Domingo XIII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Dos escenas de fe

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¡Qué maravillosa estampa de Jesús! En estos dos cuadros expone el evangelista el drama humano y la intervención del que endereza el curso de las cosas a un término cumplido y gozoso.

Empecemos por la curación de la mujer que padecía flujos de sangre. Hay una historia en los escritos del Primer Testamento que, por contraste, nos ayudará a entender mejor el episodio evangélico. David, con su ejército, trasladaba el arca en un carro. Lo guiaban dos hombres, Uzá y Ajió. Al llegar a una era, los bueyes tropezaron. Pareció que el arca se venía abajo y, como por instinto y sin pensárselo, Uzá alargó la mano para sujetarla e impedir la caída. Fue él quien, en ese mismo instante, cayó fulminado (2 Sam 6). El arca era un objeto sagrado, intangible para todo el que no estuviera debidamente “inmunizado”, por así decir. Era un arca “de alta tensión”, como si llevara un letrero invisible: “no tocar. Peligro de muerte”.

En el relato del evangelio, al contrario, Jesús despide una descarga de vida y salud cuando una mujer enferma e impura le toca la punta del manto. Jesús es accesible, deja que se acerquen a él. Lleva también un letrero invisible: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”; o también: “Tocar: oportunidad de vida”. La mujer recibe, en ese contacto furtivo, el don de la salud.

En el caso de la niña sucede algo diferente. Aquí la sangre no se escapa incontrolada, sino que se ha estancado, ha dejado de fluir por las arterias y venas de esa adolescente, como en la oscura noche se interrumpe el bullicioso tráfico de la ciudad. Jesús va a reactivar esa vida. Y ¡qué forma más sencilla de despertar a la niña, no del sueño reparador, sino del sueño… irreparable. Como a hurtadillas de la gente y de los padres, desliza en la palma de la muchacha una moneda divina, un envidiable regalo: el pulso, los latidos de la sangre, el tic-tac que la saca del sueño. Y mientras tanto le dice: “¡niña, pero qué fría tienes la mano!. ¿Dónde te habías metido? No sigas jugando al escondite con la vida, que lleva casi horas sin encontrarte. ¡Anda, levántate, que ya es hora de despertar del sueño. Deja los juegos de las tinieblas y entra de nuevo en el corro de la vida!”.

El relato acaba de una forma muy sencilla: “dadle de comer”. ¡Qué poca solemnidad gasta Jesús! El milagro ha roto de forma extraordinaria un límite, el límite del sueño-muerte, o de la muerte-sueño; y ahí, discreto, se interrumpe él. La operación siguiente nos devuelve a la vida ordinaria, a los trabajos y los días, a los gozos y sombras de cada jornada.

No podemos dejar ahí la contemplación del evangelio de hoy. En las dos historias aparece una palabra esencial: la palabra “fe”, la palabra “creer”. Ahí está en cierto modo la dichosa culpable de todo. En el primer caso, da la impresión de que Jesús se sacude de encima toda responsabilidad. Dirá a la mujer: “hija, tu fe te ha curado”. Y al jefe de la sinagoga le intima: “basta que tengas fe”. Como si le dijera: “fíate de Dios, que actúa por mi medio. En este desorden de cosas en que parece que el mal campa por sus respetos, bajo las formas de sufrimiento, enfermedad, injusticia, experiencias de sinsentido y, para colmo de males, de muerte, cree que el Señorío de Dios se está abriendo paso. No cedas un ápice a la desconfianza, cree en Dios y en su bondad sin veta alguna de mal, en su fidelidad a las promesas que ha hecho”.