Domingo XIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

El que os recibe a vosotros, me recibe a mí

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hace pocos años se hizo una encuesta entre los españoles. Se les preguntaba qué lugar ocupaban en su vida, por orden de importancia, distintas realidades. En primer lugar aparecía la familia, como la realidad más valorada y la más importante; parece que la religión se encontraba hacia el quinto lugar. Tanto la encuesta como las respuestas dan cierto motivo para la reflexión.

Primero, uno no sabe si la encuesta está bien hecha, si las preguntas están formuladas como conviene. Quizá debieran ser más directas. Así, en lugar de preguntar sobre la religión, a uno se le puede formular la cuestión de si es cristiano; y, en caso afirmativo, el siguiente interrogante podría ser éste: "¿Qué lugar ocupa Cristo en tu vida?", "¿qué rango tiene en tu jerarquía de amores?". Y acaso se quede perplejo el encuestado. Porque a estas preguntas no es tan fácil darles respuesta. No obstante, es bueno que de vez en cuando seamos nuestros propios encuestadores y nos interroguemos a nosotros mismos sobre nuestro amor a Cristo, sobre el grado de ese amor y sobre las señales de que se da en nosotros.

Cuando Jesús nos llama a establecer una jerarquía en nuestros amores, nos impulsa a romper con lo que tiene de cerrado el círculo de la familia en que hemos nacido, y también el de la patria en que hemos visto la luz, el de la etnia a que pertenecemos, el del partido político con que simpatizamos, el del grupo ideológico con que estamos más en sintonía, el de la clase social en que nos hallamos integrados, el del gremio profesional de que formamos parte. Nos previene contra el corporativismo que siempre nos ronda, que siempre renace; o frente a la red de intereses y afinidades a que somos más inclinados.

Y, en ese preciso momento, Jesús no puede menos de remitirnos a "uno de estos pobrecillos" y pequeños que no pertenecen a nuestro círculo. Así vemos cómo el primer versículo del evangelio de hoy está anudado con el último, y nos vemos llevados a juntar la correcta jerarquía de amores con los gestos más menudos de la vida. Y luego empalmamos con el versículo central para descubrir que es saliendo de nosotros mismos como nos encontramos. El versículo primero nos señala el puesto que corresponde al Señor en el orden de nuestros grandes amores y adhesiones; el último se detiene en el detalle menudo del vaso de agua fresca al más pequeño de los enviados o de los discípulos de Jesús; el versículo central dice que es justamente a través del don que hacemos como recibimos, de la pérdida como nos ganamos, de cierto olvido de nosotros mismos como accedemos a nuestra mayor verdad. Ese fue el camino que Jesús, el Señor al que pertenecemos con todo el ser, nos dejó trazado con su propia vida. Y por esa senda, con lo que tiene de via crucis, de camino crucificante, se purifican también nuestros amores y apegos más naturales y espontáneos.