Domingo V de Cuaresma, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

1. Vamos a meditar primero sobre el pasaje de Pablo, situándolo en nuestro contexto histórico. Nos vamos a hacer dos preguntas. Comenzamos con ésta: “¿Qué hacer cuando todo parece perdido?”. Porque acaso tenemos el temor o cierta persuasión de que somos la última generación cristiana, que hay que cerrar el negocio y luego emplear el tiempo en componer una balada. ¿Qué hacer, pues, en esta coyuntura? Ésta es la respuesta: recordar que ni la historia del mundo ni la historia de la fe están en nues­tras manos, sino en las manos de Dios. La historia de la salvación no es “pura histo­ria”, agua pasada que ya no mueve molino. No es tiempo para la nostalgia. Vivimos un tiempo nuevo de la fe y de la salvación. Necesitamos ojos nuevos para lo que hace Dios aquí y ahora.

2.  Veamos la segunda pregunta: “¿Qué hacer cuando todo está ganado? ¿Dormirnos sobre los laureles?”. Sencillamente, advertir que el misterio de Jesu­cristo no es tan pequeño y limitado ni tú estás tan adelantado como para poder decir que Cristo te ha dado todo lo que te podía dar y que tú, en tu camino de maduración o plenificación personal, lo puedes dejar tranquilamente atrás, una vez que has apurado hasta el final la experiencia cristiana. Es verdad que, desde hace años, cunde la sed de variedad de expe­riencias y que hay gente que primero es cristiana; luego, le entra la fiebre por el budismo o cualquier tradición oriental; a continuación, se sumerge en algún viejo politeísmo de nuestra área. Pero está por ver si esos insaciables experimentadores han llegado al final en cada una de las expe­riencias o sólo han rozado la superficie de cada una y luego han pasado a libar en otras flores, movidas por una fiebre inquieta que las dejaba sin reposo. Quizá se trate sólo de espíritus inconstantes.

La palabra de Pablo es bien clara: jamás tocarás fondo en el misterio cristiano; jamás te hallarás legitimado para decir: he apurado la expe­riencia cristiana y no he apagado mi sed. Tu sed es infinita; pero el agua que Cristo te ofrece es infinitamente infinita (si se puede hablar así). Has llegado a la meta; o, mejor dicho, has sido instalado en ella por gracia de Dios. Pero, por otro lado, la meta sigue siendo meta para ti. Estás en ella (indicativo) y te llama a que te pongas en movimiento hacia ella (imperativo). Si lo prefieres, podemos decir que se trata de ahondar más en una experiencia inagotable; de crecer más en una marcha ascensional sin término. Estás en una meta sin término. De ahí ha de nacer tu certeza, tu confianza: no estás perdido; sino ganado. Y de ahí ha de nacer tu ímpetu: has de ganar a Dios, has de ganar a Cristo, que se te presentan como realidades siempre antiguas y siempre nuevas, con una antigüedad que no caduca y con una novedad que no envejece. No te des por conforme con tu nivel de experiencia cristia­na, con tu grado de seguimiento del Señor, con tu estado presen­te. Qui semel dicit: sufficit, periit. Como sucede en esas situaciones en que no seguir caminando significa caer.

Mi apuesta, y supongo que nuestra apuesta es clara. Se funda en la percepción-interpretación que tenemos del acontecimiento cristiano y se funda en nuestra historia personal en cuanto inmersa en este planteamiento. Lo que sucede ahora se puede leer en los términos de Jossua: nuestra sociedad es poscristiana, y es sin embargo una sociedad todavía no evangelizada.

Otro aspecto del pensamiento de Pablo, que hemos dado casi por supuesto antes: Pablo sí considera su existencia judía como una etapa felizmente caducada, a pesar de todos los logros que desde cierto punto de vista cupiera ver en ella. Pero ahora, desde el encuentro con Cristo y su larga experiencia cristiana, puede decir: renuncio una vez más a aquellos logros. Porque no quiero construir mi personalidad sobre mí mismo, ni me parece buena el aura de irreprochable y la fama de tipo legal que traté de ganarme en aquella existencia autocentrada. La verdad más cierta y sólida de mi vida es la gracia de hallarme incardinado en el acontecimiento pascual de Cristo, en el que ha acontecido y se ha significado para mí el amor inefable de Dios, a quien reconozco y confieso como Padre. En mi historia anterior había algo malsano y negativo en el fondo.

3. Hagamos una tercera pregunta: ¿Qué hacer para llevar una vida de justicia y dignidad? El evangelio nos enseña que la gratitud hacia la bondad experimentada es un estímulo mucho más poderoso que el miedo al castigo.

Jesús nos muestra una forma de servir al bien y a la justi­cia más eficaz y limpia que la forma expedita y quizá demasiado turbia de aquellos apasionados defensores de la Ley y tan dispo­nibles ejecutores de sus códigos penales. Turbia, decimos, porque parece que Jesús desenmascara una pasión por la ley en la que el otro representa el papel de chivo expiatorio de las propias culpas. ¡Como si nos pusiéramos a buenas con la Ley convirtién­do­nos en tan diligentes ejecutores de sus sentencias penales cuando no hemos sido dóciles cumplidores de sus llamadas a vivir confor­me a nuestra vocación! Es otro el precio que tenemos que pagar para ganarnos la complacencia de la Ley sobre nosotros. No va en descargo de nuestra culpa el celo que se descarga sobre la culpa ajena.

En síntesis: no es tiempo para la nostalgia y la balada; no es tiempo para dormirse sobre los laureles; es tiempo para la gratitud fecunda en frutos de dignidad.