, y el candor de las flores.
—Brindo por el paseo a media tarde entre los Olivos de la paz. 
—Brindo porque plantemos un lucero en lo alto de la noche. 
—Brindo porque colguemos estrellas que alumbren el firmamento.
—Brindo porque vuelvan los poetas.
—Brindo porque la esperanza alumbre nuestras calles y se llenen de amor los corazones. 
—Brindo porque se sigan proclamando las Bienaventuranzas.

La brisa llevó mis palabras que quedaron esparcidas sobre la superficie serena del lago. El jardín de las Bienaventuranzas, copioso de olivos, refulgía con los colores radiales y alegres de la tarde.