Domingo V del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Sal de la tierra y luz del mundo

Unas caricias, una cautela, un imposible y una verdad de cajón: eso es lo que nos trasmite el evangelio de hoy, que viene a continuación de las bienaventuranzas.

1. Primero, unas caricias. Jesús, que era un soñador para un pueblo nuevo, ve a su comunidad simbolizada en esas dos imágenes de la sal y la luz: "vosotros sois la sal de la tierra", "vosotros sois la luz del mundo". Como cuando las madres les dicen a los hijos: "eres un sol". Y es bueno dejar que resuenen en nosotros esas palabras. Porque quizá no pocas veces somos agresivos con nosotros mismos y nos decimos interiormente mensajes más bien deprimentes: "eres una calamidad"; "eres una nulidad"; "donde pones la mano allí causas un estropicio". Y así nos vamos minando y apagando a nosotros mismos. 

Nos podemos preguntar: ¿cómo ser sal? ¿cómo dar gusto a la existencia? ¿cómo irradiar luz? Ya sabemos una respuesta: no tener los corazones endurecidos, no ir por la vida pisando fuerte y aplastando a los más débiles, ser capaces de la buena tristeza, del buen llanto, no ser autosuficientes, tener un corazón misericordioso y sencillo, trabajar por la paz. En una palabra: vivir las bienaventuranzas. Y nos vendrán nuevas luces a medida que continuemos leyendo el discurso del monte: vencer la ira, no insultar al hermano, no adulterar en el corazón, no devolver mal por mal, amar a los enemigos, y así sucesivamente.

2. Una cautela: la sal se puede volver sosa. Si las bienaventuranzas y las llamadas del discurso del monte no inspiran nuestra forma de vivir, nos hemos vuelto sosos, nos hemos desvirtuado, hemos dejado de ser la comunidad del Reino con que soñaba Jesús. Y esto puede pasar, porque no estamos inmunizados contra el mal y la indiferencia. Hemos de estar sobre aviso. Y es bueno escuchar esa cautela de labios del mismo Jesús que nos ha encomiado tan admirablemente.

3. Un imposible. Cuando una comunidad vive así, no se puede ocultar, como no se puede esconder una ciudad puesta en lo alto de un monte. Porque es una comunidad de contraste que en las tinieblas brilla como una luz. Es lo que sucedía con la comunidad primitiva en Jerusalén, según narran los Hechos de los Apóstoles.

4. Una verdad de cajón. "Vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo". No se trata de que le pongan a uno en un pedestal, ni de que le den la gran cruz de Isabel la Católica, y tampoco de que le concedan el premio Príncipe de Asturias. Pueden suceder cosas así. Como sabéis, a la Madre Teresa de Calcuta y a otras personalidades católicas se les concedió el premio Nobel de la paz; al Papa le impuso hace meses una medalla el Presidente de los EE.UU. Pero el seguidor de Jesús no va buscando distinciones honoríficas ni actos de reconocimiento. Lo que a él le importa es trasparentar la bondad de Dios. Esa es la mayor alegría de sus hijos. Ellos saben muy bien que todo cuanto pueden hacer de bueno viene de ese manantial profundo que es Dios mismo. Él es la luz inextinguible en que se encienden nuestras lámparas, y el aceite que las alimenta continuamente. Sin Él nada hay bueno ni fuerte. Pero con Él nuestras vidas pueden irradiar.