Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

La entrada en escena

Tras el bautismo (y tras las tentaciones), Jesús comienza a dar los primeros pasos en su misión. No son en absoluto titubeantes; al contrario, son pasos muy seguros y decididos. Jesús sabe lo que quiere, mejor, lo que Dios quiere. Primero elige el lugar en que va a arrancar su ministerio: la Galilea de los gentiles. Posiblemente lo elige porque lo considera un lugar estratégico: no es un rincón apartado, sino un punto de cruce y confluencia de culturas y religiones; allí habitan judíos y paganos. En ese sentido, nos puede resultar familiar aquel escenario, porque también nuestra sociedad aparece como una abigarrada variedad de ideologías, creencias y cultos. Vivimos inmersos en un complejo pluralismo cultural y religioso. Jesús no se sentiría desconcertado en este ambiente, que a nosotros quizá nos desorienta y deja confusos.

Esa Galilea es también una región descrita con los tintes oscuros con que la había presentado el profeta Isaías: un pueblo que habita en tinieblas, en sombras de muerte. Buen lugar, de nuevo, para que Jesús comience su actividad. No ha venido a dejar las cosas como están, a hacer algún ligero retoque, o a curar un leve rasguño; quiere hacerse presente y sumergirse donde el mal abunda, en una zona declarada catastrófica ya mucho tiempo atrás, allí donde arrecia el combate y el enemigo se hace fuerte. Tampoco hoy nos podemos conformar con una faena de aliño. Hay sobrados motivos para afirmar que en nuestro mundo existen una "cultura de la muerte" y una "cultura de la desesperanza", con múltiples manifestaciones: guerras, terrorismo, desprecio de la vida, indiferencia o solidaridad mezquina ante las necesidades de otros pueblos, enfermedades como el sida, etc. Jesús, en su primera aparición, se presenta como una luz de vida que irrumpe en esos oscuros dominios de la oscura muerte. No se desalienta ante ese panorama, ni cuando lleguen las dificultades se va a retirar a los cuarteles de invierno. Nos gustaría saber con qué estremecimiento interior, con qué fuerza de convicción, con qué apremio pronunció aquellas primeras palabras: "Convertíos. El Reino de Dios está cerca". Anhelemos, al menos, que brille para nosotros su luz indeficiente; abramos a su presencia nuestras Galileas personales y comunitarias.

¿Qué hace Jesús? ¿Cómo penetra Jesús en esos territorios de la muerte? ¿Cómo trae hasta nosotros el Reino de Dios? No resuelve las cosas de un golpe, de modo fulgurante, ni con un simple toque de varita mágica. Sencillamente, irá poblando aquellos territorios, de forma tenaz y día a día, con su presencia vivificante, con gestos de vida y con palabras de vida. Las calles, las plazas, las sinagogas, la orilla del lago, la casa, los caminos van a ser los escenarios de su actividad, su variado campo de operaciones. En los lugares por que pasa va dejando una estela de vida, una huella de la regia entrada en escena del Señorío de Dios.

Efectivamente, en el evangelio de hoy se nos apuntan unas señales, nada apabullantes pero bien reales, de esa eficaz llegada del reinado divino. Una es la llamada que Jesús dirige a cuatro hombres, cuatro galileos, que secundan su apremio, lo dejan todo y van en pos de él sin dilaciones. Tiene tal fuerza el Reino de Dios que hace a la gente capaz de romper con su género habitual de vida y de emprender derroteros nuevos. Esos hombres no van a ser simples acompañantes de Jesús. En adelante, formarán comunidad con él y faenarán con él en otras aguas que las del lago de Galilea. Y así se nos quiere también a nosotros: a ti, a mí. Has acogido la luz; ahora has de reflejarla e irradiarla para otros.

Otra señal del Señorío de Dios presente es la curación de las enfermedades y dolencias del pueblo. Jesús es esa luz que irradia sencilla y poderosamente vida en derredor. También en nosotros, seguidores suyos, habitan unos poderes de curación (aunque no sean cosa "milagrosa", son auténticos dones de Dios); también en nosotros hay capacidad de comunicar e irradiar vida. En el campo de batalla que es este mundo, hemos de militar, a la vez pacífica y resueltamente, a favor de la vida digna. Hemos de combatir lo que atenta contra ella, contra lo que la merma, contra tantas heridas y enfermedades físicas, psíquicas, sociales que son presencia del "antirreino".

Hoy podemos ver una tercera señal de este reino en la llamada que Pablo dirige a la comunidad de Corinto: donde hay división, no está presente el Reino de Dios, porque este reino ensambla comunidad. Ahora que estamos celebrando la semana para la unidad de los cristianos nos tiene que doler no ser buen signo del reino de Dios por culpa de la división entre las Iglesias. Necesitamos caminar los unos hacia los otros hasta que podamos sentarnos a la misma mesa. Así es como seremos ese buen signo de que Dios reina, porque Él hermana y reconcilia.

Hay en las sociedades, en las Iglesias, en nosotros, oscuras Galileas; si dejamos que Jesús las visite con su luz, podremos ser mensajeros del Reino, servidores de la vida, promotores de comunión. Él se nos da en la Eucaristía para que esto no sea sólo un sueño, sino una realidad densa y rica.