La Nueva Religión millonaria

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

 

            El tema de los predicadores que se hacen millonarios y el de las iglesias  que acumulan fortunas ha cobrado tanta notoriedad que ha sido reiteradamente tratado en la prensa secular, en especial la televisión.

            Es, pues, oportuno, que analicemos la relación que existe entre la religión y el dinero. La Biblia no ofrece una posición definida sobre la iglesia y el dinero probablemente porque ese no era un problema de la época en que se escribió y tal vez porque los escritores sagrados no pensaron en que el mismo surgiría en las iglesias del futuro. Hay que recordar que las iglesias del primer siglo eran comunidades pobres y a menudo marginadas del resto de la sociedad. Debido a la generalizada creencia en que la segunda venida de Cristo era inminente no se preocuparon los cristianos primitivos por elaborar una filosofía relacionada con la idea de una improbable afluencia económica.

             En el Libro de los Hechos se nos narra una interesante historia,  que erróneamente muchos relacionan con la idea del comunismo, en la que se nos cuenta que los cristianos de la incipiente iglesia se despojaban de sus bienes y de sus propiedades y las entregaban a un fondo común con el propósito de proveer alimentos a los congregados y ofrecer socorro a los necesitados. Quizás los cristianos estaban viviendo en comunas en espera del regreso de Jesús. Ante tal expectativa a nadie le era necesario acumular fortunas y lo lógico es que se pusieran los recursos en manos de los líderes religiosos para que éstos los administraran  ordenada y equitativamente en pro del beneficio común.

            A medida que los cristianos fueron reconsiderando las ideas paulinas y se acogieron a la convicción de que la venida de Jesús no estaba al producirse en el tiempo que ellos le habían asignado, empezaron a organizarse con vistas al futuro; pero no fue hasta la aceptación del cristianismo por el imperio romano en el siglo III   que la iglesia comenzó su asociación con la riqueza.

            Justo es señalar, sin embargo, que no todas las iglesias han hecho trato con la fortuna. A lo largo de la historia han florecido los grupos y las órdenes que enfatizan la pobreza y la frugalidad como sus grandes cualidades. Hoy día sucede exactamente igual. Existen las llamadas “mega-iglesias” que manejan millones de dólares y que justifican sus riquezas explicándolas en términos de donaciones y bendiciones especiales; pero existen también las iglesias pobres que basan únicamente sus riquezas en la abundancia espiritual.

            El hecho de que una iglesia sea rica no siempre significa que sea carente de espiritualidad. Hay muchos casos en que el dinero se convierte en fuente de bendición. Tenemos el caso de Rick Warren, que ha hecho millones con sus libros, pero que conserva su mismo estilo de vida, sigue sirviendo a su misma iglesia de siempre sin devengar salario y ha puesto su fortuna al servicio de los demás. “¿La idea de que Dios quiere que todo el que le sirva sea rico? ¡Basura!. Eso sería crear una nueva idolatría. Usted no puede medir su valor por sus pertenencias”, dice el autor de “Una Vida con  Propósito”.

            Pero hay otros, tal vez demasiados, que creen lo contrario. “Yo creo que Dios quiere que seamos prósperos. Pienso que El quiere que seamos felices. Creo que El quiere que disfrutemos de nuestras vidas. Lo que quiero decir es que Dios quiere que seamos ricos.” dice Joel Osteen, uno de los pastores más exitosos del país, líder del movimiento llamado de “la Prosperidad”, el que tiene sus antecedentes en hombres tan conocidos como Benny Hinn, el que en una campaña de fondos para TBN (Trinity Broadcasting Network) dio este testimonio: “Hace años se solía predicar diciendo que íbamos a caminar por caminos de oro en el cielo. Yo no voy a necesitar el dinero allá arriba. Donde me hace falta es aquí abajo”. La lista de los pastores que consideran que las riquezas son una bendición divina que hay que disfrutar es larga; pero el hecho es que esa riqueza no es creada por ellos, sino que les proviene del desprendimiento de sus seguidores.

            En una reciente edición de la revista TIME  se publican los resultados de una interesante encuesta. El 61% de los encuestados cree que Dios quiere que seamos prósperos económicamente, en tanto que en respuesta a otra pregunta el 49% rechaza la pobreza como resultado de la voluntad de Dios. Sin embargo, un 62% critica a los clérigos que acumulan riquezas excesivas y viven a todo lujo. En adición, se afirma que para los cristianos tradicionales la tesis de que lo que damos a Dios, representado éste por la iglesia y por sus pastores, nos es devuelto con creces, no es mayoritariamente aceptable. El llamado “evangelio de la prosperidad”, tiene sus adherentes; pero suele producir más desengaños que logros, según los miembros de las denominaciones históricas.

            Para muchos, religiosos o no, es  chocante que haya supuestos líderes espirituales enriquecidos que vivan con una altanería antípoda del mensaje evangélico. Hemos visto, en estos últimos meses en la televisión a un pastor tan enfatuado con el poder económico de que disfruta que se vanagloria de los lujos que posee, los que ya son tantos que no caben en su identidad de hombre, por lo que ha llegado a auto titularse “la encarnación de Jesús”.  Ni aún hombres como Robert Tilton, Morris Cerullo  o Frederick  K. C. Price se han atrevido a tanto.

            El dinero en sí no es ni malo ni bueno. Su calidad depende de su uso. Con dinero se compran medicinas para una enferma y se compra el cuerpo de una mujer; se puede comprar con dinero un local para una iglesia o una mansión para un burdel. Cuando la fortuna corrompe al que la posee, se convierte en una desgracia. Cuando la fortuna es un medio para remediar desgracias ajenas, se convierte en una bendición. Un pastor que se jacte ante las cámaras de que posee una docena de automóviles de lujo y media docena de relojes Rolex de oro, y que además de eso se proclame ser Jesucristo, rompe los parámetros de lo permisible.

            San Pablo dijo que el obrero es digno de su salario; pero se refería, por el contexto en que lo dijo, a que cada persona que trabaja tiene derecho a poseer los medios para sostener su vida y la de su familia. No se refería a la residencia de tres millones de dólares, al yate de un millón, a los automóviles con chapas de oro ni a las joyas ni a los trajes a la medida de diez mil dólares. Se refería a la satisfacción de lo elemental. Los que dicen que cumplen con los mandatos de Jesús al aspirar a vivir vidas prósperas son muy selectivos en su obediencia. Suelen olvidarse de que Jesús le dijo al joven rico: “vende todo lo que tienes y dalo a los pobres”, y más aún, ignoran el clásico mandato de “da a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. El lema, “mucho para mí y poco para Dios” es una consigna con sabor a azufre.

            Resumiendo, afirmamos que no estamos en contra de los que acumulan riquezas, en tanto que las mismas no les corrompan el carácter y decidan usarlas para el bienestar de los demás; pero sí estamos en contra de los que se enriquecen con las ofrendas y regalos de gente más pobre que ellos, y viven por encima de la necesidad ajena, esquivando sus responsabilidades como cristianos.

            “Uno no puede deshonrarse cuando es rico” dijo Diderot, citando  una fuente secular; pero preferimos terminar con un pensamiento de Jesús: “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de los cielos”.