Domingo III de Cuaresma, Ciclo B

Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré. Él hablaba del templo de su cuerpo”.

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Si Jesús hubiera dicho sencillamente: “podéis asesinarme; Dios me devolverá la vida”; incluso si hubiera dicho: “os parecerá que sois vosotros los que disponéis de mi vida a vuestro antojo, pero en realidad, no me la arrebataréis vosotros, porque soy yo quien la entrego: tengo poder para darla y para recobrarla”; si Jesús hubiera dicho eso, nos habría dado a conocer su destino y el misterio de su persona. Pero habríamos perdido una riqueza que nos ofrece la palabra que pronuncia en esta circunstancia: “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré. En esta revelación nos permite penetrar más en su misterio y se nos muestra como el templo de Dios. Dios mismo mora en él. Mucho más que “el cielo”, es Jesús mismo el lugar de la presencia del Dios tres veces santo. Mucho más que el viejo templo de Salomón y el nuevo templo de Zorobabel, es Jesús, su propia persona, su cuerpo mortal y resucitado, el lugar nuevo en que tenemos acceso a Dios.

El cuerpo que el domingo anterior veíamos transfigurado es un cuerpo frágil, vulnerable, mortal. Está formado por esta quebradiza arcilla nuestra. En él se alojará el sufrimiento, el dolor, la angustia, somatizada de forma tan impresionante como nos narra san Lucas (en la “agonía” del huerto le caen goterones de sangre por los poros). En su cuerpo está expuesto a toda suerte de agresiones, al prendimiento, a la bofetada del criado, a los golpes, a los azotes, a la coronación de espinas, al desfallecimiento e impotencia, a los clavos y la lanza. En su carne se pueden abrir mil brechas y portillos por los que pueda penetrar la muerte para enseñorearse de él.

Pero en ese cuerpo mora Dios y a través de sus poros, de sus manos, de su mirada, de su presencia, el poderoso amor de Dios que vivifica irradia sobre todos los que se acercan. La mujer que sufría flujos de sangre lo toca y se cura; las manos de Jesús levantan a la niña de Jairo, se posan sobre las cabezas de los niños para bendecirlos, tocan la piel del leproso. Los pies de Jesús se dejan besar y ungir por la mujer pecadora, o por el medio litro de nardo puro que vierte María como anticipación de la sepultura de ese mismo cuerpo ya sin vida. A través de ese cuerpo: de sus labios y su palabra, de sus manos y su contacto (“no es la impureza lo que se pega, sino la pureza”), de sus pies de mensajero que anuncia la paz y trae buenas noticias a Sión; a través de toda la presencia y manifestación de esa carne irrumpe la primavera de Dios en nuestra historia, sin estrépito, pero muy en verdad, desde muy dentro.

Ese cuerpo es, como verdadero templo, el punto de encuentro del cielo y la tierra, lo humano y lo divino, el Creador y las criaturas, el Santo y los pecadores; es el nudo en que se entreveran el pasado y el futuro, la altura y la profundidad.; es el lugar de reconciliación de los pueblos que destruye el muro que los separaba: la enemistad, el odio, la lucha fratricida.

Ese cuerpo es el propiciatorio, el altar asperjado por la sangre del mismo Jesús, una sangre que no clama venganza, como la de Abel, sino gracia y reconciliación. Ese cuerpo que es el del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. De él manarán sangre y agua, símbolo de los sacramentos de la vida. Se parte y se reparte para que nosotros nos alimentemos y vivamos. Nos incorpora a sí y nos convierte en piedras vivas para formar un templo consagrado a Dios. Ahora es el que nos aglutina a los que estamos celebrando esta Eucaristía.

“Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré. Él hablaba del templo de su cuerpo”.