Domingo V del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Recorrió toda Galilea

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez 

 

 

Hace años, el escritor ruso Alexander Solyenitsin publicó un libro titulado “Un día en la vida de Iván Denísovich”. Es un título que nos puede servir para poner título al pasaje evangélico de hoy: “un día en la vida de Jesús”. El domingo pasado lo veíamos en la sinagoga, enseñando y expulsando un demonio. Hoy, a partir de ese momento se nos narra una jornada corriente en el ministerio del Maestro: la curación de la suegra de Pedro (le tiende la mano y ella se levanta tan sana que puede servir a la mesa), la curación de personas que acuden en masa hasta él, el descanso, la oración en solitario desde muy temprano, la reanudación de la actividad, desplazándose a otro lugar.

En el primer tiempo hemos escuchado el relato de un milagro exento y sencillo, humilde y ordinario, de andar por casa, un signo que, con un poco de suerte, casi nos sentimos con capacidad para hacerlo nosotros (con la ayuda de alguna medicina, claro está). Pero es un hecho revelador. Vemos cómo Jesús es ajeno a toda espectacularidad, a las señales en el cielo, a los gestos grandilocuentes, a las acciones vistosas, a los milagros apabullantes. Parece como si le encantara la prosa corriente y tuviera serios reparos frente a los cantares de gesta que narran las hazañas de héroes asombrosos o los doce trabajos de Hércules. Su épica, la épica de Dios, no hace tanto ruido, no es amiga de vértigos, se filtra en los intersticios de la vida común.

En un momento temprano del día se retira a orar. No ora sólo en la sinagoga, o en los momentos del día en que todo fiel judía recita el Shemá, como entre nosotros se ha rezado tres veces el ángelus. Ora personalmente, en solitario, envuelto en el silencio, sumergido en Dios. Esta oración pertenece al secreto, al misterio, de Jesús; pero tenemos algún apunte en los evangelios que nos permiten asomarnos a ella. En el primer evangelio se nos dice que, en cierta ocasión, exclamó: «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla; sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Mt 11,25). En el cuarto evangelio, delante del sepulcro de Lázaro, refiere el narrador que Jesús levantó los ojos alcielo y dijo, antes de realizar el signo: «Gracias, Padre, por haberme escuchado. Yo sé que siempre me escuchas; lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). En vísperas ya de su muerte, declara: «Ahora me siento agitado; ¿le pido al Padre que me saque de esta ora? ¡Pero si para esto he venido, para esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12,27). El capítulo 17 recoge la llamada oración sacerdotal de Jesús, en que hace un repaso de su vida, expresando ante el Padre lo que ésta ha sido, y ruega por los discípulos presentes y futuros. Todos recordamos la oración en Getsemaní, en que llama a Dios “abbá” y le pide que aparte de él el amargo cáliz, pero se entrega rendidamente en las manos de Dios; y recordamos también las palabras de Jesús en la cruz, varias dirigidas al Padre.

Finalmente, cuando los discípulos lo encuentran, se levanta y les dice –ahora daremos cierto vuelco a una expresión habitual entre nosotros– hay que ir con la música a otra parte. Sí, con la buena música del Reino o Señorío de Dios a otra parte, a otros lugares en los que resuene la buena noticia y Dios dé señales frescas, inmediatas, sonidos armoniosos de ese Señorío suyo que trae vida y salvación; y las trae, no sólo en un tiempo oportuno (siempre lo fue), sino en el tiempo definitivo. Jesús no se instala cómodamente en Cafarnaúm; hay que dilatar el espacio en que se hagan presentes esa buena noticia y esas buenas señales.

En cada uno de estos gestos suyos (la atención a la suegra de Pedro, su forma de orar, su itinerancia misionera) nos muestra su verdad y nos impulsa a ser sus seguidores.