El Otoño

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
               
El otoño suelen asociarlo con la vejez. Para hablar de una bella dama de ciertos años decimos eufemísticamente que tiene “una hermosa belleza otoñal”. Quizás sea porque esta estación aparece en los meses finales del año y sirve de pórtico a la inhóspita frialdad del invierno.

             En Cuba, y también en este cono sur de la Florida, no podemos disfrutar plenamente de todas las estaciones. El invierno es solapado, entra y sale furtivamente, enfría las quietas horas del amanecer y huye cuando aparece el sol con su puntual tibieza cotidiana.  No hay nieve que bese de blanco la tierra, ni brumas tristes que nos toquen con manos gélidas. El invierno, entre nosotros, es soplo que se esfuma y espuma que se diluye.

            La primavera es una estación que se nos hace amiga cercana. Nos llega con la música de las aves y los colores de las flores. En otras latitudes la primavera es la resurrección, el regreso de la vida, el retorno de las sonrisas y el abrazo de los paisajes. Entre nosotros es el jardín renovado,  los verdores recién pintados en el lienzo de nuestro  césped y una romántica  claridad que salpica de brillos los infinitos mantos del cielo.

            Nuestra estación es el verano. La Florida es un pedazo de Estados Unidos insertado en la geografía del Caribe. El sol es nuestro fiel acompañante diario, Sus rayos nos sofocan, pero nos iluminan el camino. De tal forma estamos acostumbrados al calor floridano que las temperaturas ligeramente bajas nos parecen amenazas.

            Cuando nos ha correspondido viajar a regiones donde los días son cortos e inmensamente largas las noches, nos inunda el tedio, nos domina la nostalgia. Nos falta el sol y con tal ausencia pesándonos en el corazón, empezamos a contar las horas que nos separan del reencuentro con las tibias olas del mar.

            El otoño que nos toca no es abusivo; pero es encantador. No vemos por acá las hojas de los árboles disputándose el mejor color, ni            sentimos el silbido quejumbroso del viento tocando un arpa mágica en las cuerdas de las ramas desoladas. Nuestro otoño no es el silencio de flores que recogen sus pétalos ni el soñoliento peregrinaje de los animalillos del bosque en procura de la cueva que les sirva de hogar; pero nuestro otoño es bello, sugestivo, conmovedor y tiernamente discreto.

            Me encantan los cambios en la acuarela de nuestros parques y jardines, y me conmueve la hoja errante que descuidadamente me roza la frente. En el otoño me enamoro de los atardeceres. Ese color rojo encendido del horizonte, como si fuera una hoguera que prende Dios para ponerle ritmo a su creación, es un precioso punto final a la travesía de un día que muere con heroísmo.

            El otoño es pausa para la meditación. En estos tiempos las reuniones vespertinas que se convocan para cantar himnos convierten en templos un pedazo del patio o una esquina del parque. Una fresca tarde otoñal es una canción que se ve, es la revelación del gran secreto de la brevedad de la vida. Nacemos y somos cálidos como el verano, envejecemos y somos pálidos como una hoja de otoño, morimos y somos el espejo del invierno. Volvemos a vivir gracias al veredicto supremo de Dios y somos transparentes y limpios como un arroyo en primavera. El otoño es el intermedio entre el pasado del calor y el frío de los finales. Es la estación que nos hace gozar el recuerdo de las flores y nos prepara para el vacío del adiós definitivo.

            Cuando hablo de las hojas del otoño recuerdo unos versos de Dulce María Loynaz en su “Obra Lírica”, libro que conservo como guardan sus medallas las beatas de ayer. Estos son los versos:

 

            “A mis pies la hoja seca viene y va

              con el viento;

              hace tiempo que la miro.

              hecho un hilo, de fino, el pensamiento.

              Es una sola hoja pequeñita,

              la misma que antes vino

              junto a mi pie, y se fue, y volvió temblando …

              ¿Me enseñará un camino?”

 

            Hay una poesía de Antonio Machado dedicada al árbol, en cuya estrofa final se resume el secreto fascinante del otoño:

 

            “Sí, buen árbol; ya he visto como truecas

             el fango en flor, y sé lo que me dices;

             ya sé que con tus propias hojas secas

             se han nutrido de nuevo tus raíces”

 

            Vivimos en un mundo de llamativos contrastes. Astronómicamente, en el hemisferio sur la estación otoñal comienza entre el 22 y 23 de marzo, en tanto que en  el hemisferio norte se inicia entre el 22 y el 23 de septiembre, terminando con el solsticio de invierno, el 21 de diciembre. En ambos hemisferios el otoño es la estación de las cosechas. ¿No es interesante que en la época en que los árboles se desnudan de adornos y los paisajes se tiñen de nostalgias sea precisamente cuando la tierra nos da el tesoro de sus frutos?

            Siempre nos ha intrigado que en el otoño los árboles se desvistan de hojas, cuando quizás las mismas pudieran servirles de protección ante las acechanzas del invierno. Sin embargo, estos cambos tienen una impresionante explicación. Las hojas que se desarrollan durante las estaciones del verano y la primavera tienen la función heroica de alimentar a los árboles que adornan, y al mismo tiempo sirven para ir acumulando los desechos que la planta excreta, y es así que envejecen. Las hojas, pues, mueren por dar vida a los árboles.

            El otoño es un canto de victoria al sacrificio. Cuando las cosechas se producen, la tierra es como madre que muere por dar a luz. La impúdica desnudez de los árboles se debe a la ausencia de hojas que se deshacen para abrir espacio futuro a los ávidos retoños que pintarán de verde el blanco de los ámbitos invernales.

            No puedo disimularlo. Me encanta el otoño porque lo comparo con mi propia vida. Una vez tuve el calor y la altivez del verano, ahora soporto agradecido el recio peso de los años y me acerco silencioso y confiado al encuentro final con el invierno. Después, igual que el mundo en el que vivo, me espera la primavera: ¡un despertar de sonrisas en los jardines floreados del cielo!