Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo B

El amor de Dios y nuestro amor

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Lo sabéis bien: estamos metidos de lleno en el tiempo de cuaresma. En él la mirada se dirige al Triduo Santo que la Iglesia celebrará dentro de 20 escasos días; la mirada se centra también en la cruz de Jesús. Es, además, una invitación que nos llega del evangelio de hoy, un mensaje que se puede condensar en estas palabras: “contempladlo y quedaréis salvados”; junto con ella, aparece otro motivo fundamental de este tiempo: “convertíos”, vivid como hijos de la luz. Y los dos motivos, la contemplación de Jesús crucificado y la conversión se encierran en uno sólo, el amor: el amor de Dios, tan universal y tan personal, y nuestro amor. A esta realidad radical, última, nos quiere llevar el camino cuaresmal. No es, pues, éste un camino secundario que nos vaya a alejar de lo esencial; al revés, quiere conducirnos a las realidades cristianas y humanas más centrales.

Hace más de un siglo dio un escritor una sorprendente definición de los evangelios. Decía: “son relatos de la pasión (y resurrección) de Jesús precedidos de un largo prólogo”. Cuando nos empieza a fallar la memoria, podemos olvidar algún episodio, parábola o dicho de esos cuatro libros; lo que es imposible olvidar es la pasión y muerte del Señor. Si alguien nos dijera: “póngale Vd. un título a Jesús”, daríamos una buena respuesta si contestáramos: “el Crucificado”. Sin duda, Jesús se merece muchos títulos, y el Nuevo Testamento le asigna unos cincuenta; pero Jesús es y será para nosotros el que se sometió a la muerte, y una muerte de cruz. San Pablo, en sus cartas, pasa por alto que el Señor hiciera milagros, esas sencillas y a la vez espléndidas señales de la llegada del reino y señorío de Dios; pero una y otra vez dirá el apóstol: “nosotros predicamos a Cristo, y un Cristo crucificado”. Y confesará conmovido: “me amó a mí y se entregó por mí”. Porque el amor de Jesús, como el de Dios, es absolutamente personal, a la vez que universal.

Recordad también cómo Teresa de Jesús acabó de entregársele de verdad gracias a la contemplación de un crucifijo: descubrió de forma nueva hasta qué extremo llegaba el amor de Jesús por ella. En este tiempo de cuaresma se nos llama a levantar los ojos y a dirigir la mirada al crucifijo, al Hijo de Dios clavado en la cruz. En ese drama de la pasión del Señor, en el que tan al desnudo aparece cómo los hombres podemos amar y amamos las tinieblas, y cómo recurrimos a la más oscura y brutal violencia, aparece también al desnudo el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús.

Y de ahí nace la llamada a la conversión, a vivir como hijos de la luz. Cuando nos dejamos tocar por la contemplación de Cristo en la cruz y acogemos el amor de Dios, su Espíritu nos renueva por dentro. Nos lleva, así, también a lo esencial de nuestra vida. Los apremios al ayuno, a la oración y a la limosna no se pueden reducir a realizar unos cuantos gestos como toques o adornos penitenciales de una larga y tediosa cuarentena. No; son estímulos para que como personas, como familia, como comunidad creyente, como verdadera Iglesia, vivamos una real conversión: en el desprendimiento y la generosidad, en el perdón a los que nos han hecho mal, en la reconciliación con aquellos con los que estamos más o menos enfrentados, en el ansia de la Palabra de Dios como palabra de vida, en tantas cosas más. Cuando celebremos la vigilia pascual se nos va a preguntar si estamos dispuestos a vivir unas renuncias y a adherirnos en fe al Dios vivo, a ese Dios que vivifica a Jesús y vivifica a los muertos. ¿Podremos responder con verdad a esas preguntas si durante la cuaresma no profundizamos en la conversión?

A medida que pasan los días de este tiempo especial, abrámonos a la contemplación de la Cruz de Jesús, aprendiendo a reconocer en ella el amor de Dios, y veamos qué frutos de conversión estamos llamados a dar, que no podrán ser sino frutos de nuestro amor.