La soledad

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
“Todo el infierno está encerrado en esta palabra: soledad”, escribió Víctor Hugo, y con razón.


Estamos acercándonos a las festividades navideñas y ésta es la época del año en que más duele y hiere el sentimiento de la soledad. “Estar solo es acostumbrarse a la muerte”, afirmaba Louis-Ferdinand Celine. En días como éstos se muere un poco en la angustia de la soledad.


En la reciente celebración del Día de Dar Gracias vimos las escenas televisadas de hileras de personas pobres a quienes se les servía una deliciosa cena. Debieron haber estado – de acuerdo con quienes les alimentaban -, alegres y agradecidos; pero el rostro vacío de expresión contrastaba con la bandeja llena de golosinas. La soledad no se mitiga con una cena de regalo, ni se supera en medio de desconocidos a quienes solo nos hermana la necesidad.


¿Qué es la soledad? Algunos sicólogos la definen como “la desintegración del ser y la frustración por la ausencia de otros”. He leído una interesante definición: “La soledad es la sensación culpable de la pérdida de relaciones necesitadas y añoradas”. Como quiera que la entendamos la soledad es tan dolorosa como una enfermedad incurable. “Nadie llega hasta el fondo de su soledad”, se quejaba Bernanos en su “Diario de un cura rural”.


Hay diferentes clases de soledad y diferentes formas de sufrirla. Hace pocos días me confesaba una señora entristecida que para ella, con la muerte de su esposo, se habían enterrado para siempre las navidades. Es la concepción del luto, la ratificación de nuestro amor por el ser que ha partido. En la experiencia de la muerte, los que viven anidan un inconfesado sentimiento de culpabilidad. “Hubiera preferido morir mil veces yo antes que mi hijo”, exclamaba entre sollozos una desconsolada madre cuyo hijo murió trágicamente en un accidente de tránsito. En estos casos la soledad tiene raíces profundas de amargura que son muy difíciles de arrancar. Solamente el tiempo puede engendrar el bálsamo de la resignación. Para los que son cristianos la habilidad para manejar la soledad como subproducto de la muerte es diferente. En mi condición de pastor, sin embargo, he descubierto a lo largo de los años que muchos creyentes adoptan la noción equivocada de que llorar por un ser fallecido es una expresión débil de la fe. Mi consejo es que el dolor no debe esconderse ni la soledad debe sufrirse sin protestarla.


Es bueno que entendamos que la soledad no significa necesariamente estar solos. “Podemos vivir solos, siempre que sea esperando a alguien”, decía Gilbert Cesbrón, y tenía razón. En la cárcel los reclusos viven con menos espacio que los demás seres humanos y a veces hasta sufren hacinamientos; pero se sienten irremediablemente solos. “Vivo esperando la visita de los domingos para ver a mi esposa y a mis hijos y es esta esperanza la que hace llevadera la soledad que sufro”, nos confesaba un preso a quien visitábamos. La soledad no consiste específicamente en la ausencia de compañía, sino en la ausencia de la compañía que se quiere. Desde este punto de vista podemos entender a nuestros ancianos que viven en asilos y que se congregan en comedores populares en los que pierden su identidad. Aparentemente siempre están rodeados de gente; pero el vacío interior que sufren no lo llena la más copiosa de las multitudes.


La pregunta que muchos se hacen es la de cómo superar el dolor de la soledad. Lo primero es que aprendamos a definir nuestra soledad. Hay personas manipuladoras que pretenden usar la idea de la soledad para demandar imposibles atenciones de parte de sus seres queridos. La soledad no promueve exigencias cuando uno sabe manejarla de la manera apropiada. Conocemos a una señora de avanzada edad que vive desde hace varios años en una instalación para cuidado de ancianos. De ella se quejaba una de sus hijas: “Nos llama constantemente para acusarnos de que la hemos abandonado y quiere que siempre algunos de nosotros esté a su lado”. Demanda imposible de satisfacer por razones de trabajo, espacio hogareño y carencia de medios para atenderla profesionalmente. La joven me aseguró que jamás habían abandonado a su madre y que la continua reacción de ésta llenaba a todos de inquietudes. ¿Qué hacer en estos casos?. Nosotros creemos que los llamados “nursing homes” deben disponer de los servicios de siquiatras o sicólogos, y aún de clérigos, que ayuden a determinadas personas a resolver sus conflictos internos, orientándolas para que entiendan, hasta donde sea posible, las circunstancias en medio de las que tienen que vivir.


En términos generales existen reglas o sugerencias que las personas solas, con la capacidad mental necesaria pueden aplicar a sus vidas. El primer paso es buscar los medios que nos permitan enfrentarnos creativamente a nuestra sensación de soledad. Hay opciones numerosas: escribir un diario o coleccionar por escrito las grandes memorias de la vida, leer libros interesantes, practicar artes manuales, usar el teléfono para ayudar a otros, mirar televisión con sentido del límite, preparar un inventario de actividades que deben alternarse para evitar la rutina, conversar con vecinos, practicar juegos en grupos, etc. Una Iglesia que conocemos ha creado un “club de artes manuales”. El proyecto de este año fue el de tejer abrigos y frazadas para niños. En el mismo se involucraron 42 mujeres de avanzada edad que viven solas. El testimonio unánime fue el de reconocer que por el hecho de sentirse útiles dejaron de padecer de la agobiante sensación de soledad que antes las hostigaba.


Las personas activas tienden a sentirse menos solas y las que se involucran en grupos de intereses comunes hasta se olvidan de que tienen que vivir solas. Sabemos que la ausencia de los seres queridos siempre será un aguijón que hiere; pero como decía Santa Teresa de Jesús, “lo que importa ante todo es entrar en nosotros mismos para estar allí a solas con Dios”.


Existe en algunas familias la idea errónea de que llevar a la casa, de vez en cuando, a los viejitos que viven en asilos es un remedio para matarles la soledad. No se deja de estar solos por medio de compañía parcial o intermitente. Y no es que nos opongamos a esta práctica piadosa, sino que insistamos en el hecho de que la soledad no es sentimiento que se diluye por el placer parcial de una compañía efímera, sino que es una experiencia con la que hay que bregar hora tras hora. Es mucho mejor enseñar a una persona a vivir felizmente sola que disimular su soledad con atenciones diseminadas.


He descubierto que un gran remedio para convivir victoriosamente con la soledad es la fraternidad que ofrece la iglesia. Conozco a un matrimonio que vive en uno de esos adustos edificios para personas mayores, que considera el domingo como su día de fiesta. El tiene su traje, un solo traje –el dominguero-, y ella va todos los sábados al salón de belleza. “¡Nuestra gran salida es la del domingo cuando vamos a la iglesia, y siempre vamos elegantes y contentos!, nos decían casi al unísono estos esposos que llevan 62 años de casados. Sus tres hijos, uno vive en Holanda; el otro en Madrid y la tercera en San Francisco, pueden visitarles muy esporádicamente. “¡Los extrañamos, confiesan, pero mientras ellos están lejos, nosotros gozamos de nuestra familia que es la iglesia!


“Dios hace habitar en familia a los desamparados”, dice el salmista, y a esta promesa debemos acogernos quienes creemos que la soledad es nuestro destino insuperable.


Se puede vivir a solas, pero no necesariamente en soledad. Apéguese a esta verdad y viva en paz los días de vida que quiera Dios prodigarle. En esta Navidad goce de la compañía del Niño-Dios. ¡Y seamos todos felices!