Domingo XII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

¿Quién es Jesús? ¿Y cómo se le puede conocer? A la primera pregunta le interesa el resultado, la solución del enigma “Jesús”. La segunda pregunta se interesa por el camino que lleva al resultado. La respuesta a esta segunda cuestión puede sonar así: “Conocemos a Jesús si conocemos su historia y si conocemos su destino”. En cierto modo, el evangelio proclamado hoy nos da la respuesta a las dos preguntas: en la profesión de fe de Pedro se nos revela quién es Jesús, su verdadera identidad. Y en las palabras ulteriores de Jesús se nos revela cuál será su destino. Ciertamente, este breve texto no lo hace por menudo, sino de forma muy sumaria, a grandes trazos. Será la continuación del evangelio la que narre con detalle la subida de Jesús a Jerusalén, donde se cumplirá lo que ha anunciado aquí.

¿Quién es Jesús? El Mesías de Dios. Con esa sola palabra se nos da a conocer su trascendencia. Toda la vida y actuación de Jesús lo pone de manifiesto: la autoridad de su palabra, de sus acciones, de su llamada al seguimiento; el señorío que rezumaban su historia y su persona; el hecho de que en él se cumplen la profecía y las esperanzas suscitadas por Dios; su comunión permanente con Dios; su conciencia especial de filiación: es “el Hijo de Dios vivo”.

Sin embargo, por otro lado, advertimos en él todo un conjunto de rasgos que nos muestran hasta qué punto “se despojó de su rango” y se abajó: nunca hizo un milagro en beneficio propio; nunca llevó a cabo un signo espectacular y ostentoso que le proporcionara fama y popularidad; estuvo al lado de los desclasados y dispensó un trato conmovedor y siempre dignificante a los últimos de aquella sociedad: niños, mujeres, enfermos, samaritanos, publicanos, y, en general, el “pueblo de la tierra”, es decir, la gente de condición llana y humilde que no podía conocer ni, por tanto, cumplir el imponente catálogo de preceptos acumulado en la Ley y la tradición, la gente que, debido a esto, era despreciada por quienes se las daban de justos.

Jesús no buscó infiltrarse en los círculos de influencia y poder; vivió de modo permanente para más que él mismo: para el Reino de Dios y para el Dios del Reino; conoció la impotencia, y también lloró; nunca reivindicó nada como hecho por derecho propio; rechazó convertirse en ese caudillo belicoso que electriza a las masas y las conduce al desastre; no quiso ser un héroe nacional fascinante, pero, a la postre, trágico y calamitoso; vivió siempre en actitud de obediencia al Padre, al servicio de la misión que se le había confiado.

En la carta a los Hebreos hay un pasaje algo extraño, una de cuyas traducciones dice: “Jesús, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia... Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores”. Desde su unión con el Padre y desde su condición de Hijo de Dios toma sobre sí nuestra condición, nos muestra ese concreto perfil humano que hemos descrito y carga con la cruz, ignominiosa a los ojos humanos.

Este fue el camino de Jesús. Su destino último no fue el madero, sino la vida gloriosa cabe el Padre. Porque Dios es el que ha tenido la primera palabra y es él quien tiene la última palabra. Por eso es Dios. La muerte es un punto y aparte, no un punto y final. El dictado divino sigue adelante. Esto vale también para nosotros, los discípulos de Jesús, los que creemos en él. No esperemos que Dios nos ahorre dificultades y sufrimiento. No es eso lo que nos ha prometido. Los que formamos parte del pueblo mesiánico hemos de estar dispuestos a conocer penalidades y dolor. Lo que sí podemos esperar es la presencia de Dios para que salgamos airosos, en vida o en muerte. Lo que sí podemos esperar es participar en la victoria de Cristo sobre la muerte.