Los epitafios

Autor: Rev. Martín N. Añorga 

 

            La palabra epitafio es la combinación de dos vocablos griegos: tóphos, que significa tumba y epi, que significa sobre. La definición más escueta la produce el diccionario Pequeño Larousse: epitafio es una inscripción sepulcral.

            La costumbre de marcar las tumbas data desde tiempos inmemoriales. En los siglos XVIII y XIX se escribieron numerosos libros sobre el tema. Hoy día, debido a las limitaciones impuestas en los códigos de los cementerios y al costo de los mármoles y la mano de obra, los epitafios son sobrios y sombríos; pero en el pasado fueron originales y pintorescos.

            Sin faltar el debido respeto a los difuntos, hemos preparado una colección de originales epitafios que ha sido producto de nuestra costumbre de ojear y hojear los más diversos libros. La mayoría de estos epitafios hemos tenido que traducirlos y adaptarlos al español.

            En un pequeño cementerio de un pueblo francés, sobre la tumba de un amigo, alguien escribió esto, dirigido a los que por vivir, poco piensan en la muerte: “Ahora que estás vestido con elegancia, y de acuerdo con el mejor estilo; recuerda que pronto estarás sin prestancia, vestido como yo, sin algodón ni hilo”.

            Este otro es de 1785 y todavía se lee en un cementerio de Colchester, en Connecticut: “El fue un hombre de gran inventiva, y muchas cosas creó; pero no pudo inventar como volver a la vida cuando Dios se lo llevó”.

            Hay epitafios festivos, como éste de un cementerio perdido entre los pequeños pueblos de las montañas de Oregón: “Aquí yace Jack: el pobre, pisó en lugar del freno, el acelerador”.  Y éste otro, de Vermont, tiene peor redacción que mala intención: “Aquí descansa mi esposa. Todas las lágrimas no la traerán de regreso. Por eso yo lloro sin cesar”.

            En Burlington, VT, se lee otro epitafio redactado de forma inopinada: “Vivió unida a su esposo por 52 años y ahora está feliz porque ha pasado a mejor vida”.

            Alguien me dijo que leyó en el cementerio de un pueblo de México, sobre una tumba esta inscripción: “Aquí yaces, y yaces bien. Tú descansas y yo también”. Y hablando de México, recuerdo la tumba de José Alfredo Jiménez, el gran compositor y cantante ídolo de Guanajuato. El modesto monumento dedicado a su memoria es un acordeón en el que aparecen grabados los títulos de sus más famosas canciones. Sobre la lápida sepulcral inscribieron esta tétrica frase de uno de sus corridos: “La vida no vale nada”. Un acompañante me contó que para José Alfredo Jiménez esa afirmación era válida, porque él echó su vida por la borda, prendido al alcohol.

            No quiero que se piense que yo soy asiduo visitante a los cementerios; pero lo cierto es que he estado en muchos. Me fascinan el silencio, la sombra de los árboles, las obras de arte que en algunos hay y la variedad de caracteres que descubro en la lectura de muchos epitafios. El más famoso en el que he estado es en el Forest Lawn Memorial Park, de Hollywood, en California. Este cementerio ocupa una superficie de 300 acres y tiene tres espléndidos templos en su interior. Entre las tumbas más célebres tenemos las de Walt Disney, Erroll Flynn, Nat King Cole, Clark Gable, Jean Harlow y muchísimas otras imposible de enumerar. Uno puede pasarse varios días recorriendo sus jardines y anotando los románticos epitafios que son como una canción de amor a los muertos de parte de quienes viven.

            No puedo dejar de mencionar el Cementerio Nacional de Arlington, en Virginia, en el que yacen más de 275,000 héroes militares y sus más cercanos familiares. El Cementerio, con 624 acres de jardines que se extienden alrededor del río Potomac, es el lugar de descanso de muchas de las más grandes figuras de América. Mencionarlas aunque sea parcialmente sería imposible en un espacio como el que tenemos a nuestro alcance. Los epitafios en Arlington son sobrios, al estilo norteamericano; pero a nadie se le escapa el detalle de la edad de los militares allí sepultados. Son vidas que “terminaron al empezar”, como dijo en cierta ocasión  un reflexivo clérigo.

            Un amigo – de esos que gozan recorriéndole los caminos al mundo -, me dijo que en cierta ocasión visitó en Santos, Brasil,  el cementerio más grande del mundo. Es el Memorial Necrópole Ecuménica , que consiste en un edificio de 10 pisos de altura que cubre el breve espacio de unos 5 acres. Su construcción comenzó en marzo del 1983 y el primer entierro tuvo lugar en julio de 1984. “Los epitafios – me aclaró – casi no existen. Se trata de lápidas con los nombres de los fallecidos, sus fechas de nacimiento y fallecimiento y una frase apretada en muy pocas palabras”.

            Evidentemente los epitafios son cosas de ayer, así que sigamos mencionando algunos de ellos. En una revista leí – y nunca he comprobado si el hecho es cierto -, que en un cementerio de Texas aparece, sobre una regia tumba este epitafio: “Aquí yace Jane Smith, esposa de Thomas Smith, especialista en mármoles. Este monumento fue erecto en su memoria como un tributo a sus grandes méritos humanos”.  Un poco más abajo, en letras más pequeñas, se lee: “Monumentos de este tipo se venden por 300 dólares. Los interesados vean al Sr. Smith”.

            En Petersborough, NH, hay una tumba del año 1823 con este sencillo epitafio: “Muy enfermo mis ojos logré abrir; no me gustó lo que vi y  me vine aquí para echarme a dormir”.

            En casi todos los epitafios, por irónicos que sean, hay siempre una escondida verdad. Veamos éste que se encuentra en una tumba del año 1859 en un cementerio de Chicago: “Frío es mi lecho; pero lo quiero así porque más fríos son los amigos que se paran frente a mí”.

            Este epitafio, según Edmund Fuller, autor de un libro de anécdotas, es real. Puede todavía leerse en el cementerio In Pere-la-Chaise, Paris. Dice así: “Aquí yace Pierre Caborchard, comerciante. Su inconsolable viuda erige este monumento en su memoria y continúa con el mismo negocio en la misma dirección: 167 Rue Moúffetard”.

            “Ni mi país ni mi nombre preguntes: yo solo quiero decirte que por mucho que trates de huir, llegarás al mismo sitio en el que estoy yo”, reza un epitafio griego que data del año 1874. No caben dudas de que la filosofía de este desconocido difunto se apega a la inexcusable realidad de que la meta común e inevitable de cada ser humano es la muerte.

            En cierta ocasión unos cuantos amigos reunidos para pasar un rato de esparcimiento decidieron que cada uno dijera el epitafio que sobre su tumba quería que fuera colocado. Los hubo de todo tipo, cómicos, trágicos y trágico-cómicos. Pero en especial hubo uno profundamente religioso, que hizo que las risas se ahogaran y el espíritu festivo se apagara. Se trataba de un joven de 28 años, aquejado de una enfermedad mortal. “Yo quiero – dijo -, que sobre mi tumba se escriba esto: “Julián Castillo: un amigo de Dios que anduvo alejado; pero que regresa feliz a su hogar de siempre”.

            Si yo pudiera escoger mi epitafio, algo improcedente, porque en la lápida del panteón en que me colocarán apenas cabe mi nombre, yo quisiera que se dijera esto: “Mi vida halla sentido en la muerte porque muero con Cristo, mi Dios y Señor”.

            Los epitafios, como ven, tienen que ser breves porque se leen de corrido. Los que van a los cementerios siempre tienen prisa por salir. Ya tendrán, por supuesto, tiempo de quedarse dentro,

            Y para terminar, ¿saben ustedes cuál es el más extraordinario epitafio en la historia de la humanidad? Uno que existe sobre una tumba vacía: “No está aquí, porque ha resucitado”. Precisamente hoy, domingo de Resurrección nos unimos a ese epitafio victorioso y proclamamos: “¡Aleluya, El vive!”.