Las prioridades hacen la diferencia

Autor: Judith Araújo de Paniza

 

 

Una regla matemática de la multiplicación es que el orden de los factores no altera el producto. En la vida del ser humano esta regla no es válida. El orden de los factores, las prioridades de una persona, hacen una gran diferencia entre una vida y otra.

Por eso vivir el primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”, es la esencia fundamental de la vida, es el principio y fin de nuestra existencia. Amar al Ser Supremo, al Infinito Amor, a la Máxima Belleza, a la Verdad Infinita, es lo que proporciona a la vida cada vez más significado. Cumpliendo este mandato divino todo adquiere sentido para el ser humano, la alegría y el dolor, el descanso y el esfuerzo, el gozo y el sufrimiento, la vida y la muerte. 

Saber esto es importante, pero aprender cómo hacerlo es tarea de toda la vida. 

Muchos dicen: “Lo importante es vivir bien, sin hacer daño a nadie”. Luego, no sacan tiempo para la oración, para los sacramentos, para leer y meditar la Palabra, para ejercer la caridad, no son selectivos con lo que leen, creen que ya lo saben todo. Sin darse cuenta, el enemigo va calando en sus vidas, poco a poco van cayendo en el relativismo moral. Empiezan a ajustar la vida de acuerdo a sus necesidades. Se van volviendo cada vez más egoístas. La felicidad propia es su guía aunque en algunas ocasiones esa felicidad se logre pasando por la desdicha de los demás.

Cuando se coloca primero el amor a Dios, todo se ordena de acuerdo a sus Principios, a su Palabra. Se asume la responsabilidad de las actuaciones con el criterio de no ofender a Dios, y a Dios le ofende lo que vaya en contra de nuestra dignidad o de la dignidad o felicidad de los demás. Las leyes de Dios son Leyes gano-ganas. Aunque a veces impliquen sacrificios y dolores, con visión de eternidad, ocasionan el bien a la persona y a los demás.

Los seres humanos estamos en proceso, somos débiles, necesitados de guía divina para tomar el camino del Bien. El enemigo es muy astuto y nos presenta como bien cosas que nos perjudican o hacen daño a otros, o disfraza el bien de anticuado, doloroso o aburrido. Debemos pedir a Dios sabiduría y discernimiento para hacer su voluntad. No podemos bajar la guardia y buscar todas las fuentes que nos conduzcan a Él. El es nuestra fuerza y nuestro motivo. La felicidad que el hombre anhela es muy poco al lado de lo que Dios le ofrece.

San Agustín decía: “Ama, ama bien y luego haz lo que quieras, porque quien ama verdaderamente a Dios, no será capaz de hacer lo que le desagrade y en cambio se dedicará a hacer todo lo que a Él le agrada”. 

Ese amor a Dios tendrá que concretarse en obras. “Obras son amores y no buenas razones”. Deberemos revisarnos permanentemente para descubrir qué nos distancia de los demás y de Dios, contrastar la Palabra hecha vida en Jesús con nuestra vida, corregir, más oración, más obras… y así en permanente espiral de acercamiento a Él. 

Nunca lo entenderemos todo, somos seres muy limitados. Sin embargo si pedimos a Dios el don de la fe, viviremos con más sentido de eternidad. Abandonémonos como niños en brazos de sus padres, con confianza, con certeza, que nadie más que Él quiere nuestro bien, nuestra plenitud. Repitamos con San Pablo “Que nada ni nadie nos separe del amor de Dios” y con María: “Hágase en mi según tu palabra”.