La ingratitud: mancha del carácter

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

 

De ingratos está el mundo lleno”, decía mi mamá, hace un montón de años, cuando alguien ignoraba el bien que se le había prodigado. Francisco de Quevedo, el poeta español, lo decía de otra manera: “Quien recibe lo que no merece  pocas veces lo agradece”;  pero Dale Carnegie, nos comparte un lema que consideramos bien oportuno: “Esperar gratitud de la gente es desconocer la naturaleza humana”.

            ¿Es cierto que la ingratitud es parte de la naturaleza humana?

José Martí, cuando estaba preparando la Guerra de Independencia, le escribió una carta a Máximo Gómez en la que le decía estas palabras: “Yo ofrezco a usted, sin temor de negativa, este nuevo trabajo, hoy que no tengo más remuneración  que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.

¿Creía el Apóstol, en efecto, que la ingratitud es un común comportamiento humano?

Hay varios factores que intervienen en el proceso de la ingratitud. Los analizamos sin autoridad académica, basados simplemente en nuestra experiencia.

Creemos que la ingratitud parte de un desproporcionado sentido de superioridad personal que muchos alientan sin razones aparentes para justificarlo. Recuerdo en mis años iniciales en el ministerio a un vagabundo placeteño que se sustentaba de la limosna que manos generosas le hacían llegar. Alguien me mencionó que la característica de este pobre hombre era que nunca daba las gracias por lo que recibía. Cuando le llamaban la atención sobre esta descortesía, que iba en contra de él mismo, su atención se desviaba y continuaba impertérrito su camino. En cierta ocasión logré una conversación con este típico pordiosero pueblerino, y de pronto le hice esta pregunta: ¿por qué nunca das las gracias por lo que te dan?. Su respuesta no la olvido: “Porque no me dan sino de lo que les sobra”.

Para ser agradecidos es necesario despojarse de la idea de que la gratitud exalta de forma indeseada al dador. ¿Para qué voy a darle las gracias?, me preguntaba un joven refiriéndose a su hermano de más edad, y añadía: ¿Para inflarlo más de lo que está?.  Yo estimo que quizás, en efecto, en algunos casos la gratitud tenga algo de servilismo, y que en otros tantos la persona que la recibe sienta un impulso hacia la superioridad; pero se trata de situaciones aisladas, de excepción. En la vida cotidiana las cosas no tienden a suceder de esa forma.

He visto que la ingratitud – en muchos casos – es un problema de comunicación más que de sentimiento. La gratitud que no se expresa, se disminuye; pero no nos damos cuenta. San Lucas el evangelista nos narra la ocasión en que Jesús sanó a diez leprosos y uno solo regresó a darle gracias. El Maestro se limitó a preguntar dónde estaban los otros nueve. No podemos creer que no estuvieran agradecidos; pero de seguro que estaban tan contentos que corrieron a comunicar las buenas nuevas a familiares y a amigos. De seguro que a todos les decían lo agradecidos que estaban con Jesús; pero a El no volvieron para decírselo. El pecado de estos leprosos no estuvo en su ingratitud, sino en su silencio.

Hay mucha gente agradecida que proyecta ingratitud por el simple hecho de que no se animan a vestir de palabras los sentimientos que anidan. A menudo me encuentro con personas que me dicen cuán agradecidas están por esto o aquello que pude alguna vez hacer a favor de sus vidas. “Lamento que no se lo dije antes; pero en mi casa estamos muy agradecidos a usted por ...”. ¿Quién que se haya dedicado al servicio público no ha oído este tipo de expresión?. Mi consejo es bien simple: ¡si está agradecido, dígalo o escríbalo; pero jamás lo calle!. Recuerdo las palabras de un viejo poema cuyo autor desconozco: “ ... la voz nos la dio Dios para que le habláramos, y las bendiciones nos las da para que se las agradezcamos...”.

Hay que reconocer que  la ingratitud suele ser una distorsión del carácter. Hay gente que no agradece porque es mala. Los envidiosos, los avariciosos, los orgullosos – y pudiéramos alargar la lista -, son ingratos porque en el corazón no le caben virtudes, ya que lo tienen lleno de vicios. Diderot puso de manifiesto su cinismo cuando dijo que “la gratitud es una carga y las cargas se hacen para que nos las quitemos de encima”.

En efecto, la ingratitud es una falsa superioridad, un silencio impropio y una mancha del carácter Pero también es un problema de educación religiosa. Y añado el adjetivo “religiosa” por aquello de que para muchos la gratitud es una simple falta de educación: “Da las gracias, niño, no seas mal educado”, reclamaban los adultos de ayer. Decir gracias puede, en efecto, ser una expresión de educación, cultura y decencia; pero no necesariamente una expresión de sinceridad. Y de esto debemos cuidarnos.  Decía La Rochefoucauld - equivocadamente -, “que debemos dar gracias en lo poco para tener acceso a lo mucho”. En ningún modo la gratitud debe considerarse una inversión ni una mera norma de cortesía. Es necesario enmarcar el sentimiento de gratitud en el ámbito de lo religioso.

La Biblia abunda en menciones a la gratitud. Si fuéramos a escribir un artículo estrictamente religioso el material nos sobreabundaría. En términos concretos, La Biblia nos demanda gratitud a Dios en todo, y la promueve en nuestras relaciones humanas. Hay textos en los que Jesús condena la ingratitud, y la misma tendencia se hace expresiva en las epístolas. En el Antiguo Testamento, los Salmos y los Proverbios demandan la gratitud y condenan la ingratitud.

Los ingratos, o son ateos, o no mantienen una relación apropiada con  Dios.  Yo he descubierto que cuando una persona experimenta una renovación espiritual, el resurgimiento de la gratitud es parte integral de esa renovación.  Tenemos el caso de los peregrinos, quienes nos legaron la celebración del Día de Acción de Gracias. Se congregaron no para agradecer excesos, lujos, abundancias o riquezas. Agradecieron la victoria sobre la intemperie y la brevedad de lo elemental para vivir. En sus circunstancias los incrédulos hubieran explotado de agresiva ingratitud.

Es triste que haya ingratos. Y lo más triste es que las personas generosas, nobles y amables reciban la ingratitud como un dardo traidor que les taladra el alma. Aunque no hagamos el bien para que nos lo agradezcan, como proclaman mucho, todo el que hace un bien por impulso de su amor quisiera recibir al menos una sonrisa de la persona que recibe tal beneficio.

“Si recoges a un perro hambriento y lo alimentas, nunca te morderá; esa es la diferencia entre un perro y un hombre”, decía Mark Twain. Es cierto que la ingratitud es un deterioro de nuestra humanidad, una mancha en nuestro carácter, un peligroso déficit en nuestra personalidad. Lamentablemente hay muchas personas que no son conscientes de esta realidad.

Yo creo, a fin de cuentas, que lo mejor del mundo es hacer el bien y no esperar otra recompensa que la del gozo de hacerlo. ¿Puede usted decirme el nombre del buen samaritano de la parábola de Jesús?. El pobre hombre golpeado y abandonado a su suerte     que fue rescatado por el buen samaritano sabía todo lo que tenía que agradecer; pero no sabía a quien agradecérselo.

Quizás tú y yo tengamos la ventaja de saber a quien expresarle nuestra gratitud. El crimen sería que la calláramos, sobre todo a Dios, quien es aún capaz de oír la silenciosa voz de nuestros corazones.