Domingo VI del Tiempo Ordinario, Ciclo B

No se lo digas a nadie

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

“Tirar la piedra y esconder la mano”: es una expresión en que se describe plásticamente la conducta de quien causa algún mal de la forma más disimulada posible, como si no hubiera sido él el culpable, como si fuera la persona más inocente del mundo. Eso mismo, pero al revés, es lo que sucede con Jesús cuando realiza un signo de bondad y poder: manda a los espíritus inmundos que se callen, a este leproso le intima una orden de silencio, en el caso de la hija de Jairo dirá que la niña no está muerta sino sólo dormida. Realiza el bien a hurtadillas, como si se avergonzase. Jesús les quita importancia a estos gestos y da a la gente una consigna de silencio que ha llamado la atención y ha dado que pensar.

Su comportamiento y sus palabras nos hacen recordar, primero, una máxima que Jesús mismo propuso a los discípulos: “que tu mano izquierda no se entere de lo que hace tu derecha”. El único que debe enterarse del bien es el Padre que ve en lo secreto. No hay que ir trompeteándolo por ahí, cacareando las obras buenas o los éxitos que uno haya conseguido. El bien hay que hacerlo por el bien mismo; el amor al otro ha de vivirse por el otro mismo, aunque luego, como de rebote, redunde sobre la persona misma que ama. Lo contrario equivale a hacer del bien o de la otra persona un medio o pretexto al servicio de nuestros intereses personales. En las Navidades pasadas, hubo alguna gente a la que le gusta estar en el candelero que fueron a visitar a enfermos de algún hospital; los acompañaban reporteros gráficos y periodistas que registraron puntualmente aquel “gesto de solidaridad” y lo publicaron en la prensa del corazón. Sucede algo parecido con otros que se desplazan a zonas marcadas por alguna epidemia o a la geografía del hambre; no negamos que tengan la intención de recordarnos las necesidades de los habitantes de esos lugares, pero en ciertos casos da la impresión que buscan un modo de hacerse la propaganda. Puede ser una forma de pisotear la dignidad de las otras personas. Hay que acercarse a ellas con una actitud diametralmente opuesta.

En el caso de los signos de Jesús hay que ahondar más. Los milagros que realiza tienen algo de equívoco, y pueden centrar la atención en la persona de Jesús; pero él sabe que no debe erigirse en un hijo de Dios que deslumbra por sus poderes, ni en la panacea de los males de la gente, o en un líder de masas fascinante y a la postre desastroso, como sucedió con ciertos caudillos judíos que luego llevarían al pueblo a la catástrofe. Frente a esos signos ambiguos, el signo inequívoco de Jesús es la entrega de su propia vida. Ahí, en la muerte en cruz, amando y entregando su vida para nuestra vida, es donde aparece como verdadero hijo de Dios; ahí trasparenta el misterio de Dios.