Rio Quepalcatepec

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Desde cualquier parte que se mire, México es un país de ensueño. Y el Estado de Michoacán, de encanto. Algo parecido al paraíso terrenal, a decir de los entendidos. Uno, que no ha estado en el paraíso terrenal, no tiene punto de referencia exacto. Pero uno, que sí ha estado en México, y conoce muy bien Michoacán, da fe de que lo dicho es cierto.

Entre la Sierra del Centro y la Sierra Madre del Sur mexicanos se localiza una parte plana del territorio michoacano, denominada Tierra Caliente. 

Pues bien, en esa Tierra Caliente, y vaya que sí es caliente, se encuentran los valles de Apatzingán, Tepalcatepec, Churumuco, Tuzantla, Tiquicheo, Huetamo, etc.

La siguiente anécdota la sitúa el cuaderno de memoria histórica del misionero a orillas del río Tepalcatepec. 

El misionero llegó a la aldea. Ni luz eléctrica, ni agua corriente. Tampoco había en ese momento, ahora sí, capilla. Se construyó después, y como consecuencia de la misión. Pero estaba, y sigue estando, el río. Suficiente. Es un río risueño y sonoro, por el nombre, Quepalcatepec; y la contextura: campos y gentes. El río riega y baña campos y gentes. Y qué rico sabe en el trópico bañarse en un río con suficiente agua, aunque ésta esté algo caliente.

Al misionero, el río Quepalcatepec le trae muchos y gratos recuerdos. Pero hay algunos envueltos en cierto “remordimiento de conciencia”. De tal manera que, cuando reza el acto de contrición, acentúa el “a mí me pesa, pésame, Señor”. 

¿A qué se debe el tal “remordimiento de conciencia”? La explicación es simple. En vista de no haber agua corriente en la aldea (rancho), el misionero, al programar los actos de misión, incluyó uno, que fue de unánime consenso y aceptación: A las cinco en punto de la tarde, todos a bañarse al río.

Y a las cinco en punto de la tarde todos estábamos en el río. Una buena zambullida en el agua era la mejor preparación y disposición para escuchar tranquila y descansadamente el sermón. A falta de capilla, la predicación tenía lugar en un galerón que servía para guardar los aperos y maquinaria de labranza, habilitado para que hiciera las veces de capilla. Era un galerón de madera, sin paredes; sólo unas vigas de madera, y techo para evitar el tórrido sol.

Pues bien, río arriba las mujeres, río abajo los hombres, zambullida va y zambullida viene. Sabrosa el agua. De aquéllas el misionero no puede dar testimonio, de éstos lo certifica: nadie usaba bañador. Mejor dicho, nadie no. Hubo una excepción, una sola, lamentable excepción, por la que el misionero aún guarda “remordimiento de conciencia”. Esa excepción, como es de adivinar, fue el misionero.

El río Quepalcatepec, como tantos ríos de América, pertenecen al paraíso terrenal antes de ser clausurado. Y las gentes que en ellos se zambullen, por consiguiente, guardan la inocencia prebautismal.

—¡Oh, pecador de mí!, se lamentaba el misionero al correr del tiempo.

¡El único bañador que allí apareció: el del misionero! Fue como un desentono ecológico en medio de tanta inocencia.

—¡A mí me pesa, pésame, Señor!, dicen que sigue rezando el misionero, por su falta de inculturación. 

¡A quién se le ocurre ponerse bañador donde tal prenda se desconoce!