Mas alla de las palabras

Autor: Rev. Martín N. Añorga

 

     
Continuamente oímos decir “que Dios te bendiga”. Esta expresión se usa a título de despedida al separarnos, para ponerle fin a una conversación o simplemente como una manera diferente de dar las gracias por un favor recibido.

            ¿Qué significan en realidad esas palabras: “Dios te bendiga”?

            Vamos a ofrecer  nuestra contestación por medio de dos dimensiones de matiz geográfico, para  hacerla más gráfica. Tracemos, en primer lugar, una línea vertical. Antes, vamos a divertirnos un poco con el diccionario pues supongo que para los que hace años que ya salimos de la escuela el concepto de lo que es una línea vertical nos resulte un tanto confuso. Pues bien, fui al diccionario y me encontré con esta definición: “Línea perpendicular al horizonte”. De inmediato quise saber qué es perpendicular y esto fue lo que me encontré: “se dice de la línea o plano que forma ángulo recto con otra línea u otro plano”. Dios mío, ¿el diccionario es para ilustrarme o confundirme? Lo más simple es decir que vertical es la línea recta que sube o que baja, y que horizontal es la línea que nos queda al frente o a la espalda. Aunque se trate de una paradoja, pudiéramos decir que el horizonte es la línea que se convierte en el círculo que nos rodea.

            ¿Y a qué viene esta digresión geométrica? Pues simplemente al hecho de que cuando deseamos a alguien la bendición de Dios, solemos actuar en plano vertical. Encomendamos a esa persona al cuidado de Dios. Le indicamos que sus problemas y sus cosas se resuelven con una solución que viene de “las alturas”. Es darle a Dios toda la responsabilidad, de tal manera que nos sintamos después cómodos, al estilo de Pilatos, “lavándonos las manos” y dejando que el mundo nos siga siendo “ancho y ajeno”.

            Pasar frente a un pordiosero y decirle “que Dios te bendiga”, sin que pongamos una moneda en sus manos es una actitud de total indolencia. ¿No nos hemos puesto a pensar que Dios bendice a otros utilizándonos como medio?

            Ver a un niño desvestido y desnutrido y colocarle sobre su cabecita las manos diciéndole “Dios te bendiga”, sin que se nos abra el corazón en torrentes de amor servicial, ¿tiene algún sentido?  Honestamente, la bendición vertical no tiene sentido si no le adjudicamos la dimensión horizontal.

             Nos encontrarnos con un anciano solitario y desorientado, y lo miramos de pasada diciéndole “que Dios le bendiga”, al tiempo en que evadimos el cumplimiento de nuestro deber. Si de veras queremos que Dios bendiga a ese desvalido ser humano, tenemos que poner a su disposición nuestro corazón, nuestras manos y nuestro bolsillo.

            He pensado que a menudo, cuando le deseo a alguien las bendiciones de Dios, lo que hago es “verticalizar” (el verbo acabo de inventarlo), mis responsabilidades personales. Lo que la gente espera es un abrazo, una sonrisa, una ayuda, una compañía, un mensaje, una palabra de consuelo, ánimo y simpatía. Eso es lo que quiere Dios, pero si nos abstenemos de hacerlo, anulamos el deseo de que fluyan sus bendiciones.

            No vaya a entenderse que propongo erradicar de nuestro lenguaje una expresión tan dulce y generosa como es esta: “que Dios te bendiga”. No, todo lo contrario. Lo que quiero es que respaldemos, con nuestra obra, nuestro deseo. ¿No nos damos cuenta de que Dios quiere bendecir a sus criaturas por medio de aquellos que le aman?

            Ayer, en uno de esos encuentros casuales de que todos disfrutamos, una amable señora, me dijo, “que Dios lo bendiga”. Me gustó la expresión, y la agradecí; pero a título de experimento, le pregunté, respetuosamente y exhibiendo mi mejor sonrisa, “¿qué quiere usted decirme con su deseo de que me bendiga Dios?” Mi amable interlocutora vaciló por un momento y finalmente me dijo: “Pues que tenga salud, y que no le pase nada malo”. Al darle las gracias le añadí en forma de pregunta: “¿Sabe usted que Dios acaba de utilizarla para darme las bendiciones que me ha deseado?”. El encuentro terminó con un abrazo fraternal.

            En uno de los mensajes predicados por Jesús al final de su ministerio aparecen estas palabras en las que El se identifica con lo que hacemos a otros: ‘Venid, benditos … porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a mí”. Fijémonos en que no se dice: “tuviste buenos deseos para con los demás”, y es lógico que así sea, porque Dios se fija mucho más en lo que hacemos que en lo que decimos. Jesús nos alienta haciéndonos saber que nuestras obras a favor de otros, traspasan los límites de todas las distancias, y llegan al cielo.

            La madre Teresa de Calcuta elevaba diariamente una plegaria con sus compañeros de trabajo, que quiero en este momento compartir parcialmente con mis amigos lectores: “Mi muy amado Señor, quisiera verte hoy, y todos los días, en las personas de tus enfermos, porque sé que atendiéndoles estoy sirviéndote a Ti … aunque te escondas detrás de los que no son atractivos, los irritables, los que no razonan, haz que yo pueda reconocerte y sienta lo dulce que es servirte”. 

            La santa misionera de la India nos enseña que lo bueno que hacemos a las personas que nos necesitan, es hacerlo a Jesús. De aquí que cuando deseamos las bendiciones de Dios, somos nosotros los responsables de que tales bendiciones se produzcan.

 Hay una historia corta  de Leon Tolstoy que se refiere a Jesús, Pedro y Juan. Los tres andaban por un camino cuando oyeron a un leproso que gritaba quejumbrosamente su enfermedad para que nadie se le acercara. Jesús, sin embargo, dio unos pasos hacia él. Juan, conservando cierta distancia, improvisó un rasgo de misericordia y lanzó sobre la sucia túnica del leproso un pedazo de pan; pero éste no se inmutó, ni siquiera levantó su cabeza.  Pedro fue un tanto más audaz, y cuidándose de no tocarle puso su capa sobre los hombros del pordiosero, sin tampoco recibir ni una migaja de atención. Jesús los miró a ambos con cierto pesar y acercándose al leproso tomó entre sus manos el llagado rostro del menesteroso enfermo y le besó la frente diciéndole, “te amo”. Fue entonces que el paupérrimo hombre, abrió los ojos, levantó su cabeza y dijo con voz ronca: “gracias”. El sol los bañó con un esplendente rayo de luz y en lontananza se dejó escuchar el canto de los ángeles. La moraleja es bien simple: tenemos que aprender a dar a nuestros semejantes lo que ellos verdaderamente necesitan. Palabras les sobran. Hechos les faltan.

Es muy sencillo. La próxima vez que le digamos a alguien “Dios te bendiga” pensemos en qué podemos hacer para que de veras  la persona a la que le expresamos nuestro deseo sienta palpitar en su vida la realidad de esa bendición.

Quiero terminar este modestísimo artículo citando la llamada bendición sacerdotal, ordenada a Moisés directamente por Dios:

“El Señor te bendiga y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga de ti misericordia; el Señor alce sobre ti su rostro, y te dé paz”.

Interesante es que esta bendición nos promete luz, misericordia y paz. Recordemos las palabras de Jesús:

 “Yo soy la luz del mundo”, “Yo soy el buen pastor”, y no olvidemos que dijo “Mi paz os doy”. La bendición cobra fuerza y claridad cuando la convertimos en dádiva, sacrificio y amor.

“Mas allá de las palabras:”: ese es el reto y la misión.