Domingo VIII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

¿Pueden ayunar los amigos del novio?

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

En la letania lauretana se invoca a María con este título: “causa de nuestra alegría”. La expresión se puede entender de distintas formas; una de ellas es la siguiente: María dio a luz a Jesucristo, que es “alegría del mundo”. En el evangelio de Juan dirá el propio Jesús que Abraham contempló su día y se alegró; y en el discurso de despedida introduce varias veces este motivo de la alegría: quiere comunicar la suya a los discípulos, quiere que la de éstos sea completa, les asegura que no se la quitará nadie, le pide al Padre que los inunde de alegría. En el evangelio de la infancia de san Lucas abunda este mismo motivo; así, el ángel dice a los pastores: “os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Hoy, el evangelio de Marcos nos remite a la misma realidad: quien está con Jesús sabrá de penas, pero sabe de una larga alegría. De ahí que nos podamos preguntar: “¿soy, como cristiano, como discípulo de Jesús, un experto en alegría y en irradiar alegría?”. Recordemos lo que decía un adversario del cristianismo: “para que yo creyera en el Redentor, sus discípulos deberían cantar otras canciones y tener cara de redimidos” (Nietzsche). Hoy vamos a recordar un puñado de razones para la alegría.

1. Una primera razón sería, no simplemente que Dios existe, sino que Dios nos ama. Es un mensaje básico de la encíclica de Benedicto XVI, que comienza justamente con una frase de la primera carta de san Juan: “Dios es amor”. En su encíclica, el Papa se refiere a distintos pensadores del pasado; podía haber citado a otro, nada menos que Voltaire, sobre el que alguien ha llegado a escribir que fue el único buen teólogo del siglo XVIII, porque «decía: “Que Dios exista me parece estupendo, es un desbordamiento de inteligencia, pero ¡que se interese por mí!”. La Revelación no es que Dios existe; es que Dios es amor».

Nosotros valemos para él más que los pajarillos. Tiene contados los cabellos de nuestra cabeza y no se caerá ninguno sin su permiso. Él nos sondea y nos conoce, él creó nuestro corazón y tejió nuestras entrañas en el seno materno. La vida que tenemos es don suyo. Y él nos regala cada mañana el don precioso del tiempo y la ilusión de empeñarnos en nuestras tareas, aunque acusemos su peso. Sabemos que el cuidado de Dios no nos vuelve inmunes a las enfermedades, al sufrimiento, a la experiencia de la flaqueza, al sentimiento a veces doloroso de la soledad, a no se sabe qué nostalgia profunda. Pero estamos en sus manos, unas manos inmejorablemente buenas. Podemos atrevernos, al menos alguna vez, a decir: “aunque pase por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. Sí, el Señor es mi pastor. Ignoramos cuáles serán los avatares de nuestra vida, pero queremos descansarla en él. Confiamos en Él, que no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, y esperamos que los sufrimientos sean camino hacia la cordura, la paz y la alegría.

2. Dios nos ha manifestado su amor en Jesús. Escribía san Pablo: “ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades, ni lo presente, ni lo futuro, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8,38-39). Haber conocido a Jesucristo, aunque este conocimiento no sea de la profundidad que ha tenido el de san Pablo, ni el de los santos, ha sido algo singularmente bueno, divinamente bueno, que nos ha pasado en la vida. Por él nos ha llegado toda la verdad limpia de Dios que conocemos.

3. Somos hijos de la Iglesia. En ella hemos recibido tantas cosas: el bautismo y el nombre de hijos de Dios, el sacramento del pan y el sacramento del perdón, mucha compañía (aunque haya habido también indiferencia). Es para nosotros un hogar y una escuela. En ella hemos aprendido lecciones conmovedoras de conversión, de servicio, de entrega, de desprendimiento de uno mismo, de dedicación animosa a labores arduas y más bien ingratas.

4. También le tenemos que agradecer a Dios los dones menores, cotidianos, pero tan preciosos: el humor, que es el hermano menor de la gracia; un encuentro grato; una nevada, una mañana de primavera, o un atardecer de otoño en el que contemplamos con asombro las variaciones cromáticas del bosque; un buen café, un sorbo de buen vino, el calor de la lumbre del hogar, el abrigo de una prenda que nos protege...

5. Señalemos otro regalo: una esperanza misteriosa y consistente; para no ceder con facilidad al decaimiento, recobrarnos pronto del desencanto, seguir poniendo señales de vida y de comunión en el camino, alentarnos unos a otros en las pruebas por que pasamos y participar así más intensamente en la Pascua de Jesucristo.

Dentro de tres días comenzamos la Cuaresma, un tiempo marcado por el ayuno; escuchemos atentamente la recomendación de Jesús: “cuando ayunes, no vayas cabizbajo, como los hipócritas. Perfúmate la cabeza y lávate la cara”. Y podemos añadir: la buena tristeza por lo que Dios no puede aprobar en tu vida, esa tristeza que expresa la conversión al evangelio, te conducirá a la buena alegría.