Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Autoridad

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Si nos acercamos a un grupo humano y notamos que abunda el desorden y que las cosas van manga por hombro, nos asalta esta pregunta: “Pero, ¡bueno!,  aquí ¿quién manda? ¿Es que aquí no manda nadie?”.

La primera impresión que Jesús deja ante la gente de la sinagoga es la de autoridad. Anunciaba la llegada del Señorío de Dios. Hoy empezamos a comprobar cómo este reino de Dios interviene en la vida de las personas, en nuestra historia cotidiana. Lo hace a través de la palabra de Jesús que enseña y de la palabra de Jesús que da órdenes a los poderes malos que se adueñan de las personas. El domingo pasado pudimos ver otra manifestación de la autoridad de Jesús en la llamada dirigida a cuatro hombres, que lo dejaron todo y lo siguieron al punto. Y aparecerán en adelante nuevas señales de esa autoridad de Jesús.

Su autoridad continúa presente entre nosotros. No sólo en las palabras del evangelio o de la Escritura. También en las palabras de los sucesores de los apóstoles, que han sido investidos de autoridad al servicio de la Iglesia. Podemos referirnos hoy a la primera encíclica del Papa Benedicto XVI, centrada en la realidad cristiana fundamental, el amor de Dios y las distintas formas de amor en la vida de la Iglesia. En ella habla también del amor de varón y mujer, sin ceñirse a los riesgos de que hablaba el apóstol Pablo. Es la autoridad de un creyente, un pensador, un dirigente al que se ha confiado la misión de Pedro.

Podemos recordar también otras formas de autoridad en la Iglesia. Por ejemplo, la autoridad de los místicos, de esas personas que tienen una comunión singular con Dios y que pueden hablar de él, no simplemente de oídas, por rumores que les han llegado, sino desde su experiencia. Hablarán con temor y temblor (como lo hacía santa Teresa de Jesús, que consultaba con hombres de Dios, como san Pedro de Alcántara, o con teólogos, o letrados, como Fray Domingo Báñez, para no ser víctima de engaños propios o de esos malos poderes a que hemos hecho referencia); pero nos contarán lo que han vivido, lo que han sentido, la experiencia que han tenido de la cercanía ardiente de Dios. Son mujeres y hombres que pueden hablar con autoridad, porque son expertos en las cosas de Dios por el contacto íntimo con el mismo Dios, con el Salvador Jesucristo.

Está la autoridad de los seguidores del Señor, la autoridad de los santos, que son quienes más de cerca han seguido a Jesús. En ellos, en su palabra, en su amor, en su entrega y abnegación, en su alegría, en su cercanía a los que sufren, a los pobres, a los últimos, en su capacidad de acogida muestra Dios cómo su Señorío actúa con fuerza, pero sin ninguna violencia. La autoridad de estas personas es más que la autoridad de un buen ejemplo; es la de una vida penetrada por la presencia de Dios y por su amor salvador. Son los grandes testigos del evangelio.

Se da también otra forma de autoridad: la de los profetas, cuya mirada descubre y cuya palabra denuncia lo que no va bien, el abuso, la explotación, la inhumanidad; o los arreglos y contemporizaciones a que somos bastante dados; una palabra que también alienta e infunde esperanza a los decaídos y vigoriza a los débiles. Es una palabra que, cuando denuncia, puede doler, pero que sana a quien se muestra vulnerable a las llamadas a la conversión, a rasgar el corazón, a abrirse al don de Dios, a emprender una vida según su querer