Domingo IV de Cuaresma, Ciclo A

"Dispuestos a pagar un precio".

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Damos un nuevo paso en nuestro camino cuaresmal, un paso que quiere conducirnos a un conocimiento mayor de Jesús y a una adhesión más consciente y viva a su persona. El domingo pasado se nos proponía en el evangelio el encuentro de Jesús con la Samaritana. Culminaba en una revelación de Jesús, quien, al final del diálogo, declaraba que él era el Mesías, dejando clavado este interrogante en lo más vivo de la mujer. Hoy nos hallamos ante un nuevo encuentro, que se salda con una nueva revelación (Jesús como el Hijo del hombre) y un acto de fe rendida por parte del ciego de nacimiento curado por Jesús, quien ya había vislumbrado en él un profeta.

La curación de la ceguera no se produjo instantáneamente. Jesús realizó un pequeño rito sobre el ciego y luego le mandó ir a lavarse a la piscina de Siloé. Y el ciego cumplió esta diligencia que Jesús le había prescrito. Era un gesto que requería en él confianza y docilidad. Y lo hizo con ese espíritu. Pero la curación le trajo complicaciones. Porque se tuvo que pronunciar sobre la persona que lo había sanado. Y en aquella circunstancia, la que vivían los cristianos de la época en que se escribió el evangelio, pronunciarse a favor de Jesús implicaba pagar un precio: concretamente, el verse expulsado de la sinagoga, quedando como a la intemperie, fuera de la comunidad de Israel, condenado a una especie de ostracismo religioso. De hecho, los padres del ciego no quisieron complicarse la vida y cuando se les interrogó respondieron con una evasiva. No estaban preparados para ese aislamiento religioso y social, como si fueran unos leprosos o unos apestados. Vemos, pues, que el encuentro de aquel hombre con Jesús y el regalo que recibió de la revelación de Jesús no fue algo barato. Pagó un precio, pero este precio quedó más que compensado con el don del encuentro y la revelación. También nosotros podemos desear vivir un encuentro con Jesús; podemos querer experimentar una revelación de su persona. Pero nos tenemos que preguntar: ¿estoy dispuesto a pagar algún precio para vivir ese encuentro y experimentar esa revelación? Sólo si respondemos afirmativamente podemos considerarnos preparados para recibir el don del encuentro. Quizá ese precio sea también el sentir cierto aislamiento, como el que padeció el ciego, porque en nuestra sociedad no faltan los que miran por encima del hombro a quienes se declaran cristianos; no faltan los que los aíslan. Es lo que contaba hace cierto tiempo una joven que había participado en una Misión Universitaria que se tuvo en la Universidad Autónoma de Madrid. Hubo compañeros y compañeras que le volvieron la espalda. Pero ella tuvo el coraje de dar su testimonio y se sintió más que recompensada por ese precio que había tenido que pagar. Esa puede ser una condición para el encuentro con Cristo. No nos echemos atrás si vemos que la tenemos que cumplir. Habrá valido la pena.

Jesús, en el signo que realizó con el ciego, se revela como luz del mundo. Estar en comunión con Él significa no estar ya a oscuras, no ir dando tumbos por la vida, estar orientados, vivir con sentido, aprender a ver las cosas a la luz de Jesús. Él, el Señor, es la luz verdadera. El bautismo recibía en los primeros siglos cristianos el nombre de iluminación, y a los bautizados se los llamaba los iluminados. Eran conscientes de haber recibido a Cristo como luz para sus vidas. Nos acercamos a la Pascua, y en la vigilia pascual se encenderá el Cirio y en él cada una de nuestras velas. Así recordaremos esta realidad fundamental de que Cristo es nuestra luz y que nosotros, los iluminados, que en otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor, como se nos ha dicho en la carta a los Efesios.

Hoy hemos de preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a pagar un precio para que se produzca en nosotros un nuevo encuentro con Jesús y a nueva revelación de Jesús? ¿Queremos ser luz en el Señor?