Domingo V de Cuaresma, Ciclo B

Grano de trigo 

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

En este tiempo de cuaresma se nos remite una y otra vez, como en oleadas sucesivas, a un mismo acontecimiento: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos preguntamos: ¿cómo avistaba Jesús este acontecimiento, cómo lo presentía, cómo lo imaginaba? Los evangelios nos proponen al menos tres imágenes que nos iluminan sobre la forma en que Jesús anticipaba su final. Vamos a dejar que estas imágenes entren en nosotros y nos hablen.


Una primera imagen es la de la copa de amargura. Jesús se representaba con esa metáfora su pasión y muerte, con todas las circunstancias que las envolvieron. Ese cáliz simboliza un dolor físico que lo desgarra, una tristeza mortal que en Getsemaní y desde Getsemaní le penetra hasta las entrañas, un sentimiento de abandono interior, como si Dios mismo, su Padre, lo dejara a solas, absolutamente a solas, hasta que apurara el último sorbo. Iba a gustar la muerte en todos y cada uno de los sabores que la hacen indeciblemente amarga. Sí, ¿cómo no anticipar aquel sufrimiento mortal con la imagen del cáliz que se bebe hasta la última gota?
Hace dos domingos ofreció Jesús una nueva imagen: el templo. En él habita Dios, en él y por él se nos otorga el perdón y la reconciliación. Es lo que nos hace saber con este gesto profético singular que realiza en el templo de Jerusalén. Él es el nuevo templo. De él, de su costado, manarán sangre y agua. La sangre que purifica, la sangre que es la sede originaria de la vida, que es el pálpito de la vida; y el agua, que brota del costado de Jesús como el agua que manaba del costado del templo que contempló en visión el profeta Ezequiel. Esa agua saneaba el dilatado mar de aguas pútridas, un mar en el que volvían a bullir los peces. Jesús es el templo nuevo y definitivo. El templo que es él, el templo que es su cuerpo, será destruido, pero Jesús lo reconstruirá al tercer día.


Hoy se nos propone una última imagen: la del grano de trigo que cae en tierra, muere y da fruto. Así, el también morirá y será enterrado en una sepultura. Su vida había sido fecunda: había dado salud y alegría, empuje y esperanza, perdón y paz, ternura y cercanía; había acogido a tantas personas, había enseñado a multitudes, o a los discípulos, o a un solo interlocutor (como Nicodemo, o la samaritana). Su muerte sería mucho más fecunda. En vida sembró dichos, parábolas, bienaventuranzas, avisos y llamadas; sembró gestos de curación y bendición sobre los leprosos, los niños, los enfermos; sembró acciones proféticas: convocó a los Doce como símbolo del pueblo definitivo de Dios, se sentó a la mesa de los pecadores, entró como rey de paz en Jerusalén, purificó el templo. Al final, en la última cena y en la muerte, se sembró a sí mismo. Fue como el grano de trigo que, al ser echado en la tierra y germinar, se yergue a su tiempo en una espiga bien granada; así pasaría también él por la muerte, para erguirse luego sobre ella y traer con su resurrección vida para todos. Él mismo nos había dicho: “quien guarda su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la guardará”. Sí, el grano de trigo guardado en un joyero, en un envase, en una vitrina, se queda baldío, tan estéril como un guijarro menudo que no lleva dentro ningún poder de vida, ni puede difundirlo desde su entraña. Recordémoslo: si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él.